La familia Redondo.

«Queríamos una hermana… y llegaron trece»

Enrico Grugnetti

Una típica tarde de otoño en el sur de Florida: 30 grados centígrados y una humedad del 80%. Casa Redondo está situada en una de las muchas zonas acomodadas de Miami. Es una casa grande, rodeada de palmas, plantas caribeñas y árboles de papaya. La parte más bonita es el patio de atrás, un pórtico de veinte metros por cinco, con piscina al aire libre. Nos reunimos todos en el salón, al fresco del aire acondicionado. Todos los Redondo están presentes: el padre, José Pedro; la madre, Vickie; el primogénito, José Pedro (Joe); y la segunda, Victoria. También están Alicia, la madre de Vickie, y María del Carmen con Gloria María, hijas de un primo de José Pedro que llegaron hace poco de Cuba para intentar buscarse la vida en los Estados Unidos.

José Pedro nació en La Habana, que dejó a los doce años junto a su familia, pocos meses después de la revolución castrista. Vickie es de Caguas, una ciudad de Puerto Rico, no muy lejos de San Juan. Se casaron el
28 de diciembre de 1975. Ambos estudiaban psicología y decidieron trasladarse a Massachusetts, donde hicieron el doctorado y empezaron a trabajar. Durante esos diez años en Massachusetts se alejaron progresivamente de la fe. Después se mudaron a Miami. Pronto llegó Joe y tres años después, Victoria.

José Pedro y Vickie sintieron entonces la necesidad de volver a acercarse a la fe, de volver a sus raíces, a aquel ideal de belleza que habían visto en su juventud, pero no lograban encontrar un lugar donde se sintieran realmente en casa. Al final, llegaron a la parroquia de Santa Ágata porque había una escuela especial para chavales con dificultades de aprendizaje.
Era la escuela perfecta para Victoria. Gracias a la amistad con el párroco, Felipe Estévez, y con la directora, Carlota Morales, conocieron el movimiento. «El inicio de esta amistad fue precisamente nuestra hija», explica Vickie: «Pero luego siguió incluso después de que Victoria terminara la escuela media». Luego Estévez fue nombrado obispo y Carlota Morales pasó a dirigir otra escuela. Un día, Carlota la llamó: «Vickie, no puedes ni imaginarte lo que nos propone monseñor Estévez... Me ha pedido que busque familias disponibles para acoger a estudiantes italianos durante todo el curso escolar. Es absurdo. Le he dicho que es imposible. Ninguna familia aceptará una propuesta así. Imagínate que le pasa algo a alguno de esos chicos... ¡No puede ser!». A lo que Vickie respondió: «Carlota, no podemos decirle no al obispo. Además, es amigo nuestro». José Pedro también pensaba que había que decir sí. «Empezamos a proponérselo a algunos amigos», continúa José Pedro, «pero la respuesta era siempre más o menos la misma:
"Es una idea preciosa y está bien para vosotros, pero no para nosotros".
Luego conocimos a Pepe y Fernando, que trabajaban en un proyecto de intercambio entre estudiantes de escuelas europeas y americanas. Nos pareció evidente que eran hombres de fe y pensamos que podíamos probar, así que decidimos ayudarles».

Pepe y Fernando son de Comunión y Liberación, igual que los chavales que estaban por llegar. Vickie lo cuenta así: «No sabíamos absolutamente nada del movimiento. No teníamos la más mínima idea de lo que era. Nada más decirle "sí" al obispo, fuimos a buscar Communion and Liberation en Google». Pepe y Fernando encontraron familias para acoger a los jóvenes italianos gracias al empeño de los Redondo. En agosto de 2007 llegaron siete chavales del Instituto Sacro Cuore de Milán.

Prosigue Vickie: «Al principio, las familias que aceptaron acoger a los italianos nos decían cosas como: "¿Pero por qué estos chavales nos proponen rezar todos los días antes de comer? Nosotros no estamos acostumbrados a rezar juntos todos los días. Y luego nos hablan de seguir, ¡pero si nosotros no seguimos a nadie! ¿A quién deberíamos seguir?". Estaban un poco asustados. Pero luego nos dimos cuenta de que eran chavales como los demás.
Eran adolescentes normales, a los que les gustaba hacer las mismas cosas que hacen los chavales de aquí, pero tenían ese amor por la vida, por la belleza de las cosas, por la amistad. Eran felices, por ejemplo, con el simple hecho de sentarse fuera en el patio y cantar juntos. Para mí era algo asombroso».

«Como padres, lo más importante que deseábamos comunicar a nuestros hijos era la fe en Jesucristo», dice José Pedro: «Joe había empezado su primer año de universidad en Cornell, en el estado de Nueva York. Yo sabía que allí se iba a encontrar con un ambiente contrario a la fe. Me daba miedo que él también se alejara. Cuando conocimos a Agnese y Sara, las primeras italianas que acogimos, y vimos que eran capaces de dar razones de su fe, que la utilizaban para entenderse mejor a sí mismas, para comprender por qué era razonable estudiar, cómo relacionarse con sus amigos, entender qué es una amistad verdadera, entonces nos dijimos: este movimiento nos interesa». En los años siguientes, acogieron a 13 jóvenes procedentes de Milán durante todo un curso escolar, y en verano a otras dos, sobrinas de amigos.

Cada acogida es una novedad, señala José Pedro: «Lo hemos visto muchas veces. Por ejemplo, cuando a una chica de Miami le diagnosticaron un tumor maligno, su grupo de amigas se puso a cantar "friends forever, friends forever". Pero me llamó la atención que las únicas amigas que acompañaron a esta chavala enferma fueron las que eran del movimiento.
Seguían a una Presencia que les hacía capaces de estar delante de una situación así». Aunque a veces les ponen a prueba. «No dejan de ser adolescentes como todos, cada uno con una personalidad diferente. A veces ha sido difícil. Recuerdo, por ejemplo, una vez que varias de ellas querían ir a una fiesta privada donde yo sabía que no habría ningún adulto y sobre todo que había muchas posibilidades de que circulara droga. Les dije que no les daba permiso y ellas no se lo tomaron bien. Pero al día siguiente, cuando oyeron ciertos relatos sobre cómo había ido la fiesta, me dieron las gracias». Una familia que trasciende las fronteras geográficas.
«También ha habido momentos de tristeza, como cuando tuvimos que acompañar a una de ellas por la muerte de su padre».

Desde entonces, los Redondo entraron de lleno en la vida de la comunidad.
«Ha sido una revolución para nuestra vida y continúa hoy», dice José Pedro.
«Nunca habríamos podido prever la belleza del carisma de don Giussani.
Nunca habríamos previsto que el encuentro con estas personas pudiera ser la respuesta a nuestro deseo de vivir la vida de la Iglesia con más intensidad». Compartiendo la vida, la de todos los días, lo que implica el sacrificio de tener que afrontar incomprensiones y dificultades. Es un camino para conocer al otro.

Victoria siempre había expresado a sus padres el deseo de tener una hermana.
Lo hacía a su manera, es decir, con mucha insistencia. Cuando le preguntas qué han aportado todas estas chicas a su vida, responde así: «El Misterio y la familia». Le pregunto lo mismo a Joe, que es más locuaz: «Estas chicas han cambiado mi vida y la de mi familia para siempre. Victoria y yo siempre quisimos tener otros hermanos. Qué ironía que Victoria pidiera insistentemente una hermana y Dios le ha mandado trece. Pero más que todo eso, lo que nos han traído consigo, es decir, el movimiento».

Para Joe, el impacto fue un poco traumático: «Creo que he sido el que más se ha opuesto al hecho de traer gente a casa. Me daba miedo que rompieran el orden que había. Además, culturalmente hablando, era un poco raro meter a desconocidos en casa. Una chica italiana que no sabe inglés... Cuando llegaron las primeras chicas, era mi primer año en Cornell. Y cuando volvía a casa, ellas eran lo que menos me interesaba». «Si los encuentros de CL eran en un sitio, él iba en dirección contraria», añade su madre, Vickie.
«Para decirlo todo, al principio pensaba que a mi familia se le había ido un poco la cabeza», replica Joe. «Salía al patio y me encontraba allí a un grupo de teenagers, encima chicas, alrededor de la mesa y además tres o cuatro señores que no tenía la más mínima idea de quiénes eran... Allí estaban todos cantando, y se trataban de una forma muy afectuosa. Yo miraba a mi familia y pensaba: ¡aquí tengo que hacer algo! Pero con el tiempo, a medida que fui conociendo a aquellos hombres extraños, empecé a entender qué era lo que había entrado en mi familia de un modo totalizante. Pues yo también, siguiendo a mis padres, había empezado a participar en un grupo católico de mi escuela». «El nuestro ha sido un camino de curación de nuestros errores», dice Victoria riendo.

Continúa Joe: «Cuando obtuve el diploma, tenía muy claro que no tenía ninguna intención de seguir en ese grupo. No tenía nada en corta, pero no había encontrado nada que moviera realmente mi corazón. Y de repente me encontré con este cambio radical, como el día y la noche. De repente, todo, mis padres, que lo habían intentado por tantos caminos, estaban inmersos totalmente en esta historia que ni siquiera habían entendido muy bien de qué se trataba».

Vivir en Nueva York es un desafío duro para un chaval nacido y criado en
Miami: «Hacía frío, nieve, 15 grados bajo cero. Para ir a misa los domingos tenía que recorrer más de una milla. Entonces la pregunta se hacía muy
concreta: ¿por qué tengo que ir a misa?
Pero esa pregunta no habría nacido en mí si no hubiera sido por la presencia que había visto en Miami, por la amistad que nacía entre las chicas que llegaban a casa, mis padres y las personas que venían a verlas, como esos Memores Domini. Habría sido muy fácil para mí abandonar todo lo que había aprendido. Pero esas chicas no se me iban de la cabeza, y no eran ellas en particular sino lo que habían traído».

La amistad con las chicas italianas permanece intacta hasta hoy. De hecho crece con el tiempo. «Hay una relación especial con cada una de ellas», explica José Pedro. «La intensidad cambia, pues cada una tiene su personalidad. Pero en cierto modo nuestro corazón nos llama a estar abiertos y disponibles, como haría un padre. Las tenemos presentes en nuestra vida.
Por ejemplo, intentamos acordarnos siempre de llamarlas por su cumpleaños.
Rezamos por ellas todos los días». El "parentesco" que les une a estas chicas se ha ampliado hasta llegar a sus familias, a las que los Redondo han tenido la posibilidad de conocer en Italia en varias ocasiones, nos cuenta José Pedro. «La primera vez que fuimos al Meeting de Rímini conocimos a todas las familias de las chicas que habíamos acogido. Fue un momento precioso».

Desde 2007, Casa Redondo se ha ido convirtiendo poco a poco en la casa de la comunidad. «Cuando hay ganas de estar juntos, o algo importante que celebrar, nos reunimos aquí. Llegamos a ser 150 personas en este mismo patio en enero de 2012, cuando vino a vernos Carrón. El mes pasado las comunidades de CL de Florida se reunieron en Miami para la Jornada de apertura de curso. Cantos, lecciones, misa, y después todos juntos a cenar a su casa. Éramos unas cincuenta personas». Una vida en movimiento.