La presentación en Roma.

En la memoria de un corazón vivo

Silvia Guidi

«Recuerda el estilo de Romano Guardini, una teología capaz de llenar de potencia lo más elemental. Nos devuelve al eje de las cuestiones importantes, de afirmaciones fundamentales en toda su incandescencia, a menudo demasiado alejadas de nuestra atención, a menudo demasiado percibidas como algo remoto».

Pierangelo Sequeri está hablando de la nueva edición italiana del libro Para vivir la liturgia: un testimonio, escrito por Luigi Giussani en 1973, que se presentó el 12 de diciembre en el Aula Magna de la Pontificia Universidad Urbaniana de Roma, un lugar donde hasta los muros hablan del nexo misteriosos que une verdad y belleza. En sentido literal, no solo metafórico.

Junto a Sequeri, músico, musicólogo, teólogo y decano del Pontificio Instituto Juan Pablo II, también estaban Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación; y monseñor Francesco Braschi, presidente de la asociación Rusia Cristiana, director de la clase de eslavo en la Biblioteca Ambrosiana y coordinador de esta nueva edición. Una gran placa de mármol a espaldas de los ponentes nos llevaba a las palabras pronunciadas por Pío XI en los años treinta del siglo XX, más actuales que nunca: «La armonía arquitectónica de un edificio no es un accesorio superfluo o un lujo del que se puede prescindir, sino un antídoto contra la distracción, un reclamo constante a la grandeza de la vocación de quien lo habita, una sugerencia que custodiar in memoria cordis». En la memoria de un corazón vivo.

Igual que la liturgia, «la evidencia más sólida de que disponemos», empezó diciendo Sequeri respondiendo a la provocación inicial de Carrón («¿Todavía tiene sentido publicar libros sobre cristianismo? ¿Aún interesa el cristianismo?»). Una evidencia sólida y un test sencillo pero eficaz para comprender qué ha pasado efectivamente en una comunidad que tenga la novedad radical que supuso Jesús, «donde la Palabra se convirtió en gesto, carne y sangre».

El misterio sigue siendo misterio, pero las imágenes para comunicarlo se hacen cotidianas y familiares cuando se pasa del Antiguo al Nuevo Testamento. «Por el modo de mirarse, padres e hijos se entienden perfectamente. La mirada también tiene su música, que los seres humanos son capaces de descifrar. Luego están las cosas que se comprenden y las que no, las que se aprenden y asimilan más o menos. Pero lo verdaderamente decisivo es solo la mirada».

La liturgia es un momento precioso, es «un pequeño soplo de aire contenido» en la respiración de la jornada, de la semana, del paso de los meses del año y de las estaciones. Para comprender la majestuosidad de este gesto, del encuentro físico entre el hombre y Dios, Sequeri citó la música contemporánea, minimalista y solemne de Sofia Gubaidulina y el Ricardo III de Shakespeare, con sus promesas de filibusteros a los peones que había arrastrado a la guerra, arrancándolos de sus campos y de sus casas. A sus hombres más perdidos y desprovistos de todo, les dice antes de la batalla: «Un día hasta los pares del reino inclinarán su cabeza y contendrán su respiración delante de vosotros».

La liturgia es el único gesto decisivo, explicó Sequeri, «el único verdadero icono de la calidad de nuestro cristianismo». La relación con Dios no se construye más que con la adoración. Todos los demás gestos pueden ser en mayor o menor medida ambivalentes, pero en el caso de las celebraciones litúrgicas la Iglesia se detiene a sí misma, hasta sus obras buenas, para dejar espacio a algo más importante aún. La comunidad se reúne y aparentemente está parada. «Si no fuera el Señor quien hablara, las nuestras serían palabras vanas, incluso aquellas que nacieran de nuestras mejores intenciones», insistió Sequeri: «Dios se puede y se debe tocar. Hay que ser "hablados", tocados, curados, lavados por él. Si nos limitamos a interpretar lo que Dios, en nuestra opinión, debería decir o hacer no iremos a ninguna parte. La liturgia es un gesto de antífrasis, la comunidad deja de hacer lo que estaba haciendo para acoger mejor a quien está por llegar. Es un momento no obsesionado por el rendimiento, por el hacer. Es un distanciamiento hermoso, un tiempo paralelo; es la antihistoria, aparentemente irrelevante, que en cambio es la que hace realmente la historia».

No se trata de idear maneras de «mantener la escena» detrás del altar, explicó monseñor Braschi, que narró su experiencia como sacerdote y cómo su encuentro con el rito bizantino le ayudó a tomar conciencia. La preocupación por personalizar la celebración para hacerla más atractiva para los fieles es un falso problema. Bastaría acordarse de que la liturgia es una escuela de realidad, es el lugar del encuentro personal, concreto, físico, con Dios. Y que la transubstanciación, por usar un término técnico de la teología, no termina en la eucaristía, sino en la transformación de quien la recibe.

Por eso no puede pasar de moda. También en nuestro tiempo, tan ocupado en llenar todos los espacios, en interceptar todas las necesidades para impedir que surja la pregunta verdadera, auténtica, decisiva para la vida, como subrayó Julián Carrón en su intervención. Incluso en nuestra sociedad líquida, disuelta en sus vínculos estructurales, corroída por una competición indiscriminada y miope, sigue pendiente de colmar la vorágine del corazón, el deseo de infinito de cada ser humano. La respuesta a nuestro cansancio y desilusión, insistió Carrón, «no puede ser una estrategia un poco más audaz de lo habitual, un esfuerzo de la voluntad más resolutivo y decidido de lo habitual, sino algo totalmente distinto de nosotros, capaz de romper cualquier medida y acabar en un instante con cualquier previsible, tranquilizadora, sofocante zona de confort». La liturgia nos recuerda cuál es el método de Dios: entra en nuestra jornada y lo cambia todo. El secreto de su eficacia es la objetividad de una Presencia, mucho más real que nuestro estado de ánimo, nuestros pensamientos, nuestras evaluaciones más o menos morales o moralistas de nosotros mismos. Obedecer a este método significa, sencillamente, dejarle espacio.

«A Dios deberíamos dedicarle muchas iglesias en adoración», terminó Sequeri: «Para Él deberíamos reservar el mejor silencio, la mejor música, la mejor poesía. A veces me pregunto para qué hemos estudiado la liturgia si esto no pasa en nuestras parroquias».