«¿Quién si no yo?»

Fabrizio Rossi

«¿Cómo no iba a ayudarles? Son mis hermanos». Francesco es el primer voluntario que me encuentro al llegar a Amatrice. Yo acababa de llegar con unos amigos de un grupo de alpinismo y él llevaba dos días excavando entre los escombros. Pocos minutos antes, un movimiento de magnitud 4,4 había obligado a todos a interrumpir el trabajo («estábamos en la zona del centro y por poco no nos enterró»), y por eso había regresado a L’Aquila: «Pensaba que ya había pasado lo peor, que no podría volver a sucederme nunca nada parecido, y mira. Realmente, nuestra vida pende de un hilo».

Precarios, inadecuados, desproporcionados. A pesar de todos los medios implicados, los miles de bomberos, los cientos de militares, las decenas y decenas de asociaciones humanitarias… En mi recorrido veo tres helicópteros forestales, una docena de voluntarios de una ONG musulmana, un grupo de cooperantes israelíes, cinco equipos de rescate alpino y otros tantos equipos caninos. Sin embargo, siente que todo eso no basta. No puede bastar, pues a cada necesidad a la que respondes se abre una vorágine de necesidades aún mayor. Porque nadie podrá tapar nunca la herida de Marco, con el que intercambio un par de palabras en la cena. No es de aquí, hace dos días se trasladó con su mujer y duerme en el polideportivo con los desplazados. Delante del plato de pasta que nos repartieron los voluntarios de Cruz Roja, su mirada está en otra parte. «He venido a buscar a mi hermano, que acababa de llegar a Amatrice por trabajo. Había reservado una habitación en el hotel Roma cinco horas antes del terremoto. Cinco horas antes…».

Nos ponemos los cascos, agarramos las herramientas y acudimos a echar una mano donde haga falta. Las gradas del polideportivo están llenas de alimentos, mantas, botellas de agua… Nos piden que lo clasifiquemos todo, y mientras ordenamos las cajas miro a los voluntarios que me acompañan y pienso en cuántos desconocidos han querido ofrecer su ayuda aunque fuera donando tan solo un kilo de pasta o una lata de legumbres. Al acabar, nos pasan a la zona de restauración. En una estufa improvisamos algo de café y en una tabla de madera preparamos unos centenares de panini. Estaba previsto que duraran toda la noche pero no llegan a la madrugada. La búsqueda no se interrumpe y toda la noche es un ir y venir de voluntarios que piden un bocado.

Michele, 20 años, permanece despierto hasta el alba para ofrecer un café a quien lo necesite. Le acompañan Eva, una barcelonesa de 24 años, y Mateo, de 50 años, protésico dental. Ellos son solo algunos de las decenas y decenas de voluntarios que no pertenecen a ningunas siglas, ni de organización humanitaria ni de organismo internacional, más allá de las «6.120 fuerzas desplegadas sobre el terreno» de las que informa Protección Civil. Simplemente han sentido que no podían permanecer inmóviles y han decidido partir pagándose los gastos. Sin saber si conseguirían registrarse (en los días siguientes muchos tuvieron que volver), asumiendo el riesgo. Movidos por la convicción de que «si no me muevo yo, ¿quién va a hacerlo?», explica Alessandro, ingeniero de 30 años, que vino con sus compañeros del equipo de rugby de L’Aquila.

Lo mismo pensó Giuseppe, junto a otros apasionados del enduro, a la mañana siguiente llegaron con sus motos a las zonas que habían quedado aisladas. Conductor de profesión, recorrió senderos y cruzó torrentes. Sin esperar a que abrieran las calles, hizo llegar comida y fármacos allí donde hasta los helicópteros tenían problemas para llegar.

Por la noche, los desplazados se preparan para afrontar otra noche en el polideportivo. La noche antes los evacuaron varias veces porque la tierra volvía a temblar. En un rincón, detrás de un banco, han conectado una regleta para cargar los móviles. Un chico me pide que no desenchufe el suyo, pues está esperando una llamada importante. Somos dos desconocidos, pero confía en mí: «Dentro de diez minutos voy a ver el obituario. Mi madre vivía aquí y no la encuentro. Me llamo Paolo, ¿tú?».