El monasterio de la Visitación de Santa María <br>en Palermo.

«Como la fachada de una catedral antigua»

A principios del curso pasado, una querida amiga de los Memores Domini de Palermo regaló a la comunidad un ejemplar de la Vita di don Giussani. La lectura de esta obra, en el refectorio durante las comidas, según la costumbre monástica, se prolongó casi siete meses y ha resultado tan vivaz que no sería posible resumir en breve todo lo que ha despertado en la comunidad. Esta carta solo quiere ser una rápida panorámica donde destacar algunas de las cuestiones más interesantes. Una mirada completa a esta obra, que no dudamos en definir como imponente, nos ha hecho comprender que ha sido mediada y realizada con una inteligencia amorosa. El procedimiento analítico elegido, de clara ascendencia clásica, no solo nos ha parecido oportuno y racional, sino también sosegado. La figura de don Giussani emerge y adquiere espesor con los hechos, testimonios, documentos, citados con rigor y sobriedad, y elocuentes ya por sí solos.

Recuerda a una de esas poderosas, hieráticas figuras que decoran las fachadas de las antiguas catedrales y que se iluminan, se velan y se desvelan con la alternancia de la luz que les llega según la hora del día y el sucederse de las estaciones, ofreciendo a nuestra mirada asombrada una belleza siempre nueva. Por esta belleza, surge espontánea la necesidad de alabar a Dios, celebrar sus obras admirables, adorar su sabiduría, que «entrando en las almas santas, forma en ellas amigos de Dios y profetas» (Sab. 7, 27b). Como un verdadero amigo del Altísimo se nos presenta don Giussani, profeta carismático, magnánimo y compasivo, como solo los verdaderamente humildes pueden ser, porque la gracia de Dios les sostiene; apóstol intrépido y desarmado, capaz de conquistar para Cristo al pueblo numeroso con que contaba no solo en la Iglesia ambrosiana sino en las decenas de naciones por las cuales la Fraternidad de CL se ha difundido.

En un periodo histórico doloroso, por ideologías aberrantes y multiformes perversiones, preocupando por la pérdida de todo valor moral o sencillamente humano que pueda hacer posible la convivencia, este sacerdote deslumbrado por el Verbo encarnado lo indica y lo propone de forma provocadora, con la fuerza rompedora de quien se deja guiar por el Espíritu. A partir de los encuentros y desencuentros con la burguesía milanesa, hostil o indiferente según el furor de las ideologías de moda, perdida entre la niebla del sinsentido, serpenteante en una sociedad aparentemente satisfecha y opulenta, la pretensión de reconocer en el Misterio el centro de la propia vida crece hasta convertirse en un río impetuoso, desbordante.

Las hermanas visitadoras, hijas de san Francisco de Sales, ese gran santo que Pablo VI, en la carta que escribió por el cuarto centenario de su nacimiento, define como «la perla de la Saboya» y exponente de un auténtico humanismo cristocéntrico, nos sentimos muy cercanas y partícipes de la larga batalla de don Giussani para hacer consciente al hombre posmoderno de su propia libertad, racionalidad, dignidad, que en definitiva tienen su fuente, causa y fin en Cristo, el Verbo de la vida. En el Tratado del amor de Dios, san Francisco de Sales afirmaba que «Dios es el Dios del corazón humano», y que existe una natural, indestructible conveniencia entre la indigencia del hombre y la libre abundancia de Dios, entre la necesidad humana de recibir el bien y el Bien divino que quiere expandirse y comunicarse. Unos conceptos que don Giussani expresaba con la imagen del mendigo. Los significativos trazos con que describe la sabiduría espiritual unida a la paternal ternura con que don Giussani sigue y educa a sus hijas y hermanas trapenses de Vitorchiano, Valserena y hasta de Brasil nos parece que reproducen la actitud de nuestro santo fundador para con las primeras visitadoras.

La enumeración podría continuar, y muchas armonías podrían hacer resonar los ecos más allá del tiempo y del espacio, porque el Espíritu es Uno, aunque adopta estrategias diversas, adecuadas a cada tiempo histórico, pero la meta sigue siendo la misma: el encuentro con Cristo y, en Él, la inmersión en el Padre.

Una última consonancia que nos gustaría resaltar: la apasionada devoción a María, nuestra Madre y Reina, «certeza de nuestra esperanza», invocada por estas dos grandes almas con un acento lleno de ternura. Habría que remontarse a san Efrén y a los padres cartujos de los siglos XIV y XV, de Ludolfo de Sajonia a Lanspergio, para encontrar un acento similar.

Al final de su vida, don Giussani afirma que «he obedecido siempre». En realidad, esta gran virtud es como el leitmotiv de su existencia terrena. Siendo aún niño, obedeció al Espíritu que le conducía hacia el seminario; siendo clérigo y presbítero obedeció a sus superiores, incluso cuando sus disposiciones le resultaban dolorosas, obedeció con firmeza granítica a los Papas que conoció; obedeció a las graves responsabilidades que comportaba su papel como fundador y promotor de un gran movimiento; obedeció al camino que el Misterio le preparó para que pudiera impartir su última gran lección. Un largo sufrimiento vivido con alegría enamorada que se convirtió de hecho en la más admirable de sus lecciones.

Nuestra comunidad puede comprender hasta el fondo este periodo de la vida de don Giussani, pues vivió una experiencia similar con la venerada madre Maria Amata Fazio, guía y maestra de nuestra comunidad durante cincuenta años. Desde 1996, a causa de un ictus, quedó postrada en una silla de ruedas que convirtió en una cátedra de espiritualidad. Completamente abandonada al beneplácito de Dios, mientras su vida parecía exhalar incienso ante el Tabernáculo, adquirió la luminosidad de los rasgos y la limpidez de la mirada que es propia de los místicos cuando se acercan al cumplimiento de su anhelo y que nuestros amigos nos cuentan que percibieron también en don Giussani.

El 22 de febrero de 2005, mientras recibía su terapia intensiva, la hermana enfermera de la comunidad que la atendía con devoción filial le dijo: «Ha muerto don Giussani». Su respuesta inmediata fue: «¡Bienaventurado sea!», seguida de una exhortación: «Reza a don Giussani, rézale, verás que te hará grandes dones».
Veinticuatro horas después, ella también estaba en la Casa del Padre.

Damos gracias a Dios por donarnos a este Padre y a esta Madre en la tierra, a estos intercesores en el cielo.
Monasterio de la Visitación de Santa María, Palermo