Cena de la Pobreza, en la Casa de San Antonio.

Estamos hechos para la belleza

Ángel Misut

«Esta música es la meditación de un hombre que escucha el grito de Cristo», comienza diciendo el padre Juan Luis Barge, parafraseando a Riccardo Mutti, en la intervención conclusiva de la “Cena de la Pobreza”. Una convocatoria que se ha convertido en tradición para la Casa de San Antonio. La razón siempre es la misma, dar un paso más en la verificación de una correspondencia que nos golpea, que nos interroga, que nos sobrepasa… que llena nuestro corazón.
Vienen a nosotros muchas familias en una situación de extrema necesidad, y Alguien ha metido en nuestro corazón un deseo de respuesta ante situaciones que, muchas veces, son desesperadas. A la pregunta ¿qué tiene que ver conmigo la necesidad de esta musulmana, o de este africano, o de esta familia peruana?... o de esta familia española –porque cada vez son más las que encontramos– ha surgido la necesidad de responder juntos con el deseo de hacer lo que podamos. ¡Pero no es suficiente! Después de muchas horas de conversación, después de muchos abrazos, después de muchas alegrías por comprobar que hay una utilidad en lo que hacemos, después de no pocos contratiempos, que también existen, en lo más profundo de nosotros seguía existiendo una urgencia por dar un paso más.

Así nació la Escuela de Caridad –que el equipo de voluntarios compartimos todos los meses y a la que invitamos a todo el que quiera saber la razón de nuestras acciones– y así nació la Cena de la Pobreza, que compartimos en Cuaresma con todo el que se deja, pero que se mantiene sobre nosotros durante todo el año como uno de esos puntos nítidos de recarga a los que no podemos renunciar.
El reclamo es compartir la necesidad que sufren los hermanos a los que atendemos. Al menos por una noche compartamos esta necesidad material, como mecanismo de ayuda a descubrir la nuestra, que es mucho mayor. Pero el objetivo de fondo es aprender a mirarnos en nuestro silencio, aprender a escuchar ese “grito” que “Cristo lanza al mundo”

Este año no ha sido una excepción y, como en años anteriores, más de medio centenar de amigos, el “Viernes de Dolores”, se reúnen en torno a una mesa sencilla, escasa, pobre de alimentos, pero rica de gratitud por lo que el Señor hace suscitar en nuestras vidas.
Se cena en silencio absoluto. Incluso los cubiertos de “usar y tirar” contribuyen a mantener el clima, evitando ruidos adicionales que pudieran perturbar el ambiente. Y mientras se cena, mientras miramos nuestro silencio, oímos una obra de música clásica adecuada al tiempo litúrgico que estamos viviendo. Para esta edición, la obra elegida ha sido Las últimas siete palabras de Nuestro Salvador en la Cruz, de Franz J. Haydn. Una obra fruto de un encargo español, realizado en 1783 por D. José Sáenz de Santa María, marqués de Valle-Iñigo y director espiritual de la cofradía de la Madre Antigua, de Cádiz. Este clérigo, nacido en México (Veracruz) y de formación jesuítica, había implantado en el oratorio el denominado “Ejercicio de las Tres Horas” que se realizaba cada Viernes Santo, un rito que tiene su origen en las misiones jesuíticas del Perú y que se había extendido por toda América Latina. Don José deseaba una música incidental para acompañar cada una de las meditaciones sobre las siete últimas palabras que Cristo pronuncia en su agonía.

Haydn, uno de los compositores más importantes del momento y hombre de gran religiosidad, a pesar de la situación trágica que la obra describe, la impregna de una luminosidad que sugiere un continuo mensaje de esperanza.
Al final de la audición, se lee el mensaje del Papa para la Cuaresma, y se da paso a la meditación del sacerdote, como colofón del encuentro.
«La Iglesia, como madre, nos educa para que actúe más la caridad» –continúa el padre Barge–. «De ese grito de Jesús en la cruz surge una sabiduría, una ciencia que es experiencia, que da al corazón del hombre una impronta que resulta perceptible desde el exterior». Las palabras se van desgranando en ese clima de extraordinario silencio que se mantendrá durante casi dos horas, conscientes de que está sucediendo algo que ayudará a mantenernos vivos y atentos durante mucho tiempo.
Dentro de un mundo lleno de ruidos, la Cena de la Pobreza viene constituyéndose en un valioso instrumento para aprender a mirarnos en el silencio, para poder aprender a mirar de forma adecuada, es decir, con amor, la necesidad que portan cada uno de aquellos que El Señor tiene a bien poner delante de nosotros.