Manifestaciones en las calles de Brasil.

La renovación empieza en la persona

Zenit
Marco Montrasi*

A partir de una relectura del libro El yo, el poder, las obras de Luigi Giussani y de mi experiencia personal, me siento muy provocado, como todos, por el momento actual que vivimos en Brasil. En Italia viví un momento similar, en la época de "Manos Limpias", y ahora vivo aquí una situación diferente pero de la misma naturaleza.

En primer lugar, podemos ves que este problema de la crisis económica y política ligada a fenómenos de corrupción se manifiesta como una burbuja que estalla en ciertos momentos, en situaciones diversas, en diferentes lugares del mundo, pero siempre se trata del mismo fenómeno. El fenómeno de la corrupción sucede en todos los sitios y en todos los ámbitos donde la gente tiene relación con el poder, sea del tipo que sea. Pero si miramos un poco más a fondo, podemos ver que lo que está en juego es más que una crisis local económica o política. Lo que podemos observar en todos los ámbitos de nuestra sociedad es una crisis de humanidad.

Lo que está en juego es lo humano. Vemos que este fenómeno de la corrupción es como si fuera la punta o un aspecto de un fenómeno que afecta a lo humano, al hombre. Pero la humanidad no es una realidad abstracta. La humanidad soy yo. El primero en verse implicado, estando de algún modo ligado a los demás hombres (políticos o no), soy yo. Yo, siendo hombre perteneciente a esta humanidad en crisis, formo parte, entro en la definición de este fenómeno.

La palabra "corrupción" indica algo que se ha corrompido, que antes estaba unido, era bueno y adecuado. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué sucede que algo que está unido, que es bueno, un ímpetu humano bueno se corrompe? Si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que hay una tendencia a corromperse en lo que tenemos más unido. Está dentro de todas las cosas. Es como si la muerte, que en el fondo nos espera a todos, sembrara semillas ya dentro de la vida donde podemos experimentar este "corromperse". Por ejemplo, cuando nace un amor y dos jóvenes deciden casarse, nada parece turbar ese ímpetu positivo de estar unidos siempre, pero con el paso del tiempo ese ímpetu decae, es objeto de una fuerza que intenta corromper, intenta separar, intenta quitar lo que hay de bueno y bello, esa belleza de antes, del inicio. Cualquier cosa -la vida, la naturaleza- con el tiempo muestra una tendencia a corromperse.

¿Qué es lo más íntimo que tenemos? ¿Qué es lo más profundo y mío que yo tengo, y que también está sujeto a tal fenómeno? Es la primera palabra que aparece en dicho libro: el yo. El "yo" es lo más importante que tenemos y, sin la conciencia de qué es mi "yo", nos limitamos a dejar pasar el tiempo. Para empezar a disfrutar del tiempo, a vivir el tiempo, es necesario que suceda algo que me haga darme cuenta de quién soy, de qué es este "yo" que soy. Yo no soy solo este cuerpo mío, un conjunto de células que respira, duerme, camina. Hay ciertos momentos de la vida en los que empiezo a darme cuente de qué soy, de la grandeza que llevo dentro, de lo que porto conmigo. El nacimiento de la persona, del yo, sucede cuando, por algún hecho, me doy cuenta de que existo, que en mí vibra algo infinito. Por ejemplo, de nuevo, cuando nace una pasión: esa primera experiencia de enamorarse hace vibrar en ti algo de que antes ni siquiera percibías. Tú vives y sucede algo que te hace volver a casa contento y feliz. Saludas a tu madre como nunca lo habías hecho antes y ella se asusta: «¿Qué te ha pasado?». Esta experiencia genera después el deseo de volver a encontrarse con ese rostro, de volver a vivir esa experiencia, revivir aquello que empezó a hacerte vibrar. Toda experiencia de fascinación está llamada a ser buscada nuevamente por hacernos descubrir lo que es eso tan único que es el yo.

De modo que el yo es lo primordial, lo más hermoso que tenemos, lo que nos da el mayor gusto de vivir. ¿Pero qué es lo que lo determina, es decir, qué forma a este yo? ¿Cuál es la consistencia del yo? «Es ese elemento dinámico que, a través de las demandas y exigencias fundamentales en las que se expresa, guía la expresión personal y social del hombre. Brevemente, yo llamo "sentido religioso" a este elemento dinámico que, por medio de sus exigencias fundamentales, guía la expresión personal y social del hombre; es decir, la forma de la unidad del hombre es el sentido religioso. Este factor fundamental se expresa en el hombre mediante preguntas» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, p. 151). ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene discutir sobre estas cosas si de aquí a cincuenta, sesenta años, quién sabe qué será de nosotros? ¿Qué será de mis hijos? ¿Qué será de mis proyectos? Estas preguntas últimas, que generalmente alejamos de nosotros, nacen a partir de esta necesidad, de la necesidad de un infinito que vibra en nosotros. Esta es la constitución última de mi yo. Es lo que me hace vibrar, lo que vuelve a unir lo que antes percibíamos como separado, o casi ni siquiera percibíamos.

Únicamente a causa de esta experiencia nace un valor. El "sentido religioso", estas preguntas, estas exigencias últimas que me definen, que definen a todo hombre, es como si se unieran dando origen a los valores. De esa conciencia de la consistencia última de mí mismo nace el dar valor a las cosas. Cuando me doy cuenta de mi yo, de esta profundidad, de esta intimidad que vibra en mí, que me hace vivir y moverme, que me hace vibrar, es como si empezara también a nacer el valor de las cosas, y empiezo también a dar valor a las cosas (el valor de la persona, del amor, de mi vida, del otro). Cuando un valor se hace abstracto, empiezo a tratarlo todo como cualquier cosa. Eso sucede cuando pierdo la conciencia de mi yo, pues si no me doy cuenta de estas preguntas últimas que me constituyen, todo se hace relativo. La corrupción que vemos por todas partes empieza con una corrupción de mi yo, por esta pérdida de conciencia de lo que somos. Cuando perdemos esto, perdemos la conciencia del valor de las cosas, y así las cosas que están unidas se separan, se disuelven, y es fácil tratarlo todo como si fuera nada. Justamente, hablamos escandalizados del político corrupto que roba millones, pero eso es solo un reflejo de algo que tiene su origen en esta corrupción del yo. Por tanto, no es solo un problema de los demás, todos nosotros, cuando perdemos este sentido del yo, esta posibilidad de su descubrimiento continuo, perdemos el valor de las cosas.

La primera responsabilidad que tenemos es educativa: descubrir qué es este yo, redescubrir estas preguntas últimas y ayudarnos a recuperar todo esto. Dar inicio constantemente a este proceso, que no es obvio, es como unir los fragmentos de un hombre desgarrado que así puede empezar a dar valor a las cosas: a una botella, a un libro, hasta la forma de tratar el dinero y los asuntos públicos. Esta es la crisis profunda de la que vemos sus consecuencias. ¿De dónde viene esta debilidad? Desde el instante en que nos despertamos por la mañana, es como si estuviéramos sometidos a radiaciones invisibles que intentan quitarnos la potencia de la conciencia de nuestro yo. Desde que me despierto por la mañana, pongo los pies en el suelo y empiezo saliendo de casa, todo es como un tsunami invisible, como un «efecto Chernobyl», radiaciones que intentan corromperme sin que yo me dé cuenta. Esta es la fuerza de la mentalidad común, la fuerza del poder. El poder es esta fuerza invisible que intenta una y otra vez, con una energía absurda, debilitar este yo. Nosotros pensamos que todo va bien y no nos preparamos para vivir y combatir una fuerza así, peor que la amenaza de un fusil apuntándonos, porque si me quitan la conciencia del yo, todo pierde su sentido. Lo pierdo todo.

Si estamos dentro de esta situación en la que existe mi yo, que es esta fuerza y esta belleza, esto que cada uno posee, pero también estamos dentro de este flujo negativo del poder, entonces, ¿a qué estamos destinados? Don Giussani nos dice algo grandioso: «El hombre no está derrotado definitivamente: "No hablamos del poder porque tengamos miedo, hablamos del poder porque debemos despertarnos del sueño"» (Giussani citado por J. Carrón en La bellezza disarmata). La fuerza del poder no reside en el poder, la fuerza que tiene el poder no es nuestra impotencia, nuestro dormir, por el que con el tiempo ya no nos damos cuenta, ya no nos ayudamos, la sociedad deja de ayudarse, cada uno va quedando sordo y deja que esta fuerza lo arrastre, sin darse cuenta. La fuerza del poder es nuestra impotencia. No debemos tener miedo del poder, sino de las personas que duermen, de nuestro sueño. Continúa don Giussani: «Digo que el poder adormece a todos, lo más posible. Su gran sistema, su gran método es adormecer, anestesiar o, mejor aún, atrofiar. ¿Atrofiar el qué? Atrofiar el corazón del hombre, las exigencias del hombre, los deseos, imponer una imagen del deseo o de la exigencia diferente de ese ímpetu sin fin que es propio del corazón. Así crecen personas limitadas, determinadas, prisioneras, medio cadáveres ya, es decir, impotentes» (ibídem). Entonces, el poder solo tiene poder delante de nuestra impotencia.

El Papa Francisco dijo durante la homilía del 1 de enero, en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, citando a san Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». El Papa se preguntaba cómo podía ser que en el Imperio Romano, con toda la confusión que reinaba, con el pueblo judío prácticamente esclavo, con leyes que eran paganas, san Pablo hablara de «la plenitud de los tiempos». ¿Qué plenitud era aquella? O quien dijo aquello estaba loco o, según el Papa, quiere decir otra cosa. La plenitud de los tiempos fue el momento en que vino Cristo. Lo que dio plenitud al tiempo fue la presencia de Cristo. Entonces no había ninguna condición que estuviera en contra del hombre, porque lo que daba la plenitud no eran las circunstancias. Incluso en aquella época, que era peor que la nuestra. Debemos estar atentos porque podemos dejarnos llevar por el pesimismo, creer que ya nada es posible, perder la esperanza, mientras existen hombres (esta es la fuerza de la Iglesia) que nos muestran que también esta es la «plenitud de los tiempos». Ahora, en este momento confuso, vivimos esta «plenitud de los tiempos». Y el Papa dice: «Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo». Entonces, ¿cómo es posible? «Este río en crecida nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo». Y yo me pregunto: ¿este hombre ve lo que nosotros vemos? O tiene razón, o está loco. Cada uno de nosotros puede verificarlo, si está loco o si tiene razón, por cómo vive y por lo que nos muestra todos los días. Por ejemplo, viéndole en acción, lo que hace, que un día va a visitar a un mendigo en Roma y otro día va a ver a Raúl Castro a Cuba. ¿Por qué? Porque tiene la conciencia de vivir inmerso en un océano de misericordia que da consistencia al yo, que le hace nacer de nuevo, continuamente, que supera la fuerza del poder. Esta es nuestra esperanza, esta es la posibilidad de que el poder no venza. El poder no me vence cuando acontece una esperanza así, de encontrarse con hombres que viven así, es como si mi yo volviera a tener esa unidad. Y los valores vuelven, vuelve la posibilidad de vivir de una manera más adecuada. Es posible vivir esta experiencia, incluso dentro de la confusión y del caos, en un momento que parece terrible.

Entonces, la potencia de la misericordia, la posibilidad de un pueblo nuevo, emerge de un yo que renace y vence en medio de nosotros gracias al testimonio de hombres concretos. Sucede que yo vuelvo a descubrir este yo que vibra en mí, que vive, desea y empieza a dar valor a las cosas, que comienza a desear vivir de un modo diferente. Es dentro de este movimiento como podemos cambiar la sociedad, incluso la política. Porque la política es una forma de servir, no de ocupar espacios de poder. La política es un servicio. ¿Cómo es posible hablar de esto ahora? Parece absurdo. La política como servicio nace cuando yo tengo conciencia de qué es el hombre, cuando me compadezco de él. ¿Cómo me compadezco por el hombre? Cuando mi yo vibra, cuando siento la conmoción por mi propio yo. Solo eso da un valor nuevo a la vida. ¿Y cómo renace el yo? Dentro de un encuentro humano, que me da esperanza y me muestra una posibilidad nueva. Que este sea el momento de la plenitud de los tiempos es posible por esta misericordia. Solo así, dentro de un encuentro, el yo vuelve a tener conciencia de esta aspiración infinita y de sus preguntas infinitas.

Este momento tan difícil puede ser un momento de redescubrimiento, de refundación, a partir de un yo, de varios “yoes” nuevos que se sorprenden vivos, deseosos, sin miedo a entrar a fondo en las relaciones, en el trabajo, en un proceso nuevo. No será fácil, pero dentro de esto incluso en la política puede suceder un contagio del deseo de decir “yo” de esta manera. Contagio que sucede cuando el virus empieza en uno; comienza por uno, pero si en mí se da esta conciencia, entonces hay esperanza para el mundo entero.
*responsable de Comunión y Liberación en Brasil