Una calle de Samambaia, en la periferia de Brasilia.

Edimar, el de los ojos de cielo

Veinte años después de su muerte, recordamos la historia del chico que creció entre bandas en Brasilia, donde la vida no valía nada
Davide Rondoni

Samambaia significa “ciudad de los helechos”. Pero tras la imagen poética está la realidad de una de las ciudades-satélite más miserables de Brasilia, la gigantesca metrópoli donde conviven un millón y medio de razas mezcladas. Samambaia es el gran barrio donde el gobierno asentó hace unos años a los descamisados, gente acostumbrada a convivir con el delito y la desesperación. Aquí los bandidos no son personajes novelescos sino chavales delgados, ágiles y de aspecto sospechoso. Entre esas chabolas levantadas deprisa pulula una juventud que agudiza el ingenio para sobrevivir a toda costa. Una vida entre bandas, donde los más jóvenes (14-16 años) aprenden pronto a obedecer las órdenes de los mayores: los cruzeiros y ofrecen protección a los que cumplen sus obligaciones de hurtos, atracos y homicidios. La vida no vale nada, lo saben muy bien estos chicos desorientados que tienen miedo a los lagartos pero que fanfarronean con sus grandes pistolas y tienen unos ojos envejecidos por los efectos de la droga y el alcohol.

La primera regla para sobrevivir es no traicionar. O, podría decirse, traicionar continuamente, pero tienes que asegurarte de quedar fuera del alcance de tu ex amigo, al menos un instante antes de que sea él quien te cace a ti. Un círculo de sospechas y violencia en el que también participa la policía. Los chicos lo saben, cometen sus delitos, espían y no se fían de nadie.

El gobierno también ha instalado escuelas en Samambia. Naturalmente. Por la mañana los chicos están allí, un poco atontados.
Entre los profesores, a una de las escuelas acaba de llegar Semia. Viene de Belo Horizonte, donde ha conocido el movimiento de CL.

Pero el cristianismo en Samambaia para la mayoría no es ni siquiera un recuerdo. Sencillamente no existe. Semia simplemente da sus clases delante de sus alumnos. Nada especial, o tal vez sí. Hay muchas otras personas más “importantes”, a las que respetar, a las que servir para poder sobrevivir. Hay robos que hacer, chantajes pendientes, todo eso son tareas de la banda. Pero ahora también está ella, con un nombre muy parecido a la palabra “semilla”. Y como la semilla, es casi invisible. Todo parece igual que antes, pero Edimar y sus compañeros se dan cuenta de su presencia.

Edimar tiene dieciséis años, él y su banda han hecho muchas cosas. Desde hace tiempo vive desubicado, pasando de una casa a otra de sus compañeros, continuamente amenazado de muerte por un motivo u otro.

«Esta Semia tiene algo especial», debe haber pensado Edimar. «Y ahora, ¿qué les digo a estos?», debe haber pensado Semia. El hecho es que la banda empezó a ir a la Escuela de comunidad.

¿Qué son un puñado de palabras cristianas en los corazones de los chicos de Samambaia? ¿Qué pueden obtener las palabras de un libro dictado por un sacerdote italiano, repetidas a la sombra de aquellos edificios, a la sombra del miedo y la costumbre? ¿Qué efecto pueden tener esos nuevos pensamientos, ese nuevo acento en medio de todas las ideas a medias, los golpes instintivos, los cálculos de estos pequeños bandidos?

Semia y sus nuevos amigos no lo dudaron. Empezaron a leer lo que les había sucedido al encontrarse, se pusieron a leer el acontecimiento que se había repetido entre ellos. Cada sábado Edimar venía desde su refugio, después de avisar a los suyos y también a los nuevos compañeros, a la Escuela de comunidad.

Ese algo especial que había entrevisto en Semia empieza a hacerse un poco más claro. Aquella jerga cristiana empieza a abrirse paso en su cabeza y en su corazón; las palabras fuertes y frágiles, como el rostro y la presencia de su amiga profesora, empiezan a transformarse en sentimiento, sorpresa y mirada también para Edimar y los suyos.

Algo está sucediendo; Edimar se da cuenta. Se queda fascinado cada vez que lee estos versos: «De tanto mirar el cielo / nuestros ojos que eran negros / se han vuelto azules». Y le pregunta a Semia: «¿Los míos también, que están tan negros, se volverán claros?».

En las calles de Samambaia, Edimar nunca había tenido tiempo para mirar un cielo demasiado alejado de sus trapicheos, tiene que estar atento y guardarse las espaldas, pero ahora el cielo ha bajado a la altura de sus ojos negros. Lo puede mirar, como se mira dentro de una persona amada. La santa sabiduría de Tomás, doctor de la Iglesia, debió haber visto a lo lejos, hasta este chaval que vivió mil años después que él, cuando escribía que la vida de un hombre consiste en el amor que principalmente la sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción. Para Edimar el azul no era ya solo una promesa poética, no era solo un futuro al que poder admirar lleno de dolorosa turbación; el azul estaba ya allí, como un amor que te sostiene; entre las cosas que ya podía ver y tocar, como el pavimento de las calles, las ganas de ir a clase, el saludo de los amigos y la culata de la pistola que decidió no volver a usar.

El último sábado de julio, después de la Escuela de comunidad, Edimar fue a una fiesta. Nunca había pensado que se encontraría allí con su protector, justo aquel que le buscaba y que, sintiéndose traicionado, ya no le tenía la simpatía de otros tiempos.

Llama a Edimar, saca una jeringuilla y delante de él y de todos los demás se inyecta la droga. Es un desafío, un signo de superioridad, una forma de recordarle la ley de la existencia entre bandas. Mientras espera a que la sustancia haga efecto, el protector saca la pistola y tiende su brazo hacia Edimar: «Enséñame que aún eres de los nuestros», parece decirle con ese gesto. Y le ordena que busque a uno de sus enemigos y le mate.

Edimar dice que no va a matar a nadie. El protector está fuera de sí. Es una desobediencia grave que debe castigarse con rapidez y con desprecio, como es costumbre en Samambaia: «Si ya no quieres matar a nadie, entonces da igual matarte a ti mismo», le amenaza.

Pero Edimar no cede. Como ha visto y aprendido con Semia, la vida es un don del Señor, es Otro quien me hace. Eso es demasiado para el protector. Es inadmisible que ese mocoso, precisamente ese que estaba entre sus preferidos, le haga frente, y oponiéndose así, sin usar la violencia, derribe de un golpe toda la ley de las bandas, la ley de la venganza y del poder. Descarga todos los disparos de su pistola sobre Edimar, sobre sus dieciséis años.

En la ciudad de los helechos y los ojos negros, pocos saben qué es un mártir y que tienen uno entre ellos. Para casi todos, la vida sigue siendo angustiosa y peligrosa. Pero para unos pocos, para los amigos de Edimar, no vayáis a decirles que el cristianismo es una hermosa promesa que se realiza en el más allá, o que Dios está en un cielo lejano: ellos han visto la sangre de Edimar, han visto que sus ojos se estaban volviendo más claros. Y que hasta uno de los tantos chavales de las bandas puede llegar a parecerse a Cristo.