Un día con los yazidís, “los últimos entre los últimos”

Giornale del Popolo
Maria Acqua Simi

Salimos de Erbil con un autobús alquilado, un poco desastrado pero útil para circular por las calles kurdas: baches que son abismos, tráfico desorganizado, puestos de control cada medio kilómetro y como siempre, mucho polvo. Bastan veinte minutos en coche para encontrarse en la nada. Y allí, en la nada, decenas de construcciones de cemento. El esqueleto de palacios que solo Dios sabe cuándo verán la luz y que de momento acogen –por la generosidad de sus dueños– a una decena de familias yazidís.

Los yazidís llegaron a Iraq después de los cristianos, pero su religión es de las más antiguas que existen: una suerte de culto zoroástrico donde el fuego es central. Gente pacífica, que durante siglos se instaló en el monte iraquí de Sinjar. Sharbel, un amigo siriaco que es como mi ángel de la guarda en este viaje, me cuenta que su nombre deriva de una planta de café verde muy aromática, muy abundante en la zona de Sinjar. Una zona rica también en higos, caquis y miel. Antes de la llegada del Isis. Ahora los milicianos han destruido colmenas, casas, iglesias, cosechas…

Y se han echado encima de los yazidís con ferocidad. Mataron a miles porque les consideraban adoradores del diablo. Obviamente, no es así. Pero para los daesh los yazidíes son peor que los cristianos. «Nosotros tenemos el “privilegio” de poder abjurar y pasar al islam. Ellos no, y les matan directamente», explica Havas, el conductor cristiano caldeo que nos acompaña. Los yahidistas se lo han quitado todo, pero lo que más le inquieta son sus treinta palomas. Huyó deprisa de su pueblo con su mujer y dos niños, dejó su negocio, su casa y sus palomas en manos de los hombres del califa.

Su relato se interrumpe. Hemos llegado. Una niña corre a nuestro encuentro. Luego, poco a poco, de los agujeros en el cemento que hacen las veces de puertas y ventanas van saliendo todos. Nos ofrecen té caliente y café, como es tradición. El diálogo es breve: nos dicen lo que necesitan y no hablan mucho de lo que sucedió la noche que escaparon. La niña se acurruca en mi regazo. «¿Cuántos años tienes?». «Cinco». «¿Quieres ir al colegio?». «No, quiero ayudar a mi mamá. ¿Pero me dejas hacer un dibujo?». Arranco una hoja de mi cuaderno y le doy un bolígrafo. Garabatea algunas cosas y luego sale corriendo con el folio en la mano.

Nosotros también salimos para ir al mercado musulmán del centro de Erbil a comprar mantas, pañales, comida. Negociar el precio nos lleva dos horas. La ayuda para los refugiados llega así, no hay otra manera.
Por la noche volvemos por el mismo camino, con un poco de género para ayudar a las familias yazidís. Hemos vuelto y eso hace que nos reciban con menos sospecha. Uno de ellos, con nueve hijos y una larga túnica gris, nos cuenta que entre las diez familias que se refugian allí al menos veinte personas han sido asesinadas o han desaparecido. No cuentan detalles, solo uno: que a las mujeres embarazadas tampoco se les ahorró la violencia. Y que en el monte Sinjar todavía hay cientos de familias que han quedado atrapadas.

«De muchos no sabemos nada desde hace semanas. De otros sabemos que están luchando con los kurdos del YPG y del PKK contra el Isis. Pero la ayuda no llega. La ONU solo ha enviado allí un avión de ayuda. ¡Solo uno!». No puedo confirmar el dato pero si así fuera –pienso para mí– difícilmente, después de dos meses sin agua ni comida, podrá quedar vivo algún yazidí. Me quedo en silencio. Otro cabeza de familia comenta que pueden estar refugiados aquí porque sus hijos trabajaban como albañiles para la construcción y que su jefe, al tener noticias de la huida de Sinjar, les permitió acampar en la obra.

La niña del dibujo reaparece entre los ladrillo. «Hola, ven». Se acerca, le doy otro folio. Escribo dos notas y ella me mira con atención. «¿Quieres ir al colegio y aprender a escribir como yo?». Ríe. Una risa sincera, sonora. La risa de los niños. Y me doy cuenta, sin retórica, de que no todo está perdido.