La ciudad de Alepo destruida tras los bombardeos.

«Adiós a mi historia pasada»

Somos una familia pequeña, con dos hijas preciosas: Myriam y Joëlle. Vivíamos en una casita en el barrio de Djabal el Saydeh, la “colina de Notre Dame”. Como muchos de nuestros vecinos, siempre habíamos soñado con tener nuestra casita. Éramos felices, la felicidad de vivir en una casa.

Un día del verano de 2012 nos dimos cuenta de que estaba llegando gente a nuestro barrio. Tenían rostros cansados. Eran desconocidos… Enseguida comprendimos: eran desplazados que venían de los barrios “calientes” de la ciudad, buscando refugio. Empezaron a dormir en el parque público y luego, poco a poco, fueron ocupando las escuelas. Había muchos niños. Algunos tuvieron el valor de llamar a nuestras puertas pidiendo mantas, jabón o algo que les sirviera de ayuda en los primeros días lejos de su casa. Nuestros vecinos estaban divididos. Algunos ayudaban pero otros se negaban, con varias excusas: otra cultura, otra religión… Para mi marido y para mí eran solo personas que lo habían perdido todo.

En mi barrio, un grupo de voluntarios, los “maristas azules”, corrieron en su ayuda. Yo me uní a ellos. Empezamos a jugar con los niños y ayudarles a estudiar. Así pasó un año entero, viviendo y compartiendo con ellos sus sufrimientos y esperanzas. Un día pensé: «Llegará un día en que mi familia y yo nos veremos obligados a dejar la casa que tanto queremos y abandonar el barrio donde nací».

Desgraciadamente, ese día no tardó en llegar. Un día nos despertaron unos gritos extraños y asombrosos. Tuve miedo. No era capaz de saber si lo que oía era fruto de mi imaginación. Pero era real, una realidad que daba miedo, una realidad que mata. Mi hija mayor entró en pánico, la otra enmudeció. Oímos a hombres armados que rompían las ventanas, robaban los coches, amenazaban a la gente y se repartían el botín. «Señor, ¿qué está pasando? Ven a salvarnos de la muerte». Pasamos todo el día presas del miedo y de la angustia, y al llegar la noche el miedo y la ansiedad aumentaron. En nuestra casita teníamos una figura de la Virgen, la guardé y le dije: «Estoy segura de que tú nos protegerás. No me cabe duda. Nadie se atreverá a tocarnos, porque tú estás con nosotros». No sé cómo, pero aquella noche dormimos con mucha paz.

Al alba, toda la gente estaba en la calle. Morir o vivir, pero juntos. Adiós casa, adiós barrio, mi barrio, mis vecinos, mi historia, mi pasado. Me vino a la mente la escena de Jesús llevando la cruz y su madre que le acompaña. Ella estaba allí, nos ayudaría a salir de aquel infierno. El camino fue una eternidad, no se acababa nunca. En mi corazón sonaban con fuerza las palabras del Salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?». Recordaba también las palabras de san Pablo a los romanos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?». A lo largo del trayecto, los refugiados que vivían en las escuelas nos pedían ayuda, pero ahora yo misma, mi familia, mis vecinos, todos éramos igual que ellos: refugiados. El camino subía, la gente se dispersaba. ¿Caminábamos hacia la vida o íbamos al encuentro de la muerte?

Nos acercamos a un barrio seguro. Allí había diez amigos esperándonos. Pocas palabras: «Hamdellah al salameh». Gracias a Dios, estáis sanos y salvos. Fue difícil recuperarnos, volver a empezar, aceptar que habíamos sobrevivido. Vivir en una provisionalidad que aún dura. La realidad es difícil de aceptar. Nuestro barrio fue completamente destruido. Nadie sabe decirnos nada de nuestras casas. Pero poco a poco hemos experimentado la presencia del Señor. No nos quiere abandonar. La solidaridad, las iniciativas, los maristas azules, nos sostienen. Y la esperanza está renaciendo.

Esta Navidad pondré el árbol. Será símbolo de vida. Aunque todas las perspectivas parecen cerrarse, en nuestro corazón María nos indica un camino de esperanza. Más allá de todo, la vida renace.
Antonia, Alepo