El padre Ibrahim Alsabagh entre los escombros <br>de una iglesia católica en Alepo.

Nos roban las fuerzas y el futuro

El grito de dolor del párroco franciscano de la iglesia de San Francisco de Alepo. Crónicas de una ciudad martirizada. Donde, a pesar de todo, alguien sigue «esperando contra toda esperanza»
Padre Ibrahim Alsabagh*

Siria está viviendo una tragedia en el presente y está perdiendo su futuro. Es particularmente evidente aquí, en Alepo, ciudad mártir de esta sucia guerra. No hay cifras precisas a nivel nacional, pero en nuestra realidad local de los últimos tres meses –los más difíciles, por ahora– casi el 10% de mis parroquianos se han marchado, en un proceso inenarrable de emigración interior (hacia otras ciudades) y exterior (fuera de Siria).

En todas las estructuras que establecen la convivencia civil asistimos a un vaciamiento del país, sobre todo de jóvenes varones: ingenieros, médicos, directores de escuela y profesores de todas las asignaturas y niveles. En nuestra parroquia de San Francisco también vemos este goteo que afecta a todos los grupos parroquiales y asociaciones. Un pequeño ejemplo: en estos últimos meses hemos tenido que nombrar nuevos responsables del coro para sustituir a los que nos han ido dejando progresivamente, y tenemos que contentarnos con gente menos preparada. Ahora sabemos lo que quiere decir la falta de colaboradores expertos, de los que “han tirado del carro” durante muchos años en la parroquia.

Esta migración que afecta tanto a tantas personas y a familias enteras es espontánea y desordenada. La gente que huye se expone a peligros no menos graves que quedarse en Alepo bajo las bombas, aun a riesgo de perder la vida, como testimonian las tragedias que se consuman en el mar o por las rutas terrestres. Varios casos de familias emigradas, una vez ya a salvo, han sufrido la “ruptura” de la propia familia, pues los padres no consiguen superar la primera fase, durísima, de adaptación, el llamado shock cultural. O bien por el cambio repentino en las condiciones de vida, que influyen mucho psicológicamente, con la pérdida de la paz interior, haciendo a las personas muy vulnerables.

Nosotros, los hermanos que somos responsables de esta parroquia en Alepo, intentamos hacer lo imposible para frenar esta hemorragia, apoyando tanto a las personas como a las familias de todas las formas posibles. Pero no podemos obligar a nadie a quedarse y mucho menos, por otro lado, animar a nadie a marcharse. Con la prolongación de esta situación de caos total y de falta de seguridad, de electricidad y de agua, de gasóleo, de alimento, de trabajo, no es nada difícil comprender por qué tantos deciden marcharse.

Europa debe saber acoger la palabra sincera y directa del Papa Francisco, que insistentemente ha invitado a su vez a acoger a los refugiados, que reitera el deber de reconocer las verdaderas razones de esta emigración para poder intentar resolver los dramáticos problemas que están en su raíz. Esto es fundamental, pues significa cambiar la forma de hacer política, pasando por una profunda “conversión” del pensamiento y de la acción. Pero lamentablemente varios países persisten –cuando lo hacen– escuchando solo la primera parte del reclamo del Papa, cerrándose e ignorando totalmente la segunda (y más difícil) parte.

Sobre el tema de la acogida de refugiados, nuestro juicio, fundado en la experiencia, nos dice que hay que expresar la caridad, pero la caridad en la verdad. Hay que abrir las fronteras y hacerse cargo de todas las personas que sufren, sin distinción, pero también es necesario no dejar nunca de discernir y valorar: muchos de nuestros hermanos cristianos que se han ido a Europa nos cuentan que durante el viaje se han encontrado con gente que también había emigrado como ellos, pero que llevaban dentro la “semilla” del Estado islámico, y estaban tan convencidos de su impunidad que hablaban en voz alta sin ningún escrúpulo.

No nos cansamos de repetir que abandonar Siria a su suerte, a todo Oriente Medio, sería un drama para toda la humanidad. Pero también que esta situación es ya un daño incalculable para el testimonio de la presencia histórica de Cristo, una herida lacerante infligida al anuncio del Evangelio, que nunca debería de resonar en esta tierra. El Señor no ha dado permiso a nadie para arrancar el árbol del cristianismo plantado y arraigado aquí desde hace dos mil años, regado por la sangre de los mártires y el testimonio de innumerables santos. Y al decir “nadie” no me refiero solo al fundamentalismo islámico sino también a nosotros, que somos la bimilenaria Iglesia de Oriente.

Con esta tarea, en nosotros está la certeza de que Dios está presente también hoy, también aquí, entre los escombros de Alepo, que “las puertas del infierno no prevalecerán” y que el Señor siempre hace nacer un “plus” de bien para quien le ama, incluso de un mal. Nosotros seguimos animando a nuestra gente a “esperar contra toda esperanza”, llevando con coraje la cruz de cada día. Como decía san Juan Crisóstomo en una carta escrita durante su último exilio, las nubes negras y las tempestades que atraviesan toda la historia de la Iglesia ya anuncian un “tiempo hermoso” que llegará mañana. En nuestra oración cotidiana encontramos la energía necesaria para seguir viendo con los ojos del corazón que hay algo bello y luminoso que nos espera después de esta tempestad, a toda la Iglesia de Oriente: es la espera, no vana, de un tiempo nuevo para el testimonio y la difusión del Reino de Dios.
fraile franciscano y párroco de la iglesia de San Francisco en Alepo


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