El Papa Francisco en Estados Unidos.

La política de la misericordia

El viaje de Bergoglio está dejando descolocados a todos, empezando por los líderes con los que se reúne. Ahora también en Cuba y Estados Unidos. Porque da testimonio de otra forma de ver el mundo. Y deja abierta una pregunta
Davide Perillo

Apenas superada la mitad del viaje, es demasiado pronto para hacer balance, más aún con un evento que tendrá un alcance histórico, en sentido literal: se verán sus efectos en los próximos años. Pero se puede señalar algún punto de reflexión sobre la peregrinación del Papa a Cuba y Estados Unidos.

Primer punto: el Papa ya es un líder global, quizás el único. Y lo es sin hacer política. No tiene un programa político en sentido estricto, aunque la diplomacia vaticana haya vuelto al centro de la atención del mundo y aunque sus gestos en particular tengan efectos a escala global. Más allá de la reanudación del diálogo entre Cuba y EE.UU, pensemos en la oración que detuvo los bombardeos americanos sobre Siria. Este impacto político es una consecuencia -tal potente como natural- de su verdadero mensaje, que es el de ser «misionero de la misericordia», anunciador de Cristo y de su mirada al mundo. Todo nace de ahí, todo remite ahí. Sin tácticas, pero con una radicalidad total.
Eso es lo que, paradójicamente, genera el diálogo. Construye puentes, como todos le reconocen.
El Papa no le dice a Raúl ni a Fidel, como tampoco se lo dice a los americanos, empezando por Obama: «ok, dejemos a un lado las cosas fundamentales, esas que no vemos de la misma manera, y hablemos de cosas sobre las que podamos llegar a algún acuerdo». No, al contrario. Parte de lo esencial, de Cristo, y de su manera de mirar al hombre, al otro, al mundo (inolvidable la homilía sobre la mirada de Jesús a Mateo en la plaza de la Revolución). Es como si preguntara: ¿os interesa esta forma de mirar las cosas?, ¿os interpela?, ¿suscita preguntas?, ¿ofrece una perspectiva sobre los problemas que debemos afrontar?
Por eso, al verlo actuar uno se queda con la boca abierta. Todos sorprendidos y conmovidos. Porque nacen puentes donde nadie pensaba que pudiera suceder, es así. Pero también porque cualquiera puede intuir en cierto modo que se trata de otra cosa, hay otra cosa en juego. Algo más que el diálogo que se ha abierto.

Segundo punto: todo esto sucede en una total continuidad con sus predecesores. Hay un hilo rojo muy robusto que en estos días emerge de forma particular, aún más marcada de lo habitual. No solo porque en Cuba (y en EE.UU) han estado tanto Juan Pablo II (en 1998, prácticamente en otra era...) como Benedicto XVI (en 2012). Sino porque revisando esas visitas, releyendo esos textos, hay algo que llama la atención. Cada uno era, obviamente, él mismo, con su forma de estar, su lenguaje: del acento exclamativo del Papa Wojtyla («¡escuchad la voz de Cristo!») a la gentil invitación de Benedicto XVI («queridos amigos, no dudéis en seguir a Jesucristo; en Él encontramos la verdad sobre Dios y sobre el hombre»), y a la exhortación paterna de Francisco («queridos jóvenes cubanos, si Dios mismo ha entrado en nuestra historia y se ha hecho hombre en Jesús, si ha cargado en sus hombros con nuestra debilidad y pecado, no tengan miedo a la esperanza, no tengan miedo al futuro, porque Dios apuesta por ustedes»). Pero todos tienen una sola preocupación, que no cambia ni una coma mientras el mundo alrededor va cambiando de rostro: anunciar a Cristo, por el bien del hombre.
Los padres que había en la plaza de La Habana escuchando a san Juan Pablo II vieron lo mismo que sus hijos delante de Benedicto y Francisco. El gobierno de Cuba ha tenido que medirse con la misma invitación.

Ahora bien: ¿qué efectos tiene sobre la política mundial, cada vez más líquida y mutable, el hecho de que exista un punto tal estable? Un reclamo continuo, insistente, tenaz, a la misma cuestión racial, el Destino y el bien del hombre.
Es difícil ponerse en la piel de Raúl Castro o de Obama, pero podemos imaginar qué puede significar para un político tener que enfrentarse a un interlocutor que no juega al ajedrez, que en la relación contigo no le interesa llegar a orillas, alianzas, pesos y contrapesos para defender los propios intereses. Solo le preocupa el bien. El tuyo y el de tu gente. Y el de tus "adversarios". Uno del que te das cuenta de que te puedes fiar. Es un factor que por sí mismo descoloca. Interpela siempre, a veces llega a poner en marcha lógicas imprevisibles. Ha sucedido en Cuba, abriendo espacios de libertad y poniendo en marcha el proceso que está volviendo a acercar a la isla a Norteamérica. Será interesante ver si sucede y cómo en los Estados Unidos.

Llegamos al último punto: EE.UU. Es un impacto poderoso, un desafío. Durante décadas el catolicismo allí se ha identificado con categorías políticas (conservadores o progresistas) o éticas: los católicos son los pro-vida, los anti-gay, etcétera. Un "grupo social", más o menos como los latinos, los negros u otros segmentos, cuyo impacto en la sociedad se mite en términos de influencia y de poder.
Ahora que este esquema es cada vez más fugaz, que la llamada culture war va tomando un cariz cada vez menos favorable a los católicos y a su visión del mundo, la visita de Francisco puede ayudar a plantearse una pregunta radical: ¿qué es la fe? ¿Es solo la defensa de ciertos valores sacrosantos, o es algo más? Es una cuestión que nos interpela a todos. Y que nos hará seguir aún con más atención las etapas del viaje del Papa.