«La belleza imprescindible de la unidad»

La homilía del cardenal arzobispo de Milán en la misa por don Giussani y por la Fraternidad de Comunión y Liberación, el 16 de febrero de 2016.
Angelo Scola

1. «Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios» (Gen 3,7-8). Al inicio de este tiempo santo de Cuaresma el Libro del Génesis, con notable eficacia narrativa, nos pone delante de nuestro pecado y de la vergüenza que deriva de él.
El hombre ya no es capaz de mirar ni al otro ni a la realidad según su verdad; su condición de criatura finita deja de ser apertura al don del Creador; su habitar en el mundo se hace sospechoso, hostil e incluso depredador.
En estos primeros días del tiempo de Cuaresma, la Iglesia no teme ponernos ante el mal que cometemos. Es más, reclamándonos al Sacramento de la Reconciliación, quiere que sintamos vergüenza, porque –como nos ha recordado el Papa Francisco– «el que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la vergüenza es una gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace humildes» (Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia, Planeta 2016). Es la “brecha” a través de la cual Dios rico en misericordia vuelve a ponernos en camino. Decía el trágico poeta y escritor Oscar Wilde: « Ah, dichosos aquellos cuyo corazón puede romperse y conquistar la paz del perdón (...). ¿Cómo podría entrar en él nuestro Señor si no es a través de un corazón quebrado?» (Balada de la cárcel de Reading).

2. Celebramos la Eucaristía con ocasión del XXXIV aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad y en el XI aniversario del fallecimiento del queridísimo Siervo de Dios Mons. Giussani. Y lo hacemos en el Año del Jubileo de la Misericordia que el Papa ha querido convocar para toda la Iglesia. El Año Santo constituye una ocasión privilegiada para educarnos en el pensamiento y en los sentimientos de Cristo, perspectiva dentro de la cual nuestra Iglesia ambrosiana quiere vivir esta Visita Pastoral. También lo es por su capacidad para iluminar la comprensión del mundo actual. Lo repito a menudo, el narcisismo es una clave de la cultura contemporánea y, por tanto, de la mentalidad común con la que hombres y mujeres viven, aman, trabajan cotidianamente. Es un replegarse del yo sobre sí mismo que prescinde de todo vínculo en una afanosa afirmación de sí. Alguien, recientemente, me ha hecho observar de manera muy adecuada que el nuestro es un narcisismo que alcanza los dolorosos efectos del autismo. No se trata sólo del hecho de que prescindo del otro, sino que acabo siendo incapaz de relacionarme con él. Así el hombre se condena a la soledad, escondiéndose como Adán y Eva. De este modo su existencia, llamada a ser sal y luz del mundo, se vuelve sosa, se acomoda bajo el celemín (cfr. Mt 5,15).

3. Y aún así, incluso dentro de esta amarga experiencia, que corre el riesgo de abolir lo humano, Jesús Resucitado muestra su potencia salvadora.
Sea cual sea la situación en que cada uno de nosotros se encuentre, el Señor sale a su paso y le llama: «Hijo mío, no olvides» (Prov 3,1). “No olvides”: una invitación muy querida a Mons. Giussani. Él nunca dejó de indicar la memoria como contenido concreto y cotidiano de nuestra existencia: «La memoria es nuestra misma persona (…), [porque] aquello de lo que mi persona está hecha, es Otro» (L. Giussani, Afecto y morada, Encuentro, Madrid 2004, 28).
La memoria como reconocimiento de Cristo presente en la Iglesia es la posibilidad, permanentemente ofrecida a nuestra libertad, de una relación cotidiana e impelente con el origen de nuestra existencia. No hay camino seguro si no parte del reconocimiento de la Presencia de este origen bueno de nuestro existir. En la memoria de Cristo está la fuente inagotable de la comunión y de la misión, de esa comunión vivida que es sal de la tierra y luz del mundo (cfr. Mt 5,13-14).

4. En este contexto quiero ahora, como arzobispo vuestro y únicamente en virtud de esta responsabilidad que me ha confiado la Iglesia, ofreceros algunos puntos de reflexión que podrían serviros como objeto de diálogo, guiados por la autoridad del movimiento, a la que no pretendo sustituir. Ni tampoco podría hacerlo.
Los factores mediante los cuales se vive la comunión y se realiza la misión de un movimiento en favor de la Iglesia y del mundo son dos:
a) la obediencia al carisma original, que asegura el bien de la unidad;
b) la libertad como responsabilidad para adherirse a Cristo según la forma en que ha salido a mi encuentro.
En la comunidad cristiana, la libertad es sostenida en última instancia por la autoridad constituida. Una autoridad siempre en tensión al servicio de la memoria de Cristo, precisamente como garantía de la verdad del origen. Una autoridad que, por ello, “conviene” objetivamente a la libertad y que nos llena de agradecimiento, pues hace posible el camino personal y comunitario. Rige, sostiene y, cuando es necesario, corrige nuestras libertades en camino.
Esta obediencia, que tiene su paradigma en la obediencia misma de Cristo al Padre, no sería tal si no fuera expresión de una libertad verdaderamente comprometida en primera persona. Una libertad que no se ahorra la verificación, que no delega la propia responsabilidad, sino que se expone continuamente, sin miedo ni vacilación, al diálogo, venciendo cualquier reserva y evitando cualquier relación que no sea auténtica con la autoridad.
En la vida de la Fraternidad cada uno está llamado al seguimiento del carisma que el Espíritu dio a don Giussani tal como llega hoy hasta nosotros.
Permitidme un apunte. Es oportuno evitar, por parte de todos, una deletérea tentación, que a menudo reaparece en la historia de la Iglesia, de las órdenes religiosas y de los diversos carismas. En la necesaria y continua identificación con la experiencia y el pensamiento del fundador, no hay que buscar confirmación para la propia interpretación, considerada, incluso de buena fe, como la única adecuada. Esta posición genera dialécticas interminables y conflictos de interpretación paralizadores.
El encuentro entre obediencia y libertad es lo que abre de par en par a la misión.

5. Queridos, el don recibido al encontrar el carisma de don Giussani en el movimiento de Comunión y Liberación, para vivir plenamente la gracia del bautismo, tiene como horizonte el mundo entero. Su objetivo exhaustivo es que nuestros hermanos los hombres puedan conocer y amar a Jesucristo en la Santa Iglesia.
Os agradezco el compromiso personal, comunitario y social que vivís diariamente en vuestros respectivos ámbitos educativos, de caridad, de cultura y en la sociedad. Reconozco la labor de muchos de vosotros que se implican de forma directa, junto a los fieles de nuestra comunidad diocesana, en los lugares (sobre todo zonas pastorales, decanatos, comunidades pastorales y parroquias) en los que la Iglesia particular que vive en Milán trata de llegar, de manera capilar, al corazón del pueblo ambrosiano. Os animo a continuar con este testimonio coral.

6. Jesús invita a los discípulos a colaborar en Su obra de salvación: «Vosotros sois la sal de la tierra. (…). Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13-14). Jesús entrega su Evangelio –poco antes de estas palabras había pronunciado las bienaventuranzas– a aquellos que empezaron a seguirle y que a los ojos del mundo solían parecer insignificantes. Jesús les confía a ellos, personal y comunitariamente, su misión: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).
Las imágenes utilizadas por el Evangelio –la sal de la tierra, la luz del mundo– dicen con claridad que el testimonio de los cristianos parte siempre del sujeto que por gracia ha encontrado a Jesucristo y tiene, por su naturaleza, un valor personal, comunitario y social. El testimonio es ofrecido al Padre que está en los cielos, a los ángeles y los hermanos, los hombres, con los que se comparten todos los ámbitos de la existencia. No se reduce al necesario buen ejemplo, sino que tiende al conocimiento adecuado de la realidad y, por eso, más allá de todos los límites del testigo, contribuye a comunicar la verdad. Las formas que este testimonio, sobre todo en su dimensión pública, tendrá que asumir serán, en cada momento preciso, objeto de un juicio de comunión bajo la guía última de la autoridad, juicio siempre anclado al contexto histórico en el que estamos llamados a ser precisamente sal de la tierra y luz del mundo.
La belleza imprescindible de la unidad se expresa, como nos pide el Papa Francisco, en vivir para la misión, en vivir donando la vida, en vivir por la gloria del Padre. Este es el camino que el Señor abre de par en par ante nosotros como camino al cumplimiento de la persona y de la comunidad. No hay tiempo ni espacio para otra cosa, hoy menos que nunca.

7. Confío a cada uno de vosotros y a todas vuestras familias, especialmente a todos aquellos que pasan por dificultades, a la protección maternal de la Virgen, «fuente viva de esperanza». Amén.