El parlamentario europeo inglés Syed Kamall.

«No es cuestión de tolerancia»

Luca Fiore

«Todavía estoy conmocionado e indignado. Me parece inaceptable que alguien cometa actos así invocando el nombre de Dios. Es una distorsión de la verdadera fe». Inglés, tory y musulmán. Syed Kamall, 47 años, jefe del grupo de los conservadores y reformistas en el Parlamento europeo, es un político particular. Creció en el norte de Londres, en una familia musulmana originaria de la Guyana, y llegó a Estrasburgo en 2013. Un mes después vuelve a reflexionar sobre la masacre de Charlie Hebdo y sobre los grandes temas que han sacudido a Europa: el islam, la integración, el terrorismo. Lo hace desde un punto de vista muy particular, que le lleva a decir, como auténtico musulmán que se considera: «Creo que existe el derecho a criticar, incluso hasta la ofensa, y por otra parte también existe el derecho a sentirse ofendido. Pero en ningún caso se puede aceptar que para defender uno u otro derecho se pueda llegar a la violencia».

En su opinión, ¿cuál es el desafío cultural que afronta Europa?
Los desafíos son muchos. Ante todo, está el riesgo de pensar que simplemente hay una única solución. No existe un arma definitiva una “bala de plata”. Hay una serie de respuestas posibles, desde decisiones de política exterior hasta las relaciones en el seno de la propia comunidad local. Debemos estar atentos a no simplificar demasiado las cosas. Además, también hay que leer estos fenómenos dentro de una perspectiva histórica.

¿En qué sentido?
La tesis del rabino inglés Jonathan Sacks, por ejemplo, es que todas las regiones atraviesan una crisis cada 400-500 años. Le sucedió al judaísmo, al cristianismo y ahora le sucede al islam. Hay un debate interno que está generando mucha tensión. Simplificando: el enfrentamiento es entre los que quieren entrar en la modernidad y los que quieren volver atrás.

¿De qué parte está usted?
Hay musulmanes que se visten como creen que se vestiría Mahoma en el siglo VII. Pero es evidente que si Mahoma viviera hoy se vestiría como tú y como yo. Cuando hoy a los jóvenes musulmanes decir: «Esto no lo hago porque el Profeta no lo habría hecho», les respondo: «¿Y el teléfono? ¿Cómo lo usas? ¿Cuál es el modo adecuado de usar el teléfono?». Luego está todo el tema de la integración.

¿Cuáles son los problemas en este frente?
Debemos buscar la manera de que la integración sea real. Si las personas de una determinada comunidad siguen casándose dentro de su propia comunidad o incluso van a buscar un cónyuge a su país de origen, es difícil que luego sientan como propio el país en que viven. Se desarrolla un problema de identidad, sobre todo en los jóvenes. Muchas veces en Inglaterra los niños pakistanís son criados por sus padres con la convicción de que son pakistanís y cuando vuelven, aunque sea de vacaciones, a sus pueblos de origen, allí les dicen: «Sois ingleses». Al final ya no entienden lo que son.

Muchos jóvenes que han crecido en París, Londres o Bruselas están dejando Europa para enrolarse en el Isis. ¿Por qué?
En el islam, la existencia es una lucha interior para vivir una vida buena. El extremista dirá a la gente fácilmente impresionable: «Es muy difícil vivir una vida buena si vives en Occidente. Hay muchas tentaciones: las mujeres van por ahí con poca ropa, es fácil acceder al alcohol...». Pero sobre todo esta gente adoctrina a los jóvenes mostrándoles videos de atrocidades cometidas por los occidentales con los musulmanes: masacres de inocentes en Iraq, eso que los americanos llamaron “daños colaterales”, imágenes de Palestina, Bosnia, víctimas de las “bombas inteligentes”. Les dicen: «¿Lo veis? ¿Cómo es posible vivir una vida buena si a los musulmanes nos tratan así?». Y añaden: «Nosotros tenemos la solución: si combatís en nombre de Dios… si participáis en la yihad, estad seguros de que iréis al Paraíso». Sus interlocutores son jóvenes, fácilmente impresionables, a veces con problemas psiquiátricos. Muchas veces les reclutan en las cárceles.

¿Existe en Europa alguna forma de frenar la influencia de estos extremistas?
Una de las cosas más importantes es actuar para que los sermones en las mezquitas sean en las lenguas locales y no en árabe. Hay que ver si son buenas predicaciones, que no inciten al odio. No veo razones válidas para que no sea así.

¿Qué responsabilidad tienen las sociedades europeas en esta integración fallida?
También aquí los temas son muchos y varían según cada país. Me quedo impresionado cuando voy a París. Hay barrios de norteafricanos donde la gente tiene medio de salir a la calle y ni siquiera hay rastro de la policía local. Permitir que se creen situaciones de tal degradación social es muy grave. Son lugares donde domina la pobreza y la criminalidad a pequeña escala: un caldo de cultivo ideal para el nacimiento del extremismo. Creo que la clave del problema son las políticas para contrarrestar la pobreza. Pero sobre este punto hemos fracasado, tanto la derecha como la izquierda.

¿En qué sentido?
La izquierda ha fracasado porque los socialistas dicen: «Hemos hecho esta ley o tenemos este programa». Sucede en Bruselas, igual que en Londres, París o Roma. Todo se reduce a programas diseñados por los burócratas. En cambio en la derecha decimos: «Bajemos los impuestos, así la gente tendrá más dinero y será menos pobre». Pero no se tiene en cuenta que la mayoría de la gente no son esos “agentes económicos racionales” cuyos libros hemos leído.

¿Y entonces, qué hay que hacer?
Hay que apoyar más los proyectos de las comunidades locales, que muchas veces llegan donde el Estado no alcanza. Organizaciones de voluntarios, empresas sociales… Debemos hacer que este mundo crezca. En Londres colaboro con un programa que se llama “Regenerar”. Sus creadores se han dado cuenta de que hay vendedores de droga que son emprendedores natos, y se han preguntado: «¿Cómo podemos valorar esta capacidad emprendedora?». Su lema es “From dope dealer to hope dealers”, de proveedores de droga a proveedores de esperanza. Y han empezado a animarles a apostar por el negocio de la venta de sándwiches, por ejemplo. Ahora utilizan sus habilidades para una actividad lícita. Cuando les pregunté cómo podríamos ayudarles, me respondieron: «Lo último que necesitamos es que el gobierno se haga cargo de este programa». Ese es el error que cometen tanto los políticos de izquierda como de derecha. Hay que valorar las ideas que nacen de las comunidades locales sin pensar en convertirlas en soluciones de Estado.

¿Pero la convivencia entre personas de religiones distintas? ¿Es algo que se pueda plantear hoy?
Por supuesto. Mi vida es un ejemplo de ello. Mis padres son musulmanes, yo soy musulmán y estoy educando a mis hijos en el islam. Crecí en el norte de Londres, fui a una escuela anglicana y mis compañeros de clase eran cristianos y judíos. Es algo de lo que me he dado cuenta después, pero yo, siendo musulmán, tenía más cosas en común con mis compañeros cristianos y judíos que con mis amigos musulmanes de Pakistán o Arabia Saudí. Crecimos juntos, aprendimos a conocernos respetando el credo de cada uno. Me parece muy importante que los niños puedan crecer juntos.

A veces, por muchos motivos, es complicado crecer juntos. Hay diferencias que generan oposición y no amistad.
Para mí no es así. Cuando salgo con mis amigos, los cristianos piden una cerveza y yo una Coca-cola zero. Es una diferencia, pero no lo suficiente como para generar un problema. Hace falta que las diferencias no se perciban como barreras. No se trata de tolerancia, es simple comprensión recíproca. Debemos centrarnos en lo que tenemos en común, no en lo que nunca podremos ponernos de acuerdo.

¿Qué tenemos en común?
Todos creemos en Dios. Creemos que existe un “marco moral” que permite decir lo que es justo y lo que no. Creemos en la importancia de la familia, de la comunidad, del lugar en que nos reunimos para rezar. Respetamos la idea de la fe. Pensamos que se puede creer en Dios o no. En el fondo, musulmanes y cristianos tienen en común más cosas que las que les separan. La mayor diferencia se refiere a quién es Jesús. Pero por lo demás, los musulmanes tienen un gran respeto sobre todo al Antiguo Testamento.

¿Cómo pueden ayudar las instituciones europeas a este proceso de convivencia?
Hay que reconocer que el problema no se puede resolver a nivel europeo, hay que afrontarlo a nivel de comunidades locales. Lo que los líderes europeos pueden hacer es asegurarse de que la tolerancia que se predica se muestra con hechos. Así, por ejemplo, yo no ondeo la bandera de mi fe, pero cuando miro a mi grupo en el Parlamento europeo, el tercer grupo parlamentario en Estrasburgo, me doy cuenta de que somos el único en la historia de la UE con un líder que no es ni cristiano ni blanco. Yo no voy por ahí presumiendo de esto, pero muestro sencillamente que soy ciudadano británico y valgo lo mismo que cualquier otro. Los niños de otras comunidades me miran y dicen: «Si él puede hacerlo, yo también puedo». Creo que esto es importante.