El presidente Obama recibe al Papa Francisco.

Una alternativa radical

Un viaje histórico que, con su parada en la ONU, toca los temas más candentes de nuestro tiempo e interpela a todos: demócratas y republicanos, progresistas y conservadores. Y a la propia identidad cristiana
Mattia Ferraresi

El catolicismo americano está atravesando un momento de claridad confusa. No es un juego de palabras. Es una fórmula imperfecta sobre la paradoja que supone interpretar un doble fenómeno. Por una parte, la confusión generada por la ruptura de estructuras y sociales y tradiciones cuya defensa se había convertido en una tarea fundamental para los cristianos comprometidos con la vida pública. El último ejemplo ha sido la aceptación inequívoca del cambio cultural en materia de matrimonio por parte del Tribunal Supremo, igual que hizo hace más de cuarenta años en relación al aborto. Por otro lado, la claridad generada precisamente por la pérdida de esos clavos a los que anclar batallas ideológicas en defensa de un orden tradicional. No se puede apelar a los valores como fundamento de la fe cuando a su vez los valores empiezan a ceder.

En este contexto resulta aún más inservible y obsoleta la antigua división, arraigada en todo Occidente pero especialmente en los Estados Unidos, entre católicos conservadores y progresistas, entre el activismo estridente de los alfiles de la culture war y los tímidos reconciliadores de la fe con la sociedad post-cristiana, los que seleccionan del Magisterio aquello que es acorde a las preocupaciones sociales del partido demócrata y descartan al resto. Las circunstancias parecen sugerir la necesidad de una tercera vía, un camino alternativo a la vieja encrucijada dibujada en un mapa exclusivamente político.

La visita del Papa Francisco a América pone el dedo en este nudo de contradicciones y tentativas, y quizás por una vez el adjetivo “histórico”, refugio de los titulares pobres, tiene su razón de ser. Es un viaje histórico porque toma muchos de los puntos calientes de este momento de la historia, todos ligados en cierto modo a una única cuestión: la pertinencia de la fe en un mundo que corre vertiginosamente hacia la superación de la post-modernidad.

La Jornada Mundial de la Familia en Philadelphia llega después de que el Tribunal Supremo declarara que el matrimonio homosexual es un derecho constitucional y antes del Sínodo extraordinario sobre este mismo tema. En la ciudad de Pennsylvania, el Papa hablará también de libertad religiosa, un tema delicadísimo para los católicos. Ya Benedicto XVI expresó su preocupación por «ciertos intentos de limitar la más amada de las libertades americanas, la libertad religiosa», y con el tiempo esa preocupación no hizo más que aumentar. Ahora las universidades, escuelas e instituciones de inspiración religiosa corren el peligro de caer en la ilegalidad cuando definen en sus estatutos y reglamentos el matrimonio como la unión exclusiva entre un hombre y una mujer. Algo parecido sucedió con la reforma sanitaria de Barack Obama, que obliga a todos los empleadores a ofrecer a sus trabajadores el acceso gratuito a los métodos anticonceptivos.

Obama recibe a Francisco en la Casa Blanca, correspondiendo a la hospitalidad que recibió en el Vaticano el pasado año. Entonces el presidente llegó a Roma precedido de una entrevista al Corriere donde destacaba sus consonancias con el pontífice sobre pobreza y desigualdades económicas. El comunicado que se emitió después del encuentro desde la sala de prensa vaticana no hacía ninguna referencia a eso. Hablaron de derecho a la vida, libertad religiosa, la situación en Oriente Medio, pero nada de justicia social ni otros temas más fáciles de manejar y exhibir en beneficio del partido presidencial.

En Washington el Papa hablará por primera vez ante el Congreso reunido en una sesión conjunta, una asamblea donde varios católicos del partido republicano se han declarado «primero republicanos y luego católicos», cuando los temas y juicios sugeridos desde Roma entran en conflicto con la agenda del partido. En las Naciones Unidas se abordarán otros temas candentes, que ponen en crisis trasversal a todos los bandos, desde el status de Palestina al medio ambiente, dada también la coyuntura entre la publicación de la encíclica y la inminente conferencia de París sobre el clima. Laudato si’, el documento dedicado al cuidado de la casa común, no ha sido acogido especialmente bien entre las filas del Grand Old Party, que tuerce el gesto nada más oír las palabras “medio ambiente”, que obligan a cada uno a tomar posición. Francisco ha contribuido así también a romper un esquema donde la fe corre el riesgo de convertirse en esclava de la política.

«La doctrina social de la Iglesia desafía abiertamente tanto a demócratas como a republicanos, por ejemplo introduciendo el tema de la solidaridad en un país que se fundamenta sobre el interés individual», explica Michael Sean Winters, intelectual y periodista del National Catholic Reporter. «Juan Pablo II y Benedicto XVI ya desafiaron esta concepción política del catolicismo, pero un cierto mundo católico ha hecho como si no hubiera escuchado esas partes del Magisterio que no concuerdan con sus programas políticos. La peculiaridad de Francisco es que vuelve a proponer el desafío sin mediaciones, y lo hace abrazando a las personas. No hace falta un título de teología para entenderle. El contraste entre la fe tal como él la articula y sus reducciones políticas e ideológicas es evidente, inevitable, no se puede justificar con sofismas». Para Winters, no es un problema de derechas o izquierdas sino de «reducción del cristianismo a ética», y cita a su amigo Lorenzo Albacete, que siempre decía: «La reducción de la fe a ética no es un proyecto católico».

Muchos han leído la sentencia sobre el matrimonio gay como el acto final de la guerra cultural, el fin de una forma batalladora y activista de interpretar la fe en el ámbito público que a menudo se ha cruzado, y quizás superpuesto, con la plataforma política conservadora: «Ahora podemos hablar por fin sin distracciones del contenido del matrimonio, de la capacidad de vivirlo en plenitud. La credibilidad de nuestro testimonio no dependerá de nuestra capacidad para batallar sino de vivir una vida distinta. ¿Acaso debemos retirarnos entonces? Al contrario, los cristianos están llamados ahora a estar aún más presentes», explica Winters.

Pero no se trata solo de una lección para los católicos conservadores que defienden los valores cristianos contra un océano de banderas arco iris. Francisco propone lo que la Iglesia ha sido siempre: una alternativa radical a cualquier proyecto ideológico. «Es un desafío enorme también para los progresistas. Espero que alguno de ellos comprenda que la preocupación que tiene el pontífice por los pobres, por los últimos, es la misma que tiene por los niños abortados». A un nivel aún más profundo, la guía de Francisco por una parte y las circunstancias históricas por otra están poniendo en crisis la idea de que la identidad católica y el proyecto americano estén unidos por un destino común.

Refiriéndose al influyente jesuita John Courtney Murray, varios intelectuales católicos, entre ellos George Weigel, han perseguido la idea del “bautismo” de los padres fundadores, convirtiendo a Thomas Jefferson y compañía en estandarte de una visión del mundo aristotélica-tomista. Ahora que esta visión se desmantela a golpe de leyes y nuevos derechos haciendo leva sobre los principios que los propios padres fundadores establecieron, «se entiende que la superposición entre identidad americana y católica es una idea falsa y terrible. Es punto es entender cómo evangelizar en cualquier contexto cultural, no forzar el cristianismo dentro de un marco político o nacional».

También para Brad Gregory, historiador de la Universidad de Notre Dame, autor de un grueso volumen sobre la relación entre reforma protestante y secularización, los dramáticos cambios culturales de estos años «son los frutos de las semillas que el liberalismo ha plantado aquí, en América, desde su fundación: la libertad como pura autonomía, el voluntarismo ético, el hombre como ser autosuficiente y toda la antropología de la modernidad. Al principio, estos elementos se establecían por influencia de la tradición judeo-cristiana. Pero cuando la tradición ha empezado a decaer, ha salido a la luz el individualismo implícito en la concepción originaria de los fundadores, y todo el andamio social que se había construido improvisadamente se ha hecho frágil, y sus leyes han pasado a percibirse como opresivas o anacrónicas».

Para romper el esquema ideológico, hay que volver a descubrir la naturaleza del cristianismo dentro de la experiencia. Por eso, sugiere Gregory, la guía del Papa Francisco es especialmente relevante: «Dice las mismas cosas que Benedicto XVI sobre la secularización, pero las propone a nivel existencial, que yo creo que es el único nivel al que podemos movernos para combatir la auténtica culture war». ¿Cómo? «La forma más convincente de mostrar la verdad del encuentro con Cristo es una vida feliz. En el caso del matrimonio significa vivir con una conciencia renovada la vida matrimonial. Veo que, dadas las circunstancias, es malgastar las energías, y también un error, combatir la batalla a nivel jurídico. La guerra legal no es la respuesta. De hecho, me temo que sea contraproducente, porque es una trampa. Nos replegamos al papel que el mundo ha reservado para nosotros: el del antagonista empedernido e iluso».