Buenas noticias desde Bangui

Se vacía el campo de refugiados instalado en el patio del Carmelo, donde han vivido durante tres años más de diez mil desplazados por el conflicto en la capital. «Una aventura inesperada, que nos llena de gratitud»
Federico Trinchero

Queridos amigos, os escribo para comunicaros una noticia importante: ¡todos los refugiados han vuelto a casa! Sí, habéis leído bien: todos. Después de tres años y tres meses, termina aquí nuestra aventura comenzada el 5 de diciembre de 2013. Es el punto final a la historia de nuestro convento convertido improvisadamente en campo de refugiados.

Desde el mes de enero, un proyecto financiado por el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, en colaboración con el Gobierno centroafricano y otros socios, ha permitido a todos nuestros refugiados (y a los, más numerosos, que todavía acampan en los alrededores del aeropuerto de Bangui) regresar por fin a sus ciudades y recuperar una vida normal. Cada familia ha recibido una pequeña ayuda económica, con la condición de que se llevaran todas sus pertenencias a su nueva residencia, desmantelaran su tienda y abandonaran definitivamente el campo. La marcha era libre y nadie se ha visto obligado a salir del campo. De hecho, todos han aceptado irse voluntariamente. Todo se ha desarrollado de manera ordenada y sin grandes problemas. Es más, nos hemos quedado asombrados por la rapidez y serenidad con que nuestro campo de refugiados se ha vaciado. Obviamente, todo esto ha sido posible no solo gracias al pequeño incentivo económico sino sobre todo por la situación de tranquilidad y seguridad que ya se ha creado en la capital. Este nuevo clima ha animado a nuestros refugiados a dar el gran paso y empezar una nueva vida en sus lugares de origen.

Durante días, el Carmelo ha sido un vaivén de carros sobrecargados que volvían vacíos para volverse a cargar, y un eco de golpes de martillo para desmontar las tiendas: una música que nunca olvidaremos. Llegaron corriendo, huyendo de la guerra, con el miedo en el rostro y unas cuantas cosas en las manos y en la cabeza, lo que habían recogido con prisas para sobrevivir quién sabía cómo y hasta cuándo. Ahora, en cambio, se marchaban con calma, casi convencidos de vivir en paz, con la esperanza en el rostro, algún hijo más y llenos de sueños y proyectos. Estaban contentos de partir. Y nosotros también, aunque inevitablemente sentimos cierta tristeza por no tenerlos ya entre nosotros. Estábamos tan acostumbrados a su presencia, a sus exigencias y a su ruido, que los primeros días todos percibimos una sensación de vacío y un silencio al que no estábamos ya habituados. Pero sabíamos que este capítulo tan intento y extraordinario en la historia del Carmelo debía terminar. Los niños al principio protestaron un poco pero al final tuvieron que rendirse ante las decisiones de sus mayores. En un campo de refugiados no se crece bien, ya lo entenderán cuando sean mayores. Lo cierto es que nos ha costado un poco salir de la puerta y no vernos esperados, rodeados y casi espiados por multitud de pequeñajos. Algunos de ellos eran muy fieles y puntuales incluso a nuestra oración vespertina. ¡Cuánto los echamos de menos!

Observar ahora la zona que antes ocupaban los refugiados y ahora está desierta impresiona un poco. Parece que ha pasado un huracán. Solo cuando se han marchado nuestros huéspedes nos hemos dado cuenta de lo vasto y poblado que era nuestro campo de refugiados (y de cuántas cosas, para evitar los saqueos en las calles, había recogido y acumulado en sus tiendas). Estos días algunas personas están trabajando para ponerlo todo en orden, recoger toda la basura, tapar los agujeros creados para el drenaje del agua de lluvia y para las letrinas y duchas, desinstalar los tanques y el sistema de distribución del agua potable... Habrá que esperar a que llegue la estación de lluvias para volver a ver florecer la hierba que había antes, donde ahora solo se ve tierra rojiza, dura como el cemento. De lo que había antes solo queda el mercado (con bar, cine y un pequeño despacho), considerablemente reducido respecto a lo que era, situado a la entrada y ya solo frecuentado por clientes que vienen de barrios cercanos.

El 8 de enero celebramos una misa de acción de gracias por todos los beneficios con los que el Señor nos ha colmado en estos tres años y por no haber permitido que nunca nos faltara su protección y su providencia. También recordamos a todos los niños nacidos en el Carmelo y todas las personas que terminaron aquí su vida, a causa de la vejez o la enfermedad. Vinieron también viejos amigos que ya se habían marchado en los meses anteriores. Así como muchos refugiados de confesión protestante que quisieron unirse a nuestra celebración. Terminamos la misa bendiciendo la ciudad de Bangui e implorando el don de la paz para todo el país. En efecto, no debemos olvidar que, aunque la situación ha mejorado considerablemente en la ciudad, no es así en otras zonas del país como Bocaranga o Bambari. Pequeños grupos rebeldes -no siempre bien identificados, a menudo divididos entre ellos y poco claros en sus reivindicaciones- continúan lamentablemente cometiendo actos criminales y causando víctimas inocentes, sembrando el miedo y obligando a la población a abandonar sus casas. Con mucho esfuerzo, la misión de la ONU trata de frenar estos atentados que, esperemos, puedan erradicarse para permitir que el país entero pueda emprender decididamente el camión de la paz y el desarrollo.

Antes de dejarnos, delante de todos, el representante de los refugiados pronunció un brevísimo discurso dedicado a nuestra comunidad religiosa: «Os damos las gracias por no abandonarnos. Nunca os olvidaremos».

Nosotros tampoco les olvidaremos nunca. ¿Cómo sería eso posible? Conocíamos el rostro de todos, eran casi de la familia. Casi a cada uno -imposible que fuera de otra manera después de tres años de convivencia- le ha sucedido algo que le ha puesto en contacto con nosotros de alguna forma. En estos tres años en el Carmelo hay quien ha nacido, quien ha muerto, quien ha enfermado y quien se ha curado, quien ha encontrado trabajo o al amor de su vida. Y quien ha recuperado la fe o, sencillamente, la fuerza necesaria para perdonar.

Cuando, la mañana del 5 de diciembre de 2013, acogimos a los primeros cientos de refugiados pensábamos que sería cuestión de días, que estaríamos así hasta Navidad... Luego dejamos de pensar hasta cuándo iba a durar esa aventura, pues comprendimos que nos tocaba hacer juntos un trecho del camino. Salir huyendo o expulsarlos habría sido un gesto propio de bellacos. ¿Por qué íbamos a dejar escapar una ocasión así? Acogerlos nos pareció enseguida lo más adecuado que podíamos hacer, aunque algo de tales proporciones no lo había hecho antes ninguno de nosotros y nadie podía prever cómo y cuándo acabaría aquello ni adónde nos iba a llevar. Si aquel día nos hubieran dicho que aquel grupo de refugiados pronto se convertiría en miles y que se instalarían aquí durante tres años... probablemente nos habríamos negado. En cambio, solo estábamos un poco asustados. Pero no cabe duda de que todo lo que hemos vivido ha sido, desde el punto de vista humano y cristiano, una experiencia que nos ha marcado profundamente y que siempre recordaremos como una de las más bellas e intensas de nuestra vida. Entre nosotros no ha habido héroes. Cada uno ha hecho su parte, día tras día, turnándonos cuando alguno estaba un poco más cansado.

En estos años, yo solo he intentado contaros algunas cosas de la guerra, una de las muchas que por desgracia afligen a nuestro planeta. Y cómo un convento puede convivir con diez mil refugiados: con ciertas dificultades logísticas, pero también con una buena dosis de diversión, no pocas sorpresas y alguna que otra satisfacción. Un buen trabajo de equipo nos ha permitido seguir siempre adelante, incluso en las situaciones más difíciles e inesperadas.

Por último, debo reconocer que gracias a esta guerra los amigos del Carmelo han aumentado. Al final va a ser verdad que no hay mal que por bien no venga. Me permito daros una última vez mis más sinceras gracias por la pasión, el interés y la generosidad con que nos habéis seguido. Nuestra misión en la periferia de Bangui ha tenido una visibilidad que no habíamos buscado y nuestra aventura, una resonancia que nunca habríamos podido imaginar, pero eso nos ha permitido ampliar el círculo de nuestras amistades y descubrir cuántas personas estaban con nosotros.

Ahora vuestro corresponsal en Bangui tendrá probablemente cosas menos interesantes que contaros. Pero este no es el momento de abandonar a la República Centroafricana, que sigue necesitando vuestra amistad. Este país no hay que reconstruirlo, hay que construirlo empezando de cero, y no podremos hacerlo sin vuestra ayuda. África es un continente en fermento que siempre reserva grandes sorpresas. Y no dejaré de contároslas.
Padre Federico Trinchero, los hermanos del Carmelo de Bangui y todos nuestros antiguos huéspedes