La furgoneta del perdón

Todo lo que está pasando en el convento carmelita y en el pueblo de refugiados que viven a su alrededor. En un país que todavía vive marcado por el conflicto armado, pero que no pierde la esperanza
Federico Trinchero

Queridos amigos, casi seguro que adivino vuestra primera pregunta: «¿Cuántos refugiados hay ahora en el Carmelo?». Antes de responder, os diré en cambio cuántos hermanos hay, pues afortunadamente estos últimos han aumentado más que los primeros.

Desde septiembre nuestra comunidad ha llegado a los 21 miembros: cuatro padres, once hermanos estudiantes, un postulante y cinco pre-novicios. Nunca habíamos sido tantos. Ante todo, hay un padre más, el padre Arland que, después de haber terminado sus estudios en Italia, ha venido a ayudarnos. Los estudiantes son casi el doble con la llegada de seis jóvenes hermanos que, al terminar el noviciado en Bouar, han venido al Carmelo para empezar sus estudios. La edad media es de 26 años y probablemente seamos una de las comunidades más jóvenes de la orden. Por suerte, viene a vernos periódicamente el padre Anastasio, que a sus 80 años eleva un poco la media de edad, aunque no hay quien le gane en entusiasmo, iniciativa y amor por África.

Este inesperado aumento de la familia, y la perspectiva de que en un futuro el número pueda seguir creciendo, nos ha obligado a hacer algunos trabajos y adquisiciones para acoger a los recién llegados: seis habitaciones nuevas, camas, armarios, mesas en el refectorio, sillas para la sala del capítulo y para la de recreo. Desde aquí quiero dar las gracias a todos los que nos han ayudado a hacer frente a estos gastos. Somos conscientes de que en Europa los conventos y los seminarios tienen problemas muy distintos, y eso nos hace sufrir. Aquí, en cambio, nos vemos obligados a que en una misma habitación convivan dos hermanos. En el Carmelo centroafricano vivimos un momento afortunado y de especial bendición del Señor. Me atrevería a decir que estar aquí en este momento es un gran privilegio. Pero también y sobre todo una gran responsabilidad. La formación de estos jóvenes es y sigue siendo nuestra principal misión en este joven corazón de África y de la Iglesia, una misión que nos ocupa todos los días y que requiere paciencia, aunque también la disfrutamos mucho.

La situación del país sigue siendo muy precaria, sobre todo en ciertas ciudades. Sin embargo, en la capital, al menos en los últimos dos meses, no ha habido enfrentamientos relevantes. No fue así en los meses previos, cuando aquella tregua que milagrosamente comenzó después de la visita del Papa se vio gravemente amenazada con demasiadas muertes como para presagiar el inicio de la paz.

El barrio del Km.5 de Bangui sigue siendo un enclave del que los musulmanes salen muy raras veces y por el que los cristianos solo pasan cuando es estrictamente necesario, muy deprisa y casi pidiendo perdón por la molestia. Alrededor de este enclave se extiende un gran anillo deshabitado, una especie de tierra de nadie donde los signos de la guerra son bien visibles. Aquí, cristianos y musulmanes vivían en paz hace poco más de tres años. Pero ahora los unos parecen ser un obstáculo para los otros. Solo hay casas destruidas o quemadas, techos derrumbados, hierbas altas, chatarra de viejos coches. De la parroquia de Saint Michel solo quedan los muros. En el Km.5 hubo un tiempo en que cualquier centroafricano se sentía como en su casa. Ahora casi hace falta pedir permiso antes de entrar y la gente se saluda con una mueca de desconfianza mutua. Hasta el campo de fútbol, un termómetro casi inequívoco de hasta qué punto es alta la fiebre de la guerra, sigue siendo un desierto sin jugadores ni espectadores.

Mientras tanto ha terminado la operación Sangaris, del ejército francés, con el gran mérito de haber evitado una carnicería -en diciembre de 2013 el riesgo de genocidio era más que real- y haber llevado al país a unas elecciones casi perfectas. De hecho, nadie cuestionó el resultado ni puso en duda la legitimidad del nuevo presidente. No es poco, teniendo en cuenta la difícil situación en la que el país se había precipitado en comparación con otras realidades africanas.

Ahora el testigo ha pasado a manos de los 12.000 soldados de la ONU, procedentes de diversos países del mundo y desplegados con grandes medios -e inversiones ingentes- por todo el territorio. Lamentablemente, los cascos azules han recibido varias críticas por inercia cuando no incluso por complicidad con los rebeldes que quedan activos en el norte. Así que no faltan las manifestaciones de protesta para pedir su retirada y la constitución de un auténtico ejército centroafricano (prácticamente inexistente desde hace ya tres años). Personalmente, a pesar de no ser especialmente experto en la materia, creo que si la ONU no estuviera aquí la situación sería peor y que un ejército nacional eficiente y fiable no se crea en tan poco tiempo. Hace falta tiempo para que la situación de la República Centroafricana se estabilice de forma duradera. Basta poco para empezar una guerra, pero para conquistar la paz hace falta tiempo, paciencia y coraje. Y también personalidades capaces de implicar a las mejores fuerzas y ambiciones del país. Por desgracia, el nuevo presidente Touadera todavía no ha conseguido llevar a cabo el cambio que se esperaba. Pero todavía es pronto para un balance y nadie puede pensar honestamente que se trate de una tarea fácil.

Aún siguen siendo visibles, al menos en la ciudad de Bangui, dos importantes signos de paz: la regularidad de las clases en las escuelas y la apertura de varias canteras para la construcción o reparación de edificios, carreteras y puentes. Decenas de jóvenes que antes estaban desocupados ahora pueden estudiar o trabajar afortunadamente, recibiendo por primera vez en su vida un salario de verdad. Escuelas y canteras rescatan a masas de jóvenes que, antes y durante la guerra, eran un yacimiento de indignación en el que los rebeldes reclutaban fácilmente personal para desestabilizar el país. Dicho de una manera más sencilla: parece que si uno estudia o trabaja tiene menos tiempo para dedicarse a la guerra. El mismo arzobispo de Bangui lo dijo muy claramente: «Un joven que no va a clase es un futuro rebelde».

¿Y cuántos refugiados quedan en el Carmelo? En el último recuento que hicimos registramos a casi tres mil personas. Decididamente, menos que los diez mil de 2014... pero todavía son muchos, un verdadero pueblo alrededor del convento. Un periodista que pasó por el Carmelo definió nuestro campo de refugiados como un «emblemático microcosmos de la dramática crisis que aún se vive en la República Centroafricana».

Muchos refugiados han podido volver a sus casas o bien comprar o construir otra en otro lugar. Eso significa que por los barrios de Bangui hay casi 7.000 personas -quizás incluso más- que han pasado algunas semanas en el Carmelo, algunos meses o hasta uno, dos o tres años. Muchas veces, cuando voy por carretera al centro o al Km.5, me encuentro con alguno que me intercepta porque al verme me reconoce y grita: «Bwa Federico, mbi lango na Carmel! Zone ti mbi 7. Padre Federico, ¡yo he dormido en el Carmelo! Mi zona era la número 7». Alguno incluso, llevado por un ímpetu de excesivo reconocimiento, ha elevado en brazos a un niño para mostrármelo diciendo: «So molengue ti mo! ¡Este hijo es tuyo!». Afortunadamente, gracias al color oscuro de la piel del niño, casi siempre consigo librarme de interpretaciones maliciosas... Pero inevitablemente mi pensamiento fluye, con un poco de nostalgia, a aquellos días fantásticos en que una eficiente sala de partos ocupó el lugar de nuestro refectorio y multitud de niños dormían en la iglesia o jugaban en el capítulo.

Obviamente, los niños siempre son mayoría entre los habitantes de nuestro campo de refugiados. Todos los que tienen menos de tres años nacieron aquí, y los que tienen alguno más -que llegaron pegados a la espalda de su mamá que huía- aprendieron aquí a caminar y a hablar. Para todos estos niños -que quizás todavía no han visto nunca la ciudad- el mundo, de hecho, coincide con el Carmelo: un pueblo de tiendas de lona y de madera, palmas y tierra rojiza, alrededor de un convento de ladrillo donde viven hombres que no tienen mujer ni hijos, pero a los cuales todos se dirigen cuando tienen algún problema pidiendo ayuda para buscar la solución.

Ketenguere, que significa "bajo precio", es uno de los puntos más frecuentados de Bangui para la venta de alimentos y para buscar una moto-taxi. Se encuentra muy cerca del Km.5 y a solo 3 km. del Carmelo. En los momentos más duros de la guerra, aquí se quemaban neumáticos y se construían barricadas. Ketenguere se convirtió muchas veces en una suerte de frontera infranqueable: a un lado la guerra, a otro el miedo. A pocos metros de este punto abandonaron, casi varado en la tierra, una furgoneta de color verde. Ya no tenía ruedas y estaba en muy mal estado pero -como suele suceder con los medios de transporte en Bangui- llevaba escrita una leyenda realmente significativa: «Savoir pardonner. Saber perdonar». Cuando empezó la guerra, el motor se apagó y nunca nadie intentó volver a arrancarlo, nunca nadie tuvo el coraje de volver a subir en ella... inevitablemente muy pocos se atreven a aceptar el desafío de «saber perdonar». El estado en que se encuentra este vehículo me parece muy parecido a la situación en que se encuentra la República Centroafricana.

He soñado que esta furgoneta, sin gasóleo, sin ruedas, pero sobre todo sin conductor ni pasajeros, de repente volvía a arrancar. He soñado que al volante iba nuestro valiente arzobispo, el nuevo cardenal Dieudonné Nzapalainga, seguramente la persona que, más que cualquier otra, menos se cansa de pedir a los centroafricanos «saber perdonar», suplicándoles que salgan del círculo de la venganza. He soñado que a bordo iban sentados los niños de Bangui. Y detrás, como seguramente estará sin batería después de tanto tiempo y necesitará una gran fuerza de empuje para que el motor arranque, he soñado que se ponían a empujar, con toda su fuerza y energía, los jóvenes de Bangui. Y una vez encendido el motor, he soñado que esta simpática caravana atravesaba el Km.5... para luego seguir hasta Bambari, Bocaranga, Bria... y luego, si hace falta, podía llegar también hasta vosotros.

Este es mi deseo desde Bangui: que cada uno de nosotros tenga el coraje de subir a esta furgoneta y pedir que el destino le conduzca allí donde sabemos que alguien está esperando nuestro perdón. Hay combustible suficiente para llegar allí donde todavía, al menos de momento, no hemos tenido el valor y la fuerza de ir. Humildemente conscientes de que hay Uno que irremediablemente nos ha perdonado y no ha temido vestirse de nuestra carne para subir el primero en esta furgoneta del perdón y de la paz.