Manifestación en Brasilia.

¿Por qué el gigante está en crisis?

Otoney Alcântara*

Tom Jobim, uno de los creadores de la Bossa Nova, movimiento musical brasileño de los años cincuenta, decía: «Brasil no es para principiantes».
Nunca ha sido tan evidente como ahora la complejidad de este país, el más grande de América Latina, el quinto del mundo en superficie, con una población de más de 200 millones de habitantes. Miembro del BRICS (asociación de las economías emergentes, con Rusia, India, China y Sudáfrica) y una de las diez economías más importantes del mundo. Aunque en este momento quizás ya no.

Hace no mucho tiempo, Brasil se presentaba como una gran promesa económica mundial, la séptima potencia económica del mundo en 2011, la segunda del continente americano, solo por debajo de Estados Unidos, y producía riqueza con un gran desarrollo de redes de mercado nacional e internacional, creando condiciones suficientes para convertirla en la cuarta potencia económica mundial antes de 2050. Pero entonces, ¿cómo se explica la crisis política, económica y social, acaso la peor de la historia, en que este gigante está inmerso desde 2015? Veamos algunos datos que pueden ayudar a entenderlo.

En marzo de 2016, diez millones de trabajadores con cartilla de trabajo estaban desempleados, el PIB previsto para 2016 tendrá una caída del 2,6% debido a la recesión, en abril se han cumplido 16 meses consecutivos de crisis política, la tasa de inflación oficial se acerca al 10%. En un reciente informe sobre el estado de la economía global, el Fondo Monetario Internacional ha dicho que el PIB brasileño no dejará de disminuir hasta 2017, cuando debería quedar estancado. Además, el fondo afirma que «el escenario económico en Brasil es incierto» y que «eventuales retrasos en el retorno a condiciones más normales pueden rebajar ulteriormente las previsiones (globales) actuales de crecimiento».

Resulta vertiginoso y demasiado contradictorio el hecho de que en tan poco tiempo la situación se haya deteriorado tanto, como un sueño que se convierte en pesadilla. El escenario es complejo y caótico, con muchas variables, pero tomemos en consideración algunos de los factores que, si bien no de manera exhaustiva, al menos sí son constitutivos de la crisis actual. La manera en que, en los últimos doce años, el "lulapetismo" (del ex presidente Lula, considerado aún el líder en la sombra, ndt) ha guiado al estado brasileño se ha radicalizado durante la "era Dilma", la actual presidenta Dilma Roussef. Puede verse por las decisiones tomadas: una economía basada en el ablandamiento de la política fiscal; el intento de forzar la devaluación del tipo de cambio y la caída de los tipos de interés; el incremento significativo y el reforzamiento de los mecanismos de intervención estatal en materia económica; los procedimientos del estado, por ejemplo, el notable aumento del gasto fiscal y parafiscal, con cientos de miles de millones de reales en préstamos del tesoro federal al Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social; la fuerte expansión de programas de ayudas sociales como Minha Casa Minha Vida y el Fundo de Financiamento ao Estudante do Ensino Superior; la gran flexibilidad respecto al nuevo ciclo de endeudamiento de regiones y municipios; la autorización de la contabilidad creativa por parte de los responsables económicos (lo que se traduce en trucar las cuentas públicas); los incentivos a los créditos al consumo y el consiguiente endeudamiento de las familias.

El impacto de esta política ha supuesto el retorno de la inflación, la disminución de la renta y del empleo, la ampliación de la máquina burocrática para acoger a los "amigos del rey" (113.000 cargos asignados en Brasil, frente a los 4.000 en Estados Unidos y los 600 en Alemania), que han pedido una política fiscal autófaga (que absorbe casi el 36% del PIB, frente al 24% de los Estados Unidos y Corea del Sur, el 29% en Japón y el 28% en Suiza). Todo esto ha generado un desequilibrio financiero que ha llevado a la reducción de las inversiones y que está en el origen de la crisis.

El segundo factor, no menos importante, es la operación Lava Jato (autolavado), la mayor investigación de Brasil sobre corrupción y blanqueo de dinero. Se estima que el volumen de los recursos desviados de la caja de Petrobras, la sociedad estatal más grande del país, se sitúan en el orden de miles de millones de reales. A esto hay que añadir todos los aspectos económicos y políticos relativos a aquellos que son sospechosos de sumarse a este sistema de corrupción. En marzo de 2015, la oficina del procurador general presentó al Tribunal Supremo 28 instancias de apertura de investigación penal para aclarar los hechos atribuidos a 55 personas, de las que 49 eran titulares de cargos políticos con inmunidad parlamentaria.
Dentro de este sistema, con al menos diez años de duración, grandes empresas organizadas en cárteles pagaron sobornos a altos funcionarios del estado y otros dirigentes públicos. La cuota de estos sobornos variaba del 1 al 5% del importe total de los contratos millonarios con facturas infladas (aterradoras las cifras que aparecen en las páginas web dedicadas a la operación Lava Jato).

La combinación de degeneración económica con el descubrimiento de la corrupción a niveles inimaginables ha llevado a la población a organizar manifestaciones en la calle. Después de la campaña más feroz desde las elecciones de 1989, Rousseff fue reelegida presidenta de Brasil con el 51,6% de los votos. Desde entonces hasta hoy, a través de las redes sociales, se han convocado varias manifestaciones que en el arco de pocos meses han hecho salir a la calle a más de 12 millones de personas pidiendo que se acusara a Rousseff y se castigara a todos los implicados en ese sistema corrupto. La historia de Brasil nunca ha registrado estos niveles de participación, con la consecuente pérdida de apoyo popular al Gobierno, lo que actualmente significa el rechazo por parte de casi el 70% de la población.

Además, en 2015 se decretó que el Tribunal Federal Supremo hiciera de árbitro cuando un grupo político, en la oposición o en el gobierno, no estuviera satisfecho con el resultado de una decisión del Congreso, de modo que las cuestiones políticas se ven continuamente "judicializadas", puestas en discusión por la magistratura. Aun con muchos contratiempos y a pesar de ciertas decisiones discutibles, este decreto ha racionalizado los conflictos políticos y, entre éxitos y fracasos, puede decirse que ha supuesto en cierto modo una mejora de la situación general en un momento de total falta de consenso y legitimación en el ámbito político. Por otro lado, indica que la clase política es incapaz de resolver conflictos de su competencia, demostrando en cierto sentido su fracaso.

Por último, hay también una cuestión general previa y transversal a todos los sujetos hasta ahora descritos: el llamado presidencialismo de coalición. En Brasil, el presidente de la República es elegido directamente por el voto popular, pero los representantes parlamentarios (también elegidos directamente) pueden pertenecer a partidos distintos al suyo, lo que implica la necesidad de establecer una coalición, es decir, que el presidente necesita aliados mediante acuerdos entre partidos, con el reparto de carteras ministeriales y alianzas entre fuerzas políticas sin afinidad programática previa, con el fin de conseguir en el Parlamento el mínimo consenso necesario para gobernar. Este es el origen de varios intentos de cooptación del poder legislativo por parte del ejecutivo.

Todos estos factores, unidos en una combinación rocambolesca, llegan a su culmen con la apertura del proceso acusatorio de la presidenta Dilma Rousseff, que consiste en un procedimiento judicial y político aprobado por la Cámara de Diputados el 17 de abril, con 367 votos a favor y 137 en contra. La causa ha pasado al Senado, que la está discutiendo estos días.
Los senadores podrán confirmar la decisión de los diputados y aprobar el proceso, o bien archivar la investigación sin examinar el fundamento de las denuncias, aunque el escenario parece favorable a que el Senado confirme la acusación.

El momento es muy dramático para el pueblo brasileño, en concreto para los grupos más pobres de la población, que ven cómo las conquistas económicas y sociales, resultado de veinte años de políticas sociales inclusivas, se derriten como nieve al sol. Estas políticas sociales se diseñaron antes de que llegara el PT de Lula, pero fue durante su gobierno cuando se unificaron y asumieron un papel central. Para comprender estas políticas sociales, merece la pena mirar brevemente la evolución reciente de las relaciones entre Estado y sociedad en Brasil. Según el sociólogo Anete Ivo, es posible distinguir cuatro fases en esta evolución.

En primer lugar, la «invención de la ciudadanía». Comenzó en los años ochenta, con el proceso de re-democratización, una fase guiada por el nuevo sindicalismo y diversos movimientos sociales, además de las redes asociativas y los partidos de oposición al régimen. El principal resultado fue la Asamblea Nacional Constituyente y la consiguiente Constitución de 1988, con notables progresos en los derechos humanos, políticos y sociales.
La segunda fase es la «deconstrucción», o reorientación de los principios constitucionales de los derechos sociales. Esta etapa, a lo largo de la década de los noventa, estuvo marcada por la «subordinación de los principios universalistas a la política de los costes sociales», mediante acuerdos fiscales y la estabilización monetaria. La tercera fase es la del «consenso» en la lucha contra la pobreza, focalizada en los programas sociales. Este periodo va de finales de los noventa a mediados de los años 2000 y evidencia «la urgencia de acciones de integración social». La última fase se caracteriza por una mayor eficiencia en la gestión de los programas, con la «política de los mínimos sociales», es decir, la centralidad de las políticas de transferencia directa de renta para la población más pobre (como la Bolsa Familia de 2003, ndr).

Hoy se añade otro hecho: una parte sustancial de la población ha tomado conciencia de su propia importancia, como sujeto político y como contribuyente fiscal, y exige una democracia no solo formal sino también sustancial, donde el Estado esté obligado a devolver en forma de servicios de calidad, con la transparencia propia de una república, lo que recauda vorazmente. Es la necesidad de que el bien común, aunque no todos sean plenamente conscientes, se convierta en el ideal político.

Este es sin duda un momento épico para la nación brasileña, un gran paso adelante en la conciencia de sí. En este sentido, las acusaciones surgidas en el bloque gubernamental –que se trata de un “golpe institucional”– ni siquiera han movilizado a la militancia del PT, el Partido de los Trabajadores, el de Roussef. Los sectores mayoritarios de la sociedad, como la magistratura, las fuerzas armadas, el colegio de abogados y el Congreso nacional, contemplan favorablemente la continuación de estos cambios. Solo el tiempo dirá si tienen razón, pero hemos llegado a un punto de no retorno.
Como diría Fernando Pessoa: «Navegar es preciso, vivir no es necesario».
*abogado especialista en Derecho constitucional y laboral