La Barcelona cosmopolita, como el Cireneo

Jorge Martínez

18 de abril, Viernes Santo, 10:30 h. de la mañana. Comienza en el Cottolengo de Barcelona el tradicional Vía Crucis del movimiento Comunión y Liberación. Desde allí partieron unas doscientas personas, atravesando el Parque Güell hasta las tres cruces que lo coronan. Se sucedieron un total de cuatro estaciones a lo largo del trayecto, marcado por el inesperado silencio en el mismo corazón del fragor propio del turismo de la Semana Santa. Un serpentín humano recordaba la Pasión de Jesús hace cerca de dos mil años, de la mano de los cantos de la rica tradición de la Iglesia, de la lectura en alta voz de textos de Péguy, de Monseñor Luigi Giussani – fundador del movimiento Comunión y Liberación – y del Evangelio.

La Barcelona cosmopolita, como señalaba el sacerdote que comentaba escuetamente las lecturas, se veía interpelada ante el recuerdo de la escena que conmovió al Cireneo: Jesucristo ensangrentado y exhausto camino del calvario. Todos y cada uno de los presentes, tanto los concitados allí por el sacrificio voluntario del hijo de Dios como los que aquella mañana únicamente querían tomar el sol mientras disfrutaban paseando por una de las más preciadas obras de Gaudí, se veían conminados a posicionarse ante aquel hecho de otro mundo. Uno podía hacerse cargo de la cruz o mirar hacia otro lado buscando la distracción o alguna idea alternativa para obviar tal escándalo.

Ante el paso de la comitiva, los músicos callejeros suspendían momentáneamente sus canciones, los vendedores ambulantes retiraban sus mercancías… A lado y lado se podía ver a personas santiguándose, sacando fotos, como intentando capturar un instante sorprendente. Entre el público variopinto se percibía un silencio polarizado, sólo a veces interrumpido por expresiones como: “Todavía quedan muchos, y son muy jóvenes” o “Pero… ¿quién se ha muerto?”. Se encontraban juntos tanto la Iglesia, esa marea humana que hace presente lo divino en la historia, como los detractores del cristianismo e incluso los que todavía no han tenido noticia de él.

El Vía Crucis ha sido un hecho mínimo, a simple vista insignificante. El cristianismo siempre sucede partiendo de esa fisonomía aparentemente insuficiente. Ha sido una sencilla respuesta al llamamiento hecho por el Papa Francisco a todos los fieles a «salir de sí mismos, a las periferias existenciales, para anunciar a Jesús y hacer conocer su mensaje». Ha sido un modo concreto de verificar que la misión cristiana no es una acción programática, sino un desbordamiento de la alegría provocada por Aquél que ha vencido al dolor y a la muerte y que ha prometido el ciento por uno aquí. Ha sido una bella oportunidad para comprobar que los cristianos salen de sus casas exultantes, sin temor de su propio límite, porque pueden decir con San Pablo: «Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en mí».