Lorenzo Albacete.

Carrón: «Nos ha mostrado que la fe puede llegar a ser “inteligencia de la realidad”»

Lorenzo Albacete murió el pasado viernes 24 de octubre a los 73 años. Originario de Puerto Rico y criado en América Latina, después de licenciarse en Ingeniería en Washington DC y terminar un máster en Ciencias y Física aplicada, se hizo sacerdote. Realizó sus estudios y su doctorado en Teología en la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino en Roma. Editorialista en el New York Times Magazine y consejero teológico de los arzobispos de Boston y Washington, desde su experiencia laboral de los años 60 en laboratorios de Washington siempre llevó en su corazón el tema de la fractura entre fe y cultura, que se discutía precisamente en aquellos años del Concilio Vaticano II, en un intento, como él contaba, de «construir un puente entre mi mundo de la fe y el humanismo laico de mis amigos científicos». En 1995 comenzó una gran amistad al conocer a don Giussani. La experiencia del movimiento no supuso una reducción de su perspectiva, como temía al principio. Todo lo contrario, «me permitió abrazar el infinito».

A las comunidades de Estados Unidos con ocasión de la subida al cielo de monseñor Lorenzo Albacete
Queridos amigos,
la vida de monseñor Albacete se cumple hoy delante del rostro bueno del Misterio que hace todas las cosas y florece en la alegría que siempre veíamos en él. El encuentro con don Giussani transformó de tal modo su vida que le llevó a desear servir al movimiento en Estados Unidos, dando testimonio de él en la dramática frontera del diálogo entre la fe y una modernidad en busca de significado. Es un diálogo que él buscó con cualquier persona, desafiando al mundo intelectual americano con la única arma del testimonio de un hombre aferrado y transformado por Cristo en su razón y su libertad.

Por eso valen para nuestro queridísimo Lorenzo las palabras del papa Francisco en la Evangelii gaudium: «Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”». Y sin duda alguna, su atractivo era tal que se hacía amigo de todo aquel que conocía, porque mostraba la belleza y la utilidad de la fe para afrontar las exigencias de la vida.

Con su trabajo infatigable nos ha mostrado que la fe puede llegar a ser «inteligencia de la realidad», con una capacidad de reconocer y de abrazar a todos sin equívocos o ambigüedades, por amor a la verdad que hay en cualquier persona. Y con su sufrimiento nos ha recordado que no hay circunstancia, por muy dolorosa o difícil que sea, que pueda impedir el diálogo cotidiano del “yo” con el Misterio.

Pidamos a don Giussani, que ahora lo recibe como amigo para siempre, que obtenga para él la paz, signo de una vida que descansa en la eternidad. Y a la Virgen, a la que monseñor Albacete reconocía como la que le había hecho conocer a don Giussani, que le haga partícipe de la sonrisa del Eterno.

Pidamos todos y cada uno de nosotros poder vivir a la altura de su testimonio, para recoger su herencia en el seguimiento del movimiento dentro de la Iglesia.
Julián Carrón