Apuntes sobre una controvertida propuesta de ley

Giuliana Contini

“La abeja conoce la fórmula de su colmena, la hormiga la de su hormiguero, pero el hombre no conoce su propia fórmula”.
Esta afirmación de Dostoievski, tan evidentemente cierta, me ha vuelto repentinamente a la memoria, en medio del congestionado debate en acto sobre la unión civil homosexual, en que se oponen la libertad de seguir la propia inclinación y una coercitiva “ley de naturaleza”.
Pero ¿cuál es nuestra naturaleza? ¿La conocemos realmente, sabemos cuál es su “fórmula” y, por consecuencia conocemos en qué puede encontrar plena satisfacción?
«El no poder estar satisfechos de ninguna cosa terrena, ni, por así decirlo, de la tierra entera… me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que se pueda ver en la naturaleza humana». Así anotaba el gran Leopardi, cuyas convicciones filosóficas materialistas y nihilistas no le impedían reconocer ese abismo de deseo permanentemente insatisfecho que es el corazón del hombre.
Se trata entonces de una naturaleza que implica, en su fórmula, el infinito, es decir «algo más que lo que busco y espero de una satisfacción inmediata».
Es una innegable evidencia que se impone a toda seria reflexión sobre la experiencia humana. Si es así, e indiscutiblemente lo es, seguir realmente el propio deseo de felicidad, quiere decir seguir ese hilo misterioso que nos lleva más allá de lo que ya sabemos, hacia ese «algo» desconocido que nos constituye y del cual nuestra naturaleza brota como el agua de su manantial escondido.
La vibración profunda y estremecedora que cada uno percibe al decir «yo», esa irreductible intensidad de deseos y aspiraciones que implica, es signo elocuente de «algo misterioso» pero real que nos constituye y que todos, más o menos conscientemente, hemos percibido en algún momento.
¡No podemos reducirlo! No, no somos primeramente hetero u homosexuales, blancos o negros, de izquierda o derecha, sino personas. Es decir, seres cuya «fórmula» es la libre relación con el misterio.
Sólo reconociéndolo podremos empezar a entendernos de verdad. Esto nos hará libres de todo encasillamiento propio o ajeno y nos abrirá a percibir el único verdadero desafío de la vida y la primera responsabilidad de todo ser humano: mirar lealmente las exigencias que nos constituyen y buscar lo que puede realmente satisfacerlas.
En la defensa o el rechazo de esta ley están implicados –como resulta cada vez más evidente– motivaciones de tipo muy distinto: debidas a la propia historia personal o claramente ideológicas; experiencias de sufrimiento o prejuicios hostiles a la concepción de la persona y de la vida que nacen de la fe.
Las primeras, como toda expresión de la necesidad y del sufrimiento humano, plantean a toda la sociedad y a cada uno en particular una pregunta ineludible sobre la capacidad de respeto y aceptación de la diversidad –¡toda diversidad!– y, por lo tanto, provocan y enriquecen; las segundas en cambio, alteran y empobrecen la reflexión y el debate, usando el tema pretextuosamente y sólo en función polémica.
¡Nunca la enfatización reductiva de un solo aspecto de los problemas ha llevado a una solución equilibrada y plenamente humana! Lo que se necesita, en cambio, también en este caso, es un intento leal de tener presente todos los factores y, sobre todo, los más decisivos: nuestra condición de ser humanos y de todo lo que esto implica… ¡hasta la necesidad del sacrificio!