La «piedra descartada» que nos permite volver a empezar

Alessandra Di Pilla

¿Por qué presentar este libro? Y sobre todo, pregunta Giuseppe Capaccioni, responsable de CL en la comunidad de Perugia, por qué esa insistencia en mirar de frente a las circunstancias de la realidad y esa sugerencia de un método para poder hacerlo. A nosotros, hombres de nuestros días, nos cuesta aprender de lo que vivimos, y eso se ve en el hecho de que cada vez nos hacemos menos preguntas. La llegada de la crisis ha puesto en duda nuestra percepción de la realidad como positiva. Pero también nos ha obligado a volver a plantearnos las preguntas más importantes.

Tras escuchar la canción La mente torna, tomó la palabra el cardenal Bassetti, que valoró especialmente la sobriedad del libro, una virtud social necesaria en un contexto donde cada vez más a menudo se grita y se genera división antes de intentar comprender las razones del otro, y su capacidad para escuchar las necesidades del hombre moderno. «No debemos tener miedo a ser sobrios así», afirmó el cardenal. La ternura evangélica es la virtud de los fuertes, de aquellos que "heredarán la tierra", es fruto del Espíritu y de la educación profunda de la persona. Con ternura actuó Juan Pablo II, que incluso cuando estaba muy enfermo no pedía otra cosa que seguir a Cristo; y Benedicto XVI, que mostró que el Papado es un servicio y no una forma de poder; y Francisco, cuya pastoral se arrodilla delante de los últimos y los que sufren, a los que el nihilismo deja al margen, descartándolos como si fueran invisibles. En cambio, a los ojos de Dios, nadie es invisible, cada uno es único.

La personalización de la fe es el núcleo de la enseñanza y pedagogía de don Giussani. Su método, más que una antropología, es un humanismo completo que entra en lo sobrenatural. «Me ha sorprendido», señaló el cardenal, «descubrir que Carrón utilizó la expresión "belleza desarmada" a propósito de los terribles atentados de París, planteando esta pregunta: pero nosotros, cristianos, ¿creemos todavía en la capacidad que tiene la fe que hemos recibido de provocar un atractivo en aquellos con los que nos encontramos? ¿Creemos todavía en la fascinación victoriosa de su belleza desarmada?».

La fe -hoy más que nunca- es una piedra descartada, que se encuentra en medio de muchas otras; la fe es siempre un encuentro, una relación de amor con Cristo, y no una imposición de reglas y normas. Hoy que Europa está atravesada por la violencia, que Occidente está invadido por una confusa "ideología de la libertad", que vive una crisis de sentido, hay que volver a empezar por Cristo. ¿Pero cómo podemos hacerlo sin caer en el moralismo o en el fundamentalismo, en el contexto de una sociedad cada vez más secularizada? El recorrido de Carrón se desarrolla en torno a dos pilares: el sentido religioso y la presencia pública de los cristianos en la sociedad. La responsabilidad del hombre es comprometerse para responder a las preguntas del sentido religioso. Hoy parece que el hombre ha quedado aplastado, la emergencia educativa es mayor que nunca. «Pero la Iglesia», prosiguió el arzobispo, «¡nunca abandonará al hombre! En su reciente discurso a la Rota Romana, el Papa Francisco aclaró que no puede haber confusión entre la familia y cualquier otra formación. ¡Pero nunca podemos dividirnos, nunca podemos separarnos de nadie! No podemos abandonar a nadie. Nuestra tarea es ayudar a cada hombre en su búsqueda del infinito. Se lo digo siempre a los jóvenes: ¡mirad a lo grande, mirad lejos! En esta grandeza está la identidad profunda de la persona». Don Giussani distinguía entre presencia reactiva y presencia original. «Nosotros no hemos entrado en la escuela», decía, «para llevar un proyecto alternativo, sino para llevar lo que salva al hombre». Este es el corazón pulsante del cristianismo. Podemos ser la sal de la tierra si testimoniamos el esplendor de Cristo. Esta presencia se caracteriza por un estado de alegría, no de consternación o de luto. El cardenal concluyó así: «¿Qué nos hace felices? La alegría es hacer bullir en nosotros la certeza de la felicidad eterna; es la reverberación de la certeza de la felicidad del eterno».

Para el profesor Mauro Bove, el libro es precioso, porque afronta sin adornos el problema de Dios y de lo humano en el mundo contemporáneo. No se presenta como una crítica a una forma de gobierno, a una estructura social, a una serie de medios de producción. En el centro sitúa la contemporaneidad de Jesús como Dios encarnado en la Iglesia: no en la "institución", matizó el profesor, sino en las personas. Y esa característica distintiva se abre al relato de una experiencia vivida. «Yo veo a la Iglesia en las personas sencillas, en mis alumnos, entre los que cito a Lorenzo, que ha dado un sentido y una luz a su brevísima vida ante un destino abrumador, que me ha dejado, a mí que prácticamente no lo he conocido en vida, en el inicio de un camino de amistad». El libro propone un método convincente: el acontecimiento cristiano puede volver a suceder en el encuentro con otro hombre. «En resumen, es una persona que encuentra en otra el eco conmovedor de aquella mirada y aquella palabra de Jesús a la Magdalena: "¡María!". Esa mirada es la "belleza desarmada", y es una imagen bellísima».

También se mostró positivamente sorprendido el profesor por la «lanza que rompe a favor del Estado laico, cuando Carrón dice que la verdadera revolución cristiana no viene de la imposición de leyes cristianas sino del renacer del hombre cristiano». Aunque no se puede imponer ningún valor, aunque las brutalidades del siglo XX han llevado al abandono de las ideologías, «no hay que olvidar que el hombre no puede carecer de visiones de fondo y de conjunto si quiere dar un sentido a su propia vida y una dirección al poder como instrumento para el bien común».

Con pasión y sinceridad, Bove empezó entonces a plantear dudas y preguntas, pero de nuevo partiendo del relato de su experiencia personal. «No sé si soy creyente, no creyente o agnóstico. La educación me ha infundido un fuerte sentimiento de Dios, pero no consigue entrar en mi inteligencia. La expresión de Simón en Cafarnaún («Jesús, si nos alejamos de ti, ¿adónde iremos?») resuena en mis vísceras y cuando, de vez en cuando, voy a ver a don Francisco, su voz me conmueve siempre, tan... ¡irracionalmente! Pero no comprendo a ese Misterio que yo siempre llamo "el mudo", y siendo casi una sensación de rebelión». Esta mezcla de "cinismo, escepticismo y nihilismo" hace problemático poder acoger las hipótesis sobre el hombre y sobre Dios que Carrón ofrece en el libro. «¿De verdad podemos decir», preguntó, «que el hombre es un corazón que aspira a la belleza, a la verdad, a la bondad, a la justicia, a la felicidad, de modo que el método consiste en despertarlo para que pueda captar su verdadera naturaleza? La historia parece desmentirlo es indicarnos más bien que los hombres aman más las tinieblas que la luz».

Eso que llamamos civilización aparece como un proceso de limitación de una naturaleza caracterizada por la vanidad, la destrucción y la voluntad de poder. Por lo que respecta a la hipótesis sobre Dios, incluso admitiendo que el hombre es necesidad de infinito y tiene nostalgia del Padre, eso no constituye una prueba de la existencia de Dios, no es fuente de revelación de un Dios que sigue escondido y mudo. Si todo lo que nos sucede es un signo que el Misterio nos ofrece para nuestro cumplimiento, eso no explica el dolor, sobre todo el inocente. ¿Por qué un Dios bueno debe tolerar el dolor y la persistencia del mal en el mundo? Aún más: la hipótesis de un Dios revelado en la historia a través de su Hijo no responde a la exigencia de sentido. Promete la vida eterna, pero no explica la vida terrena. Si Dios existe, ¿por qué ha tenido la necesidad de crear el mundo?

Junto a las preguntas que suscita, el libro contiene algunas invitaciones que compartir: tener una relación positiva y dinámica, no pasiva, con la realidad; ensanchar la mirada para que circunstancias que parecen negativas puedan incluso ser ocasiones de un nuevo inicio. Se recoge también la provocación sobre la emergencia educativa y la gran necesidad que existe hoy de hombres "de verdad", hombres "libres". «La inquietud en sí misma genera pasión, aunque aún no se haya encontrado respuesta a la necesidad de sentido». Escuchándole, se nota la dramaticidad de esta posición tan humana, que entre la desilusión y la esperanza se convierte en una exigencia llena de lealtad: «¡Sed generosos! Yo creo que el mundo cristiano puede regalar una propuesta donde Dios no sea el punto de partida, sino el punto de llegada. Si emerge una vida humana, entonces puede haber una implicación, que incluso puede llevar a Dios. Caminemos de la mano, sin condiciones iniciales, que corren el riesgo de cerrar en vez de abrir».

Carrón aceptó el desafío inmediatamente, «porque», como dijo entre bromas, «un buen torero se ve con buenos toros». El punto de partida es la realidad, ella es la que despierta las preguntas. La fe cristiana parte de una realidad, el encuentro con uno que te dice: «¡María!» de una forma que te conmueve. No un discurso sobre Dios sino la sorpresa de encontrar a alguien que te hace decir: «¡Nadie ha hablado nunca así!». El origen de la fe cristiana es encontrar una presencia así de fascinante. Como en la experiencia del amor. Conoces a una persona y dices: «Es él», o «Es ella». ¿Es una casualidad? El acontecimiento es lo más parecido a una "casualidad". El interés surge en el impacto con un hecho que te interesa para vivir, y que llegado a un cierto punto se te impone, descubres que lo llevas encima. Esta es la experiencia más parecida a la de la fe. ¿Qué les pasaría a Juan y Andrés? El origen no fue un silencio, una ley, una moral, sino el impacto con una presencia que no pudieron evitar. ¿Por qué? ¿Qué clase de plenitud suscita esta presencia que no puedo quitármela de encima? Entonces surge la pregunta: «¿Quién eres tú?». O lo niegas, o eliminas esta experiencia, o bien la reconoces. El Misterio no es "mudo", no es sinónimo de "ignoto", de "silencio". Para los cristianos, Misterio quiere decir una presencia por exceso, a la que no logramos dar una explicación exhaustiva. Se preguntaban: «¿Quién es este?» no por lo que faltaba, sino por lo que sobreabundaba. ¿Por qué aquellos pescadores expertos lanzaron las redes? Es como si dijeran: «Puesto que estamos acostumbrados a la desproporción de tu medida, ¡lanzamos las redes!». Allí había una grandeza presente, no podían evitar reconocer esa sobreabundancia. La fe es esta sobriedad, esta sencillez, que llama pan al pan y al vino, vino. Respecto al sentido de la creación, a por qué hemos nacido, podemos entenderlo cuando nos enamoramos. Entonces decimos: «Esto es, ahora comprendo, ¡era para conocerte a ti!». La creación, el big bang, es una explosión de amor dentro de la Trinidad: Dios nos ha creado para poder compartir este amor. Ha creado al hombre, a uno que lo amara libremente, que le pudiera decir incluso no. Al crearte, ha amado más tu libertad que tu salvación. La Iglesia ha tenido que hacer un largo camino para entender que solo se puede amar libremente. En la parábola, el Padre no ata al hijo que quiere marcharse de casa. El hombre ha preferido marcharse del Paraíso. Da igual el tiempo que necesitemos (a veces la vida entera) para volver a darnos cuenta de quién es ese Padre que nos ama, Él nos espera siempre, nos sigue esperando en casa.