Un barrio de Damasco destruido por la guerra.

«Lo que más necesitamos es la fe»

Ya hace un mes que volví a Damsaco. Intentaré describir mi vida en esta ciudad. Mejor dicho, nuestra vida, nuestra vida unida en Dios. Al principio tenía mucho miedo, tenía que afrontar muchos desafíos, muchos peligros. Por un lado, debía preocuparme por mi salvación y la de mi familia, por otro debía procurarme lo esencial para vivir: agua, alimento, medicinas. Así empezó mi batalla cotidiana con el mal, vivida junto a la compañía de Jesús.

Cada mañana me despierto, abro los ojos y miro la imagen de Jesús encima de mi cama. Antes de levantarme pido la fuerza del Espíritu Santo para que me permita vivir sano y salvo la jornada. Luego despierto a los niños, les miro y rezo para que también ellos puedan estar a salvo y yo pueda volver a verlos. Mientras van a la escuela, oigo el ruido de los proyectiles y las explosiones, y en esos momentos me quedo inmóvil, el corazón me late con fuerza, me siento envuelto en la oscuridad. Después, de pronto, veo una gran luz, la imagen de Jesús, y ese miedo terrible desaparece siento realmente su mano y su voz que me dice: «No tengas miedo, sé fuerte. Estoy contigo».

Salgo de casa, subo al coche para ir al hospital, pero siguen sonando los proyectiles. Antes de salir, miro la cruz que cuelga del espejo retrovisor y le pido a Cristo que me custodie, a mí y a mi familia. Por la calle veo grupos de niños que van de camino a clase. Se ríen y bromean alegres, a pesar del sonido de los proyectiles, y me dan ganas de reír con ellos. El camino atraviesa zonas controladas por los terroristas, y yo tengo que pasar forzosamente por allí. Es terriblemente peligroso, pero la cruz que oscila y brilla ante mis ojos me da fuerza y esperanza. A veces me vienen a la mente los rostros de las hermanas y hermanos que estaban conmigo en Rusia. Sus voces, sus ojos, su sonrisa me acompañan en esos momentos terribles, me aferran y me muestran la presencia de Jesús.

En el hospital, empieza mi trabajo con los pacientes, trato de atenderles sin recurrir a medicinas porque no tenemos suficientes para todos. Pero debemos ayudarles, y entonces trato de hablar con ellos en un idioma especial que aprendí en Rusia. No, no es el ruso, es el idioma de la vida, el idioma del amor, el idioma de Jesús.

Hace tres semanas, un día realmente duro, por la tarde, estaba en casa con mi familia hablando por Skype con mis hermanas de la casa de Memores en Moscú. De pronto oímos un rugido terrible: una bomba había caído a 500 metros de casa. Luego vinieron otras. Los niños y mi mujer tenían miedo, pero seguimos hablando con nuestras hermanas. Aunque era una situación terrible, yo no tenía miedo, me sentía seguro mientras conversábamos. Algo me hacía estar seguro de que la fuerza de la vida vence sobre las bombas y sobre la muerte. Con gran estupor por mi parte, diez minutos después de que las bombas dejaran de caer, todos los vecinos empezaron a accionar las bombas para sacar agua, porque llevábamos cinco días sin ella. Estaban contentos, habían olvidado el horror de las explosiones.

Cuando estuve en Rusia discutíamos con nuestras hermanas y hermanos sobre la posibilidad de irnos con la familia a Italia. Les dije que quería volver a Siria porque allí había gente que me esperaba y que me necesitaba. Hace una semana, un amigo italiano me llamó para preguntarme si estaba contento con mi decisión de vivir en Siria. Le respondía que estoy tan contento y satisfecho porque tengo claro qué es lo que me ha hecho tomar esta decisión. Vivir en Siria es realmente difícil, terrible, pero cuando veo esta felicidad y esta esperanza en los ojos de la gente que tengo al lado, me olvido de la dureza y de la fatiga.

Mis amigos y yo, aquí en Damasco, intentamos hacer todo lo que podemos por estas familias que necesitan ayuda, que realmente necesitan muchas cosas para vivir. Cuando nos reunimos los grupos de voluntarios con los sacerdotes y las religiosas para hablar de sus necesidades, yo me he sorprendido diciéndoles que para mí lo más necesario es vivir nuestra fe, es lo único que nos permite hacer visible la misericordia de Dios y su presencia.

Souleiman, Damasco