La economía vive de buenas relaciones

Artículo publicado en Il Sole 24Ore el 15 de agosto de 2016
Bernhard Scholz

Basta una breve reflexión para darse cuenta de que las relaciones que vivimos inciden en la adecuación y amplitud de miras de las decisiones que tomamos. Hablar con los demás, confrontarse, dejarse aconsejar o incluso provocar son momentos importantes, que inciden directamente en nuestra manera de valorar proyectos, estrategias empresariales o posicionamientos laborales.

Es, por tanto, indudable que la calidad de las relaciones que vivimos incide también en la calidad de las decisiones que tomamos. Las relaciones humanas establecidas con el paso de los años pueden abrir la mente a conocimientos más amplios y profundos del propio trabajo, del contexto en que se actúa y de las posibles perspectivas de cambio. Pero todo ello suele quedar relegado a la esfera de lo implícito o lo casual, en vez de llegar a ser el reconocimiento consciente del hecho de que “Tú eres un bien para mí”, como invita el lema de esta 37ª edición del Meeting de Rímini. Un Meeting que también tiene mucho que proponer a los que se dedican al mundo empresarial.

De hecho, la profunda reciprocidad de relaciones entre personas no solo vale para la vida privada sino también para la social y económica. Muchos problemas de candente actualidad hunden sus raíces en la falsa convicción de que es posible perseguir el propio interés prescindiendo del de los demás. La raíz de este individualismo ya es tan fuerte que ni siquiera los llamamientos éticos bastan para arrancarlo. Por lo tanto, hay que prestar atención a la realidad que se desvela en la experiencia de cada uno: la sustancial interdependencia entre nosotros, dentro de los lugares de trabajo y entre los diversos actores sociales y económicos. Cada trabajo depende de los que trabajan conmigo, de colaboradores que comparten su tiempo y sus habilidades, de proveedores en los que se confía y de clientes que se fidelizan.

Los ámbitos laborales donde estas relaciones no solo se “gestionan” o “toleran” como inevitables, sino que se viven conscientemente y se valoran, se hacen más innovadores desde el punto de vista económico y sobre todo llegan a ser generadores desde el punto de vista social. Las personas y las empresas que viven una conciencia profunda de esta interdependencia trabajan mejor, se expresan mejor y alcanzan metas interesantes, casi siempre ligadas al bien común. Llegan a convertirse en lugares donde la persona adquiere la experiencia de que trabajar juntos, reconocer la riqueza de la diversidad, compartir con claridad oportunidades y problemas, afrontar juntos límites y dificultades es algo positivo para la maduración personal y la construcción de una sociedad más auténtica.

Esto vale también para las relaciones entre las diferentes realidades presentes en la economía y en la sociedad. Las empresas y obras sociales que trabajan sin medirse con los demás y sin abrirse a nuevas sinergias corren el riesgo de naufragar entre la autocomplacencia y la presunta autosuficiencia. Quien, por el contrario, trata de colaborar y cooperar, superando desconfianzas y prejuicios, obtiene beneficios a pesar de que el camino común no siempre sea fácil. La experiencia del otro como un bien me parece fundamental no solo para el futuro de nuestra economía sino, sobre todo, para el futuro de la vida social, de nuestra democracia y de Europa misma.

No faltan análisis y debates que denuncian el individualismo y la maximización del beneficio como criterio exclusivo y la hegemonía financiera. Sin embargo, junto a ellos, necesitamos ante todo personas que en todos los ámbitos vivan cotidianamente de manera realista y consciente la experiencia del otro como un bien, para que luego puedan tomar consecuentemente decisiones económicas y políticas, de manera que se pueda madurar en esta experiencia.

En este sentido, es importante no confundir estas consideraciones con un nuevo “buenismo” que, como enseña la historia, provoca primero ilusiones y luego resentimientos. El otro es un bien porque existe, porque me obliga a responder, a asumir mi responsabilidad, sin instrumentalizaciones ni marginaciones. No es necesario que haya forzosamente una relación de simpatía, ni que siempre tengamos que estar de acuerdo: el otro, sencillamente, existe y mi libertad no puede prescindir de ese dato sin traicionarse a sí misma. Cuántas veces en la vida una relación considerada “difícil” se ha convertido en fuente de maduración personal, profesional o empresarial. Si nuestros lugares de trabajo pudieran valorar mejor esta experiencia a la que la propia naturaleza del trabajo nos invita, entonces podríamos tener más certeza en un futuro menos ideológico y más constructivo, menos dedicado a buscar pretextos y más arraigado en la responsabilidad de cada uno ante el bien del otro como un bien también para mí.