Antonietta en Manila en ''Un camino hermoso''.

Manila y las sorpresas de cada rincón

Alessandra Stoppa

Manila, finales de octubre, orquídeas en flor, Navidad adelantada... El primer recuerdo de Antonietta de cuando llegó es que era septiembre y junto a la casa donde iba a vivir había un gigantesco árbol decorado. «Aquí las fiestas navideñas se prolongan durante todos los meses que acaban en –bre, con decoración, fiestas, regalos». Las Filipinas son (de momento) la última meta de la familia Berardi. Desde hace quince años Antonietta sigue a su marido Francesco en sus destinos laborales: han vivido en Río de Janeiro, Shanghai, Seúl, Kuala Lumpur y desde 2011 en Manila. Entre un destino y otro, la familia ha ido creciendo. Hoy tienen seis hijos.

En el video por los 60 años del movimiento, les vemos en el coche, mientras se dirigen como cada domingo a un barrio muy pobre. Viven en la parte opuesta a la metrópolis, así que tienen que atravesarla entera de sur a norte para ir a la caritativa en una “villa miseria” de Navotas City, cerca de la Smokey Mountain, una montaña humeante de basura. Es imposible saber cuánta gente vive aquí. Los niños, incluso los más pequeños, ayudar a sus familias y se pasan el día clasificando residuos por menos de 50 pesos (unos 90 céntimos de euro), descalzos y con heridas que no se curan nunca por la suciedad que se les queda pegada en la piel.

«Vamos allí a llevarles a nosotros mismos», cuenta Francesco, que vive una amistad cada vez más cercana con los voluntarios de Punto Corazón. Este llamado “movimiento de compasión” nació en 1990 con el padre Thierry de Roucy y está presente en 24 países. En él participan jóvenes de todo el mundo. «Llevan a los lugares más complicados su presencia, la presencia de Jesús. Sin ninguna pretensión de resolver problemas o construir obras».

Cuando los Berardi llegaron a Manila, Malou, una amiga del movimiento, les invitó a una misa en la iglesia de los Siervos de la Caridad. «Nos recibieron con los brazos abiertos, y ya no nos separamos de ellos». Allí conocieron la asociación Punto Corazón y así empezó a crecer una amistad hecha de gestos concretos. «Por ejemplo, ellos vienen a pasar unos días con nosotros cuando necesitan descansar. Con el tiempo, hemos empezado a hacer la Escuela de comunidad con algunos seminaristas y voluntarios suyos. Son muy fieles. Nos vemos una vez al mes, además de la Jornada de apertura de curso y los Ejercicios. Vamos allí para crecer junto a nuestros hijos en la fe y en la amistad, y para que los chicos puedan conocer una parte del mundo que no ven habitualmente».

Su hija mayor, Paola, de 14 años, ya ha estado en dos ocasiones ella sola con la gente de Punto Corazón para pasar unos días de convivencia. Ha conocido cómo vive la gente en los palafitos del Fish Port, y a los niños de las hermanas de la Madre Teresa. «Vio mucho dolor, pero cuando volvió le brillaban los ojos. Era como si hubiera crecido dos años». Emanuele, el segundo, de 12 años, también pasó tres días con los voluntarios. «Fue por un “castigo”, y volvió lleno de alegría». También Francesco, cuando su familia viaja a Italia, va hasta allí. «Lo primero que me impresionó fue la cantidad de niños. Muchísimos niños. He empezado a conocer los rostros que se esconden tras los nombres de los que ellos siempre me hablan». Son encuentros que le educan, incluso en el silencio de las miradas y los gestos, porque la gente solo habla la lengua tagalog.

En la prisión City Jail de Navotas City, conoció a Julius, un amigo de Punto Corazón que llevaba diez años en la cárcel sin tener aún una sentencia definitiva. En un patio de cien metros cuadrados conviven trescientos presos. En celdas de treinta metros cuadrados, cincuenta. Apenas consiguen sentarse y acostarse todos. Gran parte de la jornada la dedican a arrancar páginas de las guías telefónicas para doblarlas y hacer marcos y otros trabajos manuales. Las mujeres visitan a sus maridos tendiéndoles las manos a través de las rejas. Es su único contacto físico. «Es el lugar más parecido al infierno que he visto nunca. Pero cuando salí de allí solo pensaba en la mirada amorosa de los voluntarios».

Francesco viaja mucho. Trabaja para una multinacional de telecomunicaciones y su área de negocios es el sureste asiático: Indonesia, Singapur, Brunei, Malasia... El ambiente laboral es muy complicado: «Mientras vales, va bien; cuando ya no vales, adiós». Todo depende del resultado financiero de cada trimestre. Las relaciones humanas son casi nulas. «Hace un año ya no podía más y me planteé cambiar. Pero entonces me di cuenta de que no me estaba poniendo en juego completamente, y empecé a desearlo. Pronto comencé a ver las cosas de otra forma. Para empezar, en cada rincón siempre hay una sorpresa».

Invitó a casa a Hai Dong, un compañero chino. Sin quererlo, el día que aceptó la invitación también estaban allí los voluntarios de Punto Corazón y veinte de sus niños. Una locura. «Prácticamente ni lo vi en todo el día porque estaba muy liado. Incluso estuvo a punto de ahogarse en la piscina. Pero por la noche, cuando le acompañé al taxi, me dijo: “Gracias por haberme dejado vivir en familia”». Poco después escribió un correo a Severine, una voluntaria francesa de Punto Corazón: «No entiendo muy bien lo que hacéis, pero me gustaría seguir siendo amigo vuestro». Cuando volvió a ver a Francesco en la oficina, Hai Dong saltó de la silla para ir a abrazarlo. «Eso antes era imposible, le conozco...».

Sorprendido, Francesco se dio cuenta de lo que le había mostrado de sí mismo: la casa llena de gente, sin medida, con mesas donde siempre se puede añadir un sitio más… «¿Sabes que mi hobby preferido es invitar a gente a cenar?». También lo comenta en el video íntegro que envió por los 60 años del movimiento, y lo decía porque no es algo suyo. «No, no es mi hospitalidad lo que yo vivo. Lo que hemos recibido estos años del carisma de Giussani es desproporcionado. Va más allá de todo lo que podíamos imaginar». Habla de cuando, al llegar a Brasil, conocieron el movimiento. Cada vez que estaban con aquellos jóvenes, les llamaban más la atención. Francesco recuerda aún la noche en que, volviendo a casa en el coche, miró a Antonietta: «¿Estamos dentro de esta amistad, o no?». Aquel sí lo han llevado por todo el mundo. Les ha llevado por todo el mundo. «La hospitalidad de nuestra vida nace de aquí. Yo no era capaz, de verdad. Soy uno que le encantaría estar en casa con sus pantuflas, con sus cosas, con su familia».

Antonietta está sobrecogida por todo lo que ve aquí. «Es una sociedad al estilo del show de Truman», dice: «Si eres extranjero, estás con los extranjeros y solo ves la parte “hermosa” de una realidad muy clasista. Por la calle es imposible encontrarse con un niño con discapacidad. Los esconden o los abandonan». Por eso le impresionó tanto cuando vio cómo los Siervos de la Caridad acogen a estos niños. Hasta el punto de que ella también se implicó. Cuando los hermanos pensaban en las actividades que iban a hacer para recoger fondos en Navidad, que aquí es un concepto muy amplio, se ofreció para enseñar a los trabajadores y a los chicos down y autistas a hacer panettone para venderlo luego en las fiestas. Ella misma nunca lo había hecho antes y cada vez que veía un panettone salir del horno crecía su certeza en Jesús. «Ese panettone estaba ahí solo porque Él lo quería», dice entre risas, y se le iluminan sus ojos azules y tímidos. Los panettoni estaban tan ricos que incluso las monjas trapenses de Matutum, al sur de Filipinas, también le pidieron que les enseñara. Ahora los fabrican ellas solas.

La jornada aquí empieza al alba. Antonietta no se queja del cansancio. «La gente se acerca a nosotros, no individualmente sino porque somos una familia. Aquí es una rareza ver a una familia unida. Lo vemos en la escuela. Para nuestros hijos es imposible encontrar puntos de unión, a no ser con otros extranjeros, sobre todo italianos. Los autóctonos se sienten como fuera de lugar». Pero todas las noches rezan por ellos. Una vez durante la cena, Paola lloró por sus compañeros de clase, que la habían tratado mal. «Me gustaría que encontraran lo que he encontrado yo», dijo. «Nuestros hijos quieren “esta” vida», dice Antonietta, «la llevan dentro. Son misioneros sin saberlo».