Marcos Pou Gallo.

Hasta luego, Marcos

Jesús Úbeda

Son muchos los pensamientos y sentimientos que van y vienen desde que a las diez de la mañana me han comunicado que mi amigo Marcos ha fallecido en un accidente. La instintividad, muy condicionada por la inercia de un esquema, se manifiesta como rabia. Hace catorce días empezábamos juntos los ejercicios espirituales en Guadarrama; días de intensa experiencia y compañía juntos. La noticia de que al acabar los ejercicios entraba en el seminario de Barcelona me unió más íntimamente a él. La gracia de compartir juntos en el futuro el don del sacerdocio alegraba mi corazón como nunca. Al acabar los ejercicios y despedirnos me dijo: «No había vivido una cosa igual en mi vida». Era la comunión sacerdotal, que llena y da sentido a mi vida, que ya empezaba a germinar en su corazón.

Esta mañana me venían todos esos días como un río impetuoso, y anegaban mi alma provocando un grito insistente: ¡Es Otro el que me da la vida, aquí y ahora! Un vértigo que todavía no ha desaparecido de mis huesos. Es un misterio como el Misterio nos alcanza y nos despierta.
Un nudo en la garganta se ha apoderado de mí un minuto antes de empezar la Eucaristía. Toda mi vida ha pasado a una velocidad impresionante delante de mis ojos, con un estribillo cuaresmal que podía oír perfectamente: ¡polvo eres y en polvo te convertirás! La fugacidad de la vida, la dependencia total y absoluta de mi vida en manos de Dios se han convertido en el pensamiento dominante, pensamiento que iba acompañado de la llamada impetuosa a no perder ni un segundo de mi vida, a vivir cada instante como protagonista de la historia.
Las imágenes evangélicas sobre la necesidad de estar preparados a la venida del Señor han desfilado una detrás de otra en mi pensamiento. Era un fluir incesante de frases, personajes, actitudes... imposibles de vadear.

Y en esta vertiginosa pendiente ha llegado el momento de la consagración, donde se me ha hecho patente el sentido de la vida de Marcos, de mi vida, y de la vida de todos los hombres. Nuestra vida es amada hasta el extremo, amada por Cristo en la carne frágil y ungida de la Iglesia. Mi corazón se ha inundado de alegría al ver que era el mismo abrazo el que estábamos recibiendo Marcos y yo en ese momento: el abrazo de Cristo a través de la vida y el carisma de Don Giussani, precisamente hoy que conmemoramos el décimo aniversario de su paso de este mundo al Padre. La plenitud de la comunión que como prenda ya experimentaba Marcos en esta compañía se hacía patente en ese instante en el abrazo de Cristo glorioso. Me ha venido a la memoria las palabras que Don Giussani, ya muy enfermo, le dijo a una amiga y que se actualizaban hoy para Marcos: «yo me iré al paraíso antes que tú, pero cuando tú llegues yo estaré allí esperándote y abriré la puerta y detrás de la puerta allí estaré». Solo esta comunión vivida como primicia en nuestra carne mortal hace posible la certeza de la esperanza de la vida eterna. El que ha comenzado en nosotros esta obra buena, esta experiencia de correspondencia en la historia a través de esta comunidad de testigos, Él mismo la llevará a término (cf. Flp 1, 6).
Como Jesús ante la tumba de su amigo Lázaro, también las lágrimas corren por mis mejillas, pero es un llanto con esperanza, con la esperanza de volver a vernos. ¡Hasta luego, Marcos!