Un año en Novosibirsk

Carla Vilallonga

Michele tiene 31 años. Es italiano. Informático, no ejerce la profesión porque decide entrar en la Fraternidad de san Carlos Borromeo. Llegados al cuarto año de seminario, la Fraternidad envía de misión a sus seminaristas, para que puedan compartir la vida de una comunidad de sacerdotes de la Fraternidad y a la vez desarrollar su primera tarea misionera. “Novosibirsk”, le dijeron a nuestro amigo. Y es que es nuestro amigo porque lo hemos conocido en el Meeting de Rímini hace un par de días. Hemos, porque me refiero a mi amiga Belén y yo.

Michele estaba repartiendo información sobre la Fraternidad san Carlo, cuando mi amiga y yo pasamos por ahí. Enseguida nació el deseo de conocer cómo había vivido su año de misión en Rusia. Así que quedamos con él a desayunar al día siguiente.

“Lo primero que sentí fue un shock, y apenas dormí en toda la noche”, se refiere a la noticia de irse a Siberia. “Pero después me acordé de que la única vez que había salido de Italia, en 2008 -que fue a Valencia-, al llegar allí vi que el Señor ya me había preparado un lugar, una familia. Y me dije: “¿De qué tienes miedo? Parte y descubre”. Y partió.

Lo primero que encontró fue “un hermano”, un joven de la “san Carlo” que pasaría ese año también allí -él por segunda vez- para mejorar el idioma; y “dos padres”: Francesco Bertolina y Alfredo Fecondo, que llevan muchos años de misión en Siberia y quienes le “ayudaron a entrar en un mundo desconocido”.

Rostros muy serios, la imposibilidad de comunicarse en lengua rusa, la arquitectura soviética, el clima… fueron cosas que le impactaron al llegar a su destino. Pero lo que más le chocó fue darse cuenta de que la vida que empezó a vivir allí no se correspondía con su imagen de misión: “Cinco días a la semana iba a la universidad a recibir clases de ruso; por las tardes, estudiaba y hacía los deberes. Entre ir y volver se me iban tres horas al día. Y cuando llegó el frío –en octubre ya nevaba– te quitaba la energía, y entre semana te quedabas en casa porque estabas exhausto. Yo creía que la misión consistía en algo distinto de aquello en lo que yo estaba ocupando mi tiempo”. En medio de esa extrañeza, Michele siente la urgencia de reconocer “trazos de la Belleza que revelen Su presencia”. No tardó aquella “Presencia” en responder. En un encuentro con el vicario del lugar, le escuchó estas palabras: “Vamos a la misión no para llevar a Cristo, sino para descubrirlo presente con aquéllos que Dios te da allí”. O lo que le dijo Francesco en un encuentro de la casa, que le fulminó: “Es en las circunstancias diarias, donde otra cosa parece prevalecer, es donde Jesús te pide todo”.

Intuir que estas cosas eran ciertas llevó al joven italiano a vivir su día a día de otra manera: “Comprendí que vivía mis jornadas esperando la ocasión de responder a Jesús sin ver que cada cosa, si es acogida y ofrecida a Él, es misión”. Así, cada mañana empezó a dirigirse a este Tú, ofreciéndole el frío, los platos que fregar, el hacer la compra…: “Necesitaba ofrecer todo para que no fuera tiempo perdido: sabía que Él lo podía tomar”.

Su discreta y escandalosa preferencia
Michele canta. Cuando llegó a Novosibirsk custodió el deseo de cantar con otros. Pero en principio no se da. Resulta que en la comunidad de CL de allí llevaban años sin un coro. Al cabo de seis meses, cuando ya había conseguido aprenderse la gramática básica rusa, el misionero italiano propone que se vuelva a hacer un coro. Sugiere una fecha y una hora y, para su sorpresa, se presentan 17 personas. De entre ellas, 2 son jóvenes universitarias no creyentes que le han conocido por su amistad con una profesora que es Memores Domini allí. Estas dos se aprenden la canción Dulcis Christi y la cantan en Pascua. El coro le toca dirigirlo a… Michele. “Se trataba de una responsabilidad desproporcionada, pero te das cuenta de que, si tú le das tu disponibilidad, es Él quien hace”. Asimismo, nos dice, lleno de agradecimiento en sus ojos: “Me conmueve pensar que Jesús podía haber hecho resurgir el coro en cualquier momento y que, en cambio, parece que me hubiera estado esperando para hacerme este regalo”.

Alguien a quien mirar
Francesco Bertolini, uno de sus padres allí, ha provocado mucho a este seminarista: “Va de un lado para otro respondiendo a donde se le llama… Incluso a parroquias que están lejísimos y en las que apenas hay fieles. Me hacía preguntarme: ‘¿Cómo puede vivir esta vida que le consume?’”. Una mañana, este padre, a punto de salir de la casa, le dijo, conmovido: “¿Cómo es posible que después de tantos años yo ame cada vez más a esta gente?”.

Belén y yo terminamos de desayunar con Michele. Mi amiga no sé, pero yo salgo con la alegría de que se me haya recordado que el todo es posible en cualquier lugar, y, por tanto, lo es aquí y ahora, en invierno y en verano, en Rímini, en Siberia y también en Madrid. Contenta de los pasos que ha dado el joven italiano en su año de misión y agradecida de saber que existe, lejos pero cerca de mí, un hombre como Francesco.