Un grupo de refugiados ante la verja.

«La diferencia entre un pensamiento y la experiencia»

Mosaico, una cooperativa social de Gorizia, gestiona un centro para refugiados de Eslovenia y Austria. Entre certificaciones "halal", vecinos que protestan y cursos de italiano para extranjeros, las preguntas de quienes les acogen desde hace años.
Davide Perillo

Jesús está allí, en la entrada, junto a la verja. Muros altos y firmes, techos de teja roja, todo verde alrededor. Pero antes de entrar te topas con una placa antigua, sencilla: "Jesús Nazareno, ten piedad de nosotros". «Mira esto, todo está aquí», dice riendo Marco Peronio, director de la cooperativa Mosaico de Gorizia: «Nosotros lo intentamos. Pero es un tentativo tan desproporcionado que sin su ayuda...».

En efecto, la proporción no existe. Por un lado, Marco y sus amigos, un consorcio de 13 cooperativas sociales que se dedican sobre todo a servicios de asistencia y orientación laboral. Por otro, una riada de refugiados, que aquí fluye desde hace al menos un par de años, mucho antes de la emergencia que ahora sacude Europa. Llegan del este, de la frontera eslovena y austríaca, escondidos en trenes, a pie, o quién sabe. No son las familias sirias que se dirigen hacia el norte y la tierra prometida; casi todos son hombres entre 18 y 40 años, en gran parte afganos y pakistaníes. Entran como pueden, acampan donde pueden. «Provocan un impacto potente porque el Estado no estaba preparado para esto. Las autoridades de aquí estaban acostumbradas a gestionar la vida normal, pero se han encontrado ante una marea».

Los de Mosaico tampoco estaban preparados. Normalmente se dedican a otra cosa: asistencia, agricultura, artesanía, servicios empresariales... «Pero nuestra característica es la de estar ligados al territorio. Todo lo que sucede aquí nos interesa. Somos una puerta abierta». Así que, cuando Cáritas les pidió ayuda porque no podía atender todas las peticiones, ellos dijeron «sí». Ahora se encuentran gestionando un convento abandonado hace poco por las Hermanas de la Providencia y readaptado para acoger a los refugiados: 150 en el momento culmen de la crisis, hoy 90, pues las normas y los parámetros son más estrictos. Ofrecen un techo («hemos alquilado algunos apartamentos y ahora un pequeño hotel»), pero también asistencia legal, cursos de italiano, mediación lingüística... «Lo que hace falta para vivir».

Pero no es fácil, en un contexto que ciertamente no es como algunas zonas del noreste profundo, en semirrevuelta contra la llegada de extranjeros, pero que tampoco es precisamente tranquilo. «Aquí también ha habido manifestaciones, protestas, cartas firmadas en contra», dice Peronio: «Hemos tenido que estar atentos, sobre todo los primeros meses». Pero luego se dieron cuenta de un detalle, una contradicción que dice mucho. La gente que protesta contra la inmigración a menudo son los primeros en ayudar a los inmigrantes. «Cuando necesitamos mantas o ropa, basta una ronda de llamadas y la gente nos trae decenas. Luego te puedes encontrar a esas mismas personas en la calle manifestándose en contra, como pasó un domingo hace meses». ¿El motivo? «Muchas veces el fastidio no es por el fenómeno en sí sino por el hecho de que no se gestiona, no se acompaña». Otras muchas, la razón es más profunda.

«Si se abre una relación, todo cambia», afirma Gilberto Turra, presidente de una de las cooperativas. «Hace tiempo encontramos un apartamento de alquiler. Los vecinos empezaron a protestar: una escribió una carta y organizó un comité...». Más tarde hubo un fuerte temporal y la casa de los refugiados se inundó. «Aquella vecina fue la primera en echar una mano para sacar agua». Turra lo explica así: «Cuando haces discursos y razonas con criterios que tienes en tu cabeza, el que habla más alto te arrastra. Pero cuando estás ahí y ves su cara, te das cuenta de lo que eso te dice a ti. Te surge el deseo de ayudar. Y estás más contento. Verdaderamente la gratuidad es la ley de la vida».

Es «la experiencia contra la idea», resume Peronio. Te descoloca. Sucede continuamente y es una de las cosas más bonitas que podemos acoger. «Hace meses fui a una escuela. Había una asamblea sobre este tema. Al principio casi todos los chicos eran hostiles: "Pero si nos falta trabajo para nosotros, si no tenemos dinero", y cosas de este tipo. Hacían la ola al oír estas frases. Llegados a un cierto punto se me ocurrió la idea de desviar la cuestión: "Perdonad, ¿pero tenemos un motivo para acoger a uno? El caos se acabó en un instante, hasta que el "delegado" respondió: ¿hay que responder ahora o se puede esperar? Terminamos la asamblea con esta cuestión abierta».

Ellos son hombres como Sajjad, que llegó de Cachemira. Allí conducía un camión, aquí es mediador lingüístico. «Hace unos días estábamos juntos cuando vio las imágenes del rescate de una barcaza. Se bloqueó, no era capaz de hablar. Él llegó aquí así: treinta hora en un trozo de madera antes de llegar a Grecia y luego a seguir». Ahora ha conseguido el asilo.

Son muchos los que lo piden. No todos vienen de paso, como sucede en otras rutas. Vienen para quedarse. Reciben la ayuda que les corresponde por ley, 18 ó 24 meses de asistencia, con la esperanza de que desistan. De sí mismos dicen poco, «casi ninguno habla inglés, les cuesta comunicarse y las historias que te cuentan son como jirones de tragedias muy parecidas entre sí», cuenta Turra: «Guerras, hermanos asesinados, el horror de los talibanes...».

Gastan mucho tiempo en trámites burocráticos y todos hacen el curso de italiano. También hay actividades deportivas. «Pero el gran tema es el trabajo», dice Peronio: «Encontrar empleo es casi imposible, hasta los más sencillos. No puedes darles dinero y hay mil problemas que resolver. ¿Quién les forma? ¿Quién les asegura? Además hay que tener cuidado para no incitar a la polémica a quienes protestan contra "los puestos robados a los italianos"». El resultado es que el trabajo termina siendo para pocos y por poco. Algunos en algún huerto, otros en servicios de limpieza. «El peligro es que en dos años de inactividad te expulsen».

¿Los problemas más frecuentes? «Algunos ya han hecho el camino en otra parte, muchos en Inglaterra. No les dan el estatus de refugiado y vienen aquí para volver a intentarlo porque la ley italiana lo permite. Suelen ser los peores casos, a veces gente que se ha acostumbrado a aprovecharse de la situación». Hace tiempo llegó un pequeño líder. «A los pocos días me llamaron del comedor», cuenta Peronio: «"Tenemos un problema, hay gente que protesta porque los platos son demasiado pequeños...". Fui allí y tuve que discutir con él. A cada poco nos salía con una pretensión nueva. Cosas del tipo: "No basta que el comedir tenga la certificación halal, hace falta un certificado para cada plato", "la carne aquí no entra si no lo decido yo", etcétera. Surge el debate y siempre hay alguno que le sigue». Pero problemas «ligados a la religión», como temen algunos en la zona, no han sucedido, nunca.

«Hace unos días se hablaba del Papa y de su propuesta de que cada parroquia acoja a una familia», dice Peronio: «Había gente que decía: "Una familia sí pero a estos no. Son todos hombres, adultos, musulmanes, muy religiosos". Resumiendo, algunos tienen miedo». Pero a él le preocupa otra cosa: «¿Qué pasa después? Les acoges, les ayudas, les acompañas para obtener el estatus de refugiado. Pero luego, ¿qué puedes hacer? ¿Les dices: ok, ahora a la boca del lobo?». Es el drama que se abre ante los hechos de estos días, ante la riada de gente que llega desde Hungría. «Lo que está pasando es muy grave. Y la Iglesia aquí está haciendo mucho, como pide el Papa. Pero la cuestión es que estamos viendo a lo grande lo que aquí lleva sucediendo dos años en pequeño. Los que llegan desde Serbia nos dicen que solo en los bosques fronterizos hay miles de personas esperando a poder cruzar. Yo soy el primero en sentir que tengo una riqueza desproporcionada en comparación con los que no tienen nada. Intentamos ayudar, ¿pero luego? ¿Qué compañía podemos ofrecerles? ¿Qué futuro le depara a esta gente?». ¿Cuántos serán como Sajjad, el ex camionero de Cachemira? ¿O como Masoud, también él mediador, que se ha casado con una italiana y está esperando un hijo?

Para Marco y sus amigos esta es la mayor provocación. Junto a otra que no se refiere al futuro sino al presente: ¿qué estáis aprendido vosotros acogiéndoles? «Ante todo, la diferencia entre un pensamiento y la experiencia», responde Tura: «Una cosa es hablar del problema y otra es tener delante a un yo. Y también la confirmación de que nuestro trabajo, este intento de seguir estando ligados al territorio, es un más, es un bien».

Aunque haya que arriesgar. «Estamos dedicando esfuerzo, energía... incluso nuestro dinero porque el Estado luego nos lo devolverá pero no sabemos cuándo», dice Marco: «Pero cuando nos reunimos para decidir si empezar con esto o no, nos dijimos: "Nosotros estamos aquí y respondemos a lo que sucede aquí; si no invertimos en esto dejaremos de ser nosotros mismos. Y si no somos nosotros mismos, al final habremos fracasado igualmente". O uno se vincula al objetivo o muere de asfixia en una habitación tranquila, como decía el Papa. "Mejor una Iglesia accidentada...", ¿te das cuenta? Nosotros queremos ser así, nos conviene».