Una calle de Alepo

Alepo, una Pascua que dura todo el año

Avvenire
Andrea Avveduto

«Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado». Así se felicita la Pascua en Alepo, con esta fórmula antigua y solemne. La certeza de ese "verdaderamente" parece casi desafiar la presunción de los que -a pocos metros de distancia- querrían robar a esta fiesta cristiana su alegría y significado. La ciudad devastada por la guerra civil respira por fin las primeras brisas primaverales después de un invierno frío y violento. Bajo el pórtico de la iglesia latina, la noche del sábado santo, cuesta caminar entre los abrazos de la gente. El día anterior, durante el Vía Crucis, estaban allí casi todos. Pero en la vigilia pascual, es difícil que en la iglesia dedicada a San Francisco entre un pueblo entero. Muchos se quedan en pie, con la vela en la mano, absortos en su oración, esperando esa luz que es la única que puede caldear el corazón y la mente. El silencio que se respira parece casi increíble.

Los cristianos de Siria esperaban la Resurrección, significado último de sus interminables sufrimientos, de un pueblo que parece llamado a «vivir siempre el Viernes Santo». La alegría, la fiesta, los cantos, mientras Alepo mira con cauto optimismo las noticias de esos días. «Esta maldita guerra terminará. Inshallah». «Si Dios quiere», repiten. Solo el día anterior nadie se lo podía haber imaginado. Casi 2.000 personas en la misa, de todos los ritos y confesiones. «Nunca ha estado la iglesia así», murmuran por los bancos. Latinos, melquitas, ortodoxos, maronitas. Aquí lo llaman "ecumenismo de la sangre", una unión dictada por las circunstancias que con el tiempo se ha convertido en sincera amistad. Tal vez sea mérito de la frágil tregua que entró en vigor hace unas semanas, pero también de una ciudad que quiere volver a vivir. Y pronto. Aunque ni siquiera esto puede explicar esa riada de gente que ordenada y lentamente desfila por las naves de la basílica decimonónica. Y es que el coraje y la fe de los cristianos de Alepo es difícil de explicar.

Aún se oyen las bombas desde el convento que nos aloja. Un oasis de caridad dentro de un desierto humano. De noche, Alepo sigue siendo una ciudad fantasma. Cuando ha caído el sol, solo las estrellas iluminan lo que queda de ella. De vez en cuando, el ruido de las explosiones nos recuerda que no estamos solos. El débil acuerdo entre las potencias occidentales parece haber calmado -al menos en parte- los ataques a los cristianos. Si antes, en toda Siria, eran casi el 6% de la población, hoy son menos de la mitad. En Alepo muchos optaron por huir y probar suerte ultramar. «Eso significa que muy probablemente no podremos construir iglesias nuevas cuando esta locura haya terminado», afirman los obispos, unánimemente preocupados. «Los que ya no tienen parroquia vienen a nosotros -explican los hermanos de la Custodia de Tierra Santa- y nosotros los acogemos a todos». Según el padre Firas, «en la ciudad había una tradición muy antigua y querida por todos. El Viernes Santo todos los fieles hacían la visita de las siete iglesias». Pero hoy solo quedan en pie cinco, «así que es un poco difícil...». Suena casi a broma, pero es una realidad cargada de drama y contradicción.

Los automóviles han vuelto a circular, pero la gente aún se muestra desconfiada. En vísperas de la fiesta se respiraba cierta aprensión, algunos temían que pudieran repetirse los atentados de años pasados. Pero ni siquiera el miedo a un bombardeo ha bastado para frenar la determinación de los cristianos. Para llegar a la iglesia, había que superar numerosos puestos de control repartidos por toda la zona. Los policías cacheaban a todos los extranjeros, convertidos en sospechosos. Hace varios años que en Alepo no se ve a un turista. Entonces era una ciudad maravillosa, con soberbios palacios de arabescos, símbolo de un lugar acogedor y próspero, de los que en algunos barrios no queda más que un cúmulo de escombros. Imposible contar las casa destruidas. «Más de cien parroquianos se han visto afectados, entre enero y febrero», cuenta el párroco, el padre Ibrahim. Signos indelebles de un conflicto que aún se combate a unos cientos de metros de aquí. La iglesia está a pocos pasos de la zona controlada por los rebeldes, junto a una línea fronteriza precaria, defendida con piedras y sacos de basura. El ejército regular está cansado y hambriento, como toda la población, abandonada a sí misma. Los cristianos no padecen sufrimientos distintos a los demás, pero están orgullosos de estar allí. En sus ojos brilla esa luz encendida en el cirio pascual.

Entre ellos está George, ingeniero. Ha perdido su casas tres veces, porque siempre estaba demasiado cerca de la línea fronteriza que dibujaban los bombardeos. Su despacho también ha quedado destruido por completo. Pero no se cansa de dar gracias: «Gracias a Dios estoy vivo, el Señor me quiere mucho, ha salvaguardado mi vida y no dejo de pedirle». «Una fe que quita el aliento», pensaba el padre Samar, animador litúrgico, cuando fue a buscarlo después de los bombardeos que lo destrozaron todo. A su lado está Alexander, cirujano, que se quedó viudo poco después de que comenzara la guerra. Hace un año perdió también a su hijo, Joseph, víctima de un ataque de mortero. «Jesús es mi única esperanza»: dice que esto es lo que ha aprendido después de ver lo que el hombre es capaz de hacer. La iglesia parroquial, ese lugar que antes solo visitaba los domingos, se ha convertido en su casa. «Los hermanos están pendientes de mí como nadie. Con ellos he experimentado la presencia y el amor del Señor. Alabado sea Dios». Él también estaba en misa para celebrar con toda la comunidad la esperanza cristiana.

Cuando se apagan las luces, el silencio es absoluto. «Cristo es la luz del mundo», entona el padre Ibrahim, siguiendo la antigua liturgia que introduce la madre de todas las vigilias. A pesar de todo, también en Alepo es la fiesta de la Resurrección. Una fiesta visible ya en los rostros resplandecientes de sus cristianos, signo de una Pascua que -impresiona decirlo así- dura todo el año.