Europa: una grieta y una ocasión

Al final, la tempestad ha llegado. Imprevista respecto a los últimos sondeos, pero mucho menos sorprendente si ampliamos nuestra mirada hacia los últimos tiempos, a esa carga de miedos que con el tiempo se ha ido haciendo cada vez más pesada (las oleadas de refugiados, la crisis económica, el terrorismo), mientras los ideales que hicieron nacer la Unión se ofuscaban, las relaciones se iban desgarrando y por todas partes ganaba espacio un populismo nacionalista que solo usa la razón por partes pero que es experto en saciar apetitos inmediatos. El Brexit ya es una realidad, Gran Bretaña sale de la Unión. Se ha jugado con fuego demasiado tiempo y al final la casa ha salido ardiendo.

Impresiona releer ahora la pregunta del Papa que ondea en la última portada de Huellas, «¿Qué te ha pasado, Europa?». Francisco la formulaba a una Europa «cansada y envejecida, no fértil ni vital», donde los grandes ideales que la inspiraron «parecen haber perdido fuerza de atracción. Una Europa decaída que parece haber perdido su capacidad generativa y creativa. Una Europa tentada de querer asegurar y dominar espacios más que de generar procesos de inclusión y de transformación; una Europa que se va “atrincherando” en lugar de privilegiar las acciones que promueven nuevos dinamismos en la sociedad». Son palabras proféticas, y la mejor explicación posible para lo que acaba de suceder.

Qué nos espera a corto plazo; ya lo estamos viendo: mercados enloquecidos, turbulencias que durarán semanas –si va bien– y que en todo caso no aportarán beneficios más que a algún que otro especulador. Es como dar un paso atrás en una economía global que apenas había empezado a remontar una empinada pared dura de escalar después del colapso de 2008. El riesgo de una recaída en el precipicio es muy grande, y nos afecta a todos.

Se abre una incógnita enorme, algo nunca visto en la historia reciente. La separación no llegará mañana. Los expertos prevén que hará falta al menos un par de años para completar todos los pasos, rescindir los tratados, reescribir los acuerdos. Pero podrían ser «dos años de caos masivo», como ha declarado al New York Times Thierry de Montbrial, presidente del Instituto Francés de Relaciones Internacionales. Se corre el riesgo de que al primer pedazo de Europa que se separa se le añadan otros, que la oleada populista se convierta en una especie de maremoto. Hay que revisar las relaciones entre los aliados, no solo en la Unión sino en el resto del mundo (OTAN, Rusia, China, Isis…). En todo caso, se navega a mar abierto, en todos los campos. Algo que dábamos por descontado, que considerábamos obvio, ya no lo es. O al menos, ya no como antes.

En la revista Huellas encontramos numerosos ejemplos clamorosos del ya general «derrumbe de las evidencias», que ponen de manifiesto la imposibilidad de vivir apelando solo a valores, certezas y bienes que dábamos por ya adquiridos y que en cambio ya no lo son. Este momento –histórico, literalmente– nos pone delante el mismo desafío, de forma más nítida aún si es posible. Donde hasta ayer había una casa que parecía sólida –la casa de muchos de nosotros– hoy se ha abierto una grieta enorme, que supone riesgo de derrumbe y ruina.

Por eso hay que volver a esas palabras del Papa, a esa claridad de juicio, ya en las primeras palabras de su discurso al recibir el Premio Carlomagno: «La creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir de los propios límites pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella ha dado testimonio a la humanidad de que un nuevo comienzo era posible; después de años de trágicos enfrentamientos, que culminaron en la guerra más terrible que se recuerda, surgió, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en la historia». No es solo una imagen del pasado sino un llamamiento a la historia de Europa. Es un reclamo a su alma, a su ADN, a su momento presente. Dramático, fatigoso e incierto, casi tanto como en la posguerra.

Pero en sus últimas líneas aparece la tarea que se nos confía en este intento. «La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y de potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas. Sólo una Iglesia rica en testigos podrá llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las raíces de Europa». Esta es la ocasión que tenemos, ante el Brexit y ante la jornada que hoy nos espera, allí donde está cada uno de nosotros.