La familia Kaplan.

Aquel limbo de tierra nueva

Massimo Guidetti

De Jirí y Marie Kaplan me llamó la atención desde el principio la forma sencilla y directa de vivir su fe. Para ambos, ser cristianos era algo inmediato, casi como una característica física, que no requería ninguna premisa ni muchas explicaciones. Durante el año que vivimos en Praga íbamos habitualmente a una misa semanal que se celebraba a última hora de la tarde en la iglesia del barrio del castillo, donde nos juntábamos varios amigos. Más de una vez me sorprendió allí la expresión absorta y luminosa de Marie en la oración, una dimensión que volvía a percibir en sus palabras cuando hablaba de la necesidad de fiarse.
De Jirí recuerdo que una noche, al poco de llegar a la ciudad, cuando le pregunté por la situación que se vivía allí, me respondió que la política se estaba haciendo cada vez más dura con la Iglesia y con los fieles. Luego añadió que tal vez Dios tenía previsto enviarle a hablar de Jesús a alguna periferia soviética lejana (algo que no le sucedió, pero algunos meses de cárcel no se le ahorraron). Lo que me impresionó fue la tranquilidad con la que hablaba de esa posibilidad de marcharse, comparándolo con el modo en que los primeros cristianos iban a la misión. El vínculo con la comunidad de Taizé ofreció especialmente a Jirí un punto de referencia fundamental: pasar con ellos unos días, dijo una vez, era como volver a ser generado. La dimensión ecuménica característica de Taizé era, por lo demás, connatural a la fe de ambos.

La inmediatez de su relación con Dios tomaba en ellos la forma de una capacidad de apertura y de acogida que nos parecía desmesurada, en el sentido de intencionadamente privada de límite. La vida cristiana era «partager sa foi», poner la propia fe a disposición de los demás, escribió Marie en una ocasión. Y así lo hacían, no solo al acoger a sus numerosos hijos y al respetar el camino de cada uno, sino también con cualquiera que se presentara a su puerta o apareciera por allí acompañando a algún amigo. En la pared junto a la mesa de la cocina tenían colgado un folio donde ponía, bien visible: «¿Quién es mi prójimo?». Cuando Jirí me la enseñó por primera vez me la explicó como su programa de vida. Yo me sentí también acogido, aferrado en un abrazo fraterno. Además, estaban permanente y afectuosamente pendientes de la historia personal de todos los amigos italianos que conocieron: recuerdo la alegría de Marie cuando le contamos que Ida y yo íbamos a casarnos, y las interminables preguntas, cada vez que nos veían, sobre uno y otro amigo común que habían pasado alguna vez por su casa.

Nosotros entonces éramos muy jóvenes, teníamos veinte años, muchas ideas y proyectos, y poca experiencia. Ellos rondaban los cuarenta, habían madurado en un entorno difícil, hostil, religiosamente fragmentado y humanamente deteriorado. Podíamos poner en juego todo lo que habíamos aprendido en el movimiento, pero la diferencia era verdaderamente grande. Además, estaba evidente la diferencia cultural en las reacciones y en los comportamientos entre ellos, centroeuropeos, y nosotros, mediterráneos. Pero ellos salvaban todas las diferencias de manera inmediata, abriéndose a una relación de amistad sólida y duradera. No solo nos ofrecían sitio para dormir cuando íbamos de visita a Praga sino que ponían su casa a nuestra disposición para que pudiéramos tener nuestros encuentros con cierta discreción. En su casa de Bubenec podíamos hablar con sacerdotes, teólogos, intelectuales, y escuchar su testimonio de cristianos que habían sufrido la cárcel a causa de su fe. Llevamos muchas de estas palabras a Italia, donde, gracias a don Giussani y a don Francesco Ricci, se convirtieron en patrimonio común para muchos.

Otro tema fundamental para ellos era la relación con otras familias cristianas. A veces organizaban actuaciones de un coro musical o conciertos de música de cámara, siempre en lugares públicos, de la ciudad. Era la ocasión de compartir con otros la dureza de la época, los problemas cotidianos, las necesidades sobre la educación de los hijos. En algunos casos hacían catequesis con los niños. A veces el círculo de amigos se abría a quienes vivían dificultades extremas, como una mujer que esperaba la ejecución de la condena a muerte de su hijo, o una familia que tenía una gran necesidad económica a la que le organizamos unas vacaciones en el mar de Italia. También se reunían regularmente jóvenes de todas las procedencias para rezar o meditar en su casa de Praga o, en verano, en los montes de Šumava. El deseo de sostener la vida cristiana en su país llevó a Jirí a traducir varios textos y publicarlos en esa particular forma de edición que circulaba bajo el nombre de samizdat.

Cuando, casi cuarenta años después de aquellos primeros encuentros, Francisco, recién elegido Papa, recordó que «no debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura», pensé inmediatamente en cómo Jirí y Marie abrían su casa. Al desarrollar su magisterio, el Papa Francisco ha invitado a todos los cristianos a recuperar lo que es esencial, «la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado», que es «lo más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio» de nuestra fe. Esta fe que para fundamentarse no necesita nada ni antes ni después, que está en el origen de una alegría que «lleva el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús».

Cuando leo estas palabras recuerdo ciertas noches de conversación, cuando los párpados se caen por el peso de la jornada (los hijos, el trabajo, las preocupaciones por los amigos…) pero no hay recriminaciones contra nadie y se hace palpable el deseo de comunicar y la pasión por Cristo. Ciertamente, el contexto y los tiempos eran muy distintos y mucho más duros que los nuestros ahora. La Bohemia era entonces un lugar destruido, donde los criterios de fondo de la vida asociativa y personal habían sido demolidos. Citando al Papa Francisco, Praga y la Bohemia eran una gran periferia. Periferia de una Europa occidental que se pretendía libre mientras se enriquecía, pero también periferia de vidas personales que habían perdido su consistencia.

En esta tierra desolada, la casa de Bubenec era un limbo de tierra nueva, un lugar donde poder respirar a pleno pulmón y despertar la propia humanidad en una red de relaciones libres. Estoy muy agradecido por haber tenido la gracia de compartir con Jirí y Marie las cenizas de aquella sociedad y la belleza de aquella vida cristiana.