Algunos chicos de Kdol, Camboya.

El mundo entero en un transbordador sobre el río Mekong

Padre Luca Dal Bo

Nunca habría pensado que un simple transbordador podría llegar a ser un lugar tan interesante. Tengo la sensación de haberme encontrado con más gente allí arriba que en tierra firme. Sé que no es así, pero cada vez que subo en ese barco, me encuentro inmerso en una multitud tan heterogénea que me parece el mundo entero: khmer, cham, vietnamitas, budistas, musulmanes, mujeres jóvenes con niños colgados por todas partes, ancianos cargados de pesca camino del mercado, grupos de estudiantes con el uniforme escolar, familias pobres apretadas como sardinas en el sillín de una mísera motocicleta, familias ricas cómodamente sentadas en grandes coches, autobuses llenos de pasajeros confusos entre maletas, turistas de varios colores, vendedores ambulantes de todo tipo, policía uniformada, tanta gente sencilla...

Varios rostros de esa multitud me resultan familiares, pero muchos otros son siempre nuevos, a pesar de que ya llevo unos cuantos años tomando regularmente este transbordador para cruzar el río Mekong. De hecho, es el único modo de pasar al otro lado, a Stung Trong, donde se encuentra nuestro centro de estudiantes.

A veces hay que esperar más de una hora hasta que llega, se llena y emprenda la travesía de ese kilómetro de agua que separa las dos orillas. «Tiempo perdido», pensaba al principio. «Tiempo especial», pienso ahora. Es un poco como cuando te encuentras en la sala de espera de una estación o de una consulta médica. Estás allí, en medio de muchas otras personas en su mayoría desconocidas, esperando. Un momento bastante embarazoso, que cada uno intenta cubrir como puede. Aquí, en Camboya, es diferente. Aquí, aunque no te conozcas de nada, se empieza a charlar fácilmente. De hecho el saludo habitual (nuestro «Buenos días») en camboyano es una pregunta: «¿Dónde vas?», y esto puede dar comienzo a una larga conversación con cualquiera, hasta con un forastero grande y barbudo como yo.

Recuerdo una vez que era el último trayecto de la jornada y yo acababa de terminar de hablar por teléfono. Un hombre de rostro un poco siniestro, que evidentemente había oído mi conversación y me había escuchado hablar khmer, me preguntó como es habitual dónde iba, y a aquello siguió toda la clásica serie de preguntas: «¿Dónde vives?», «¿en qué trabajas?», «¿estás casado?» (en Camboya hay un concepto muy tolerante de privacidad...). Cuando supo que yo era un "líder" cristiano en la zona, de pronto se entusiasmó: «¡Ven a mi pueblo! ¡Abre una iglesia! ¡Y una escuela!». Me pidió el número de teléfono y unas semanas después fui a verle. De momento, por falta de energías, aún no hemos llegado a hacer nada.

En otra ocasión tuve una larga charla con un hombre musulmán sobre nuestras religiones. Él estaba haciendo el ramadán y todos los días tenía que ir a trabajar con el estómago vacío para mantener a su familia. Su tono sosegado, las preguntas sinceras e interesantes que me planteaba, me llamaron la atención profundamente.

Sin duda en el transbordador hay realmente un mundo por descubrir. Como Nott, cuarenta años, de los que ha pasado más de la mitad alcoholizado. Un día decidió cambiar de vida, oyó decir que necesitaban gente para trabajar en el transbordador y aprovechó la ocasión para alejarse de su pueblo y empezar a ganar algún dinero. Cuántas veces conversamos juntos, apoyados en la barandilla. Sentí una sincera estima por aquel hombre capaz de romper con un vicio tan arraigado. Desgraciadamente discutió con la dueña del transbordador y se marchó. Hace unos días le vi, lo que me dio una gran alegría, y estaba trabajando cerca de una barca. Espero de corazón que continúa su nueva vida.

Incluso la dueña del transbordador, aunque después de un inicial periodo de desconfianza cubierto con medias sílabas (cuando venía a cobrar), se terminó convirtiendo en habitual compañera de viaje. Llegando a ser ella la que muchas veces intervenía de repente cuando alguno me preguntaba por mi "estado matrimonial", afirmando, casi con un punto de orgullo: «No está casado, es célibe como nuestros monjes budistas, ¡pero lo es para toda la vida!». Lamentablemente, también ella, hace unos meses, tuvo que irse. Con sus modales bruscos se había atraído la enemistad de demasiada gente y, después de un año de quejas, el Ministerio de Transportes decidió revocarle la licencia.

Varias veces me he encontrado también con turistas barang (occidentales): algunos ciclistas mejor o peor equipados, otros centauros con motos de gran cilindrada, o grupos organizados por alguna agencia de viajes. Hay incluso quien ha venido a mi casa, como Eveline, una francesa de veinte años que estaba dando la vuelta al mundo ella sola con su bicicleta. Aquel día yo iba de excursión con los colaboradores de la misión, nos la cruzamos en el transbordador y bastaron pocas palabras, y un poco de confianza en el prójimo, para que se convirtiera en una nosotros.

En la lengua camboyana, la expresión "atravesar el río en transbordador" también se usa para indicar el parto de una mujer. El parto, igual que la travesía de las aguas traicioneras, es siempre un riesgo. Pienso en Ming Touch, que esta semana ha dado a luz a una preciosa niña de casi tres kilos. Pienso en María cuando dio a luz a Jesús, lejos de casa, en un establo. Pero no son las únicas. Dicen que la vida es un parto continuo, un continuo renacer: salir de uno mismo, retomar cada vez el camino, y atravesar los muchos "ríos" que parecen interrumpir nuestro camino.

El transbordador me reclama al hecho de que todos estamos juntos en este camino. También me enseña a romper un poco esas prevenciones que nos encontramos dentro e intentar ir al encuentro del otro, del extraño que va a mi lado porque está atravesando el mismo "río" que yo. Una vez leí que en la era de Facebook uno se puede encontrar a mucha gente, pero en cierto modo son encuentros filtrados, seleccionados, hechos a la medida de nuestro perfil, y eso nos priva de la posibilidad de conocer a personas nuevas, diferentes a nosotros, ajenas a nuestro mundo, y dejarnos sorprender por su imprevisible riqueza. El Gobierno ha anunciado para el nuevo año la construcción de un puente que ocupará el puesto del transbordador. Atravesar el río será más fácil, más rápido y menos arriesgado. Pero tengo que ser sincero, no es una noticia que me alegre, pues perderemos el "riesgo" de tener encuentros imprevistos, forzados a los tiempos lentos y a los espacios restringidos del transbordador.

¡Me olvidaba de Visna! Hace unos meses lo veía mucho en el transbordador, con sus pantalones raídos, gastados por su necesidad de arrastrarse por el suelo, pues sus piernas son rígidas y no le sostienen. Vive pidiendo caridad, pero todavía es joven, tiene menos de treinta años. Es huérfano, y desde pequeño probablemente nadie se ha interesado nunca por él de verdad. Por otro lado, según la mentalidad común, si él es así es su problema, se lo debe haber merecido en alguna vida precedente; darle un puñado de riels, como limosna, es más que suficiente. Por tanto, Visna está acostumbrado a que lo miren desde arriba. Pero cuando subí al transbordador, me topé con su mirada e intercambiamos una sonrisa, resonaron en mí aquellas palabras de Jesús que dicen: «El más pequeño entre vosotros es el más grande en el Reino de los Cielos». Cuando veo ciertos cochazos de lujo llegar al transbordador y ocupar el espacio de otros, me imagino que sería bueno que de pronto se encontraran delante de Visna para... inclinarse. Como los Reyes delante del Niño. De hecho, Jesús se hizo pequeño y eligió a los pequeños como sus representantes: «Lo que hagáis al más pequeño entre vosotros, a mí me lo hacéis». El próximo mes, Visna irá a estudiar al Centro para discapacitados de los jesuitas en Phnom Penh. Después de haber llamado aquí y allá, parece que hemos conseguido encontrar el lugar adecuado para él. Está muy contento. Nosotros también.