¿Es posible un nuevo inicio?

El manifiesto con el juicio de Comunión y Liberación de cara a las elecciones del 25 de mayo de 2014 para la renovación del Parlamento europeo.
Comunión y Liberación

En vísperas de las elecciones europeas del 25 de mayo la opinión pública parece dividida entre quienes defienden salir de la Unión Europea y quienes consideran inútil acudir a votar porque el voto, de hecho, no cambiará nada. Aunque no faltan los defensores de la UE, se respira un sentido predominante de frustración: Europa no aparece ya como un centro, sino como una gran periferia del mundo globalizado. Pero, siguiendo la estela del papa Francisco, el hecho de ser o de sentirse «periferia», si se mira en profundidad, ¿no puede acaso constituir la ocasión para recuperar una actitud positiva y darnos la oportunidad de un cambio?

¿Cuáles son los factores de esta oportunidad?
Europa nació y creció en torno a algunos grandes elementos que han marcado la historia del mundo y que documentan el alcance que tiene la fe cristiana para la vida de los hombres. Las recordaba don Giussani en 1986:
• «El valor de la persona, totalmente inconcebible en la literatura universal;
• el valor del trabajo, que en la cultura mundial, en la antigua al igual que en la de Engels y Marx, se concibe como una esclavitud, mientras que Cristo define el trabajo como la actividad del Padre, de Dios;
• el valor de la materia, que supone la abolición del dualismo entre un aspecto noble y uno innoble de la vida de la naturaleza;
• el valor del progreso, del discurrir del tiempo como algo cargado de significado, porque el concepto de historia exige la idea de un designio inteligente;
• la libertad. El hombre no puede concebirse libre en sentido absoluto. Puesto que antes no existía y ahora existe, depende, por fuerza. La alternativa es muy sencilla: o depende de Aquello que hace la realidad, es decir, de Dios, o depende del movimiento casual de la realidad, es decir, del poder».

1. El valor de una Europa Unida
En el surco de estos pocos grandes elementos que han fundado históricamente Europa, surge también el proyecto de una Europa unida, como subraya Julián Carrón: «¿Qué permitió a los padres de Europa encontrar la disponibilidad para hablarse, para construir algo juntos, incluso después de la Segunda Guerra Mundial? La conciencia de la imposibilidad de eliminar al adversario les hizo ser menos presuntuosos, menos impermeables al diálogo, conscientes como eran de su propia necesidad. Se empezó a dar espacio a la posibilidad de reconocer al otro, en su diferencia, como un recurso, como un bien» (la Repubblica, 10 abril 2013). En la posguerra, los dirigentes de los países que hasta hacía poco se habían enfrentado en la contienda (De Gasperi, Schuman, Adenauer) decidieron arrinconar cualquier sentimiento de venganza o de predominio y establecieron las bases para una paz duradera en el tiempo, uniendo sus respectivos intereses económicos.
Para comprender el alcance excepcional de lo que sucedió en Europa en aquel momento histórico basta con pensar en lo que sucedió después de la Primera Guerra Mundial, después de las guerras napoleónicas o de las de religión: no se produjo nunca una verdadera paz, sino una tensión continua que preparaba las guerras sucesivas. La Europa unida nace sobre un punto muy preciso y concreto: el acuerdo para la gestión del carbón y del acero (Ceca) de 1951, reconocido por todos como el ejemplo de una nueva forma de tratarse unos a otros. En el nacimiento del primer proyecto europeo la fuerza ideal fue un factor decisivo, capaz de cambiar el curso de los acontecimientos. A diferencia de cuanto sucede hoy, la finalidad no se limitaba a la economía. Aquel acuerdo económico constituía de hecho el primer paso hacia un objetivo mucho más grande: la paz (socios que cooperan y comercian entre ellos tendencialmente no se hacen la guerra) y, junto con ella, una ayuda recíproca para que cada uno pudiera buscar el bien propio y el común.
La prosecución de este mismo objetivo se renueva en el segundo paso histórico de la Europa contemporánea, que se verificó en 1989 con la caída del Muro de Berlín, y que estuvo determinado también por la fuerza de un ideal. Pocas personas, en el Este y en el Oeste, habrían apostado por la posibilidad de superar de forma pacífica la división de Europa en dos bloques, que marcó dramáticamente la historia del Viejo continente. Václav Havel, que se convertiría en el primer presidente de la Checoslovaquia post comunista, en su libro El poder de los sin poder, publicado en 1979, sostenía que el problema de la vida socio-política era el domino de la mentira de la ideología, y que la verdadera respuesta a la situación no sería una revolución violenta, ni una simple reforma política o la mera superación del totalitarismo en favor de una democracia parlamentaria, sino una vida, personal y social, que se pone en juego en la búsqueda de la verdad. En el testimonio de Havel resultó evidente que los factores que cambian la historia son los mismos que pasan a través del corazón humano.

2. La crisis
La actual crisis de la “conciencia europea”, en concomitancia con la crisis económica, muestra que lo que ha dado vida a la Europa Unida ya no es un dato evidente, un presupuesto reconocido por todos como condición para afrontar los desafíos que plantea la realidad. Como sucedió en el pasado, también nosotros, europeos de 2014, debemos reconquistar las razones de una unidad que no es obvia en absoluto y que siempre puede tener marcha atrás. De hecho, como afirma Benedicto XVI, «un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio». Las dificultades del presente nos hacen más conscientes de que «incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario» (Spe salvi, 24).
Esta es, entonces, la gran posibilidad que la crisis nos ofrece a nosotros, europeos: reconquistar las razones de nuestro “existir comunitariamente”. Se trata de un desafío inderogable, y la razón nos la recuerda de nuevo Benedicto XVI: «Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana». En otras palabras, «las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior» (Spe salvi, 25).
Un elemento hace que el camino sea hoy todavía más arduo: ya no tenemos la misma conciencia de la profundidad de la necesidad humana que tenían los padres fundadores, ha decaído el impulso ideal y domina ahora una lógica de puros intereses.
Ir a la raíz de la crisis tratando de comprender todos los factores en juego es el único camino para reencontrar la nueva conciencia que necesita la Europa de hoy. Por eso se ha convertido en algo vital para nosotros, europeos, promover un debate real sobre el presente y el futuro del Viejo Continente, valorando si los intentos que se han hecho hasta aquí han sido adecuados a la naturaleza de la crisis. Esto tiene que ver no sólo con la economía, sino con los desafíos antropológicos. Pretender resolver las graves cuestiones antropológicas que estamos afrontando sólo con instrumentos jurídicos es tan ineficaz como ilusorio. Como se hace evidente frente a los problemas más radicales de la existencia humana, la solución «no llega afrontando directamente los problemas, sino profundizando en la naturaleza del sujeto que los afronta» (don Giussani, 1976).

El olvido de este nivel está en el origen de esa crisis de lo humano que ha debilitado la conciencia de los fines. Así es como, en el tiempo, el medio (economía, beneficio, finanzas) se ha convertido en la finalidad, y la unión económica europea se ha transformado en un mero compromiso entre intereses inevitablemente contrapuestos. Emerge de nuevo la Europa de los estados, que ya no se hacen la guerra con cañones, sino con las armas de la economía y de las finanzas, y que están divididos en multitud de cuestiones cruciales: la relación con los países del Mediterráneo, la inmigración clandestina, la deuda pública, las operaciones para garantizar la paz, la solidaridad hacia los socios que pasan mayores dificultades.
El decaer del ímpetu ideal y de la conciencia de los fines ha producido consecuencias también en el funcionamiento de Europa como institución: los organismos europeos han crecido alrededor de sí mismos, inflándose a menudo de forma desmedida y generando una especie de monstruo tecnocrático que parece decidido a plegar la realidad a sus propias exigencias. Se afirma por ello una percepción cada vez más difundida de ineficacia de las estructuras europeas: si hasta 2008 (es decir, la explosión de la crisis financiera) el juicio sobre la fiabilidad de las instituciones europeas era muy positivo, por encima del correspondiente a los estados nacionales, en la actualidad – según los sondeos – el 70% de los ciudadanos europeos considera las estructuras europeas (la Comisión, el Consejo, el Parlamento) inadecuadas a las exigencias de las personas y de la vida social.
En opinión de Joseph Weiler, uno de los más autorizados conocedores de las dinámicas europeas, Europa sufre de un déficit político: falta una auténtica vida política europea porque falta una dimensión ideal; al haber apostado todo a la economía y al haber sido esta última incapaz de despegar, la gente se pregunta: «¿Qué pinta Europa?».
Contemporáneamente, crece una idea de Europa como un espacio cultural y político relativista, cuyas estructuras tratan de hacer lícita e incluso fuente de derecho cualquier aspiración individual desligada del problema de qué es la persona humana.
¿Tendrían entonces razón los euroescépticos que quieren abandonar la Unión Europea considerando derrotado y ya superado el sueño de los padres fundadores?

3. La persona, condición clave para Europa
¿Existe una vía de salida? Sí: volver a partir de la posición que generó Europa y la Europa unida. Los intereses económicos no bastan por sí solos para volver a partir: hace falta redescubrir que «el otro es un bien para la plenitud de nuestro yo, y no un obstáculo, tanto en la política como en las relaciones humanas y sociales» (Julián Carrón). Lo único que construye es un «amor al reflejo de verdad que se encuentra en cualquier persona. Es un factor de paz, de construcción de una morada humana, de una casa que pueda servir además de refugio a la desesperación extrema» (don Giussani, 1995).
La recuperación de una conciencia adecuada de lo humano, de lo que es esencial para la realización de los individuos y de los pueblos, puede darse en lugares que despierten el “yo” de cada uno, lo eduquen en una relación adecuada con la realidad (sea la que sea) y le permitan percibir existencialmente la centralidad, unicidad y sacralidad de cada persona: es una invitación para la bimilenaria experiencia de la comunidad cristiana y para todas las realidades sociales inspiradas en ideales laicos y religiosos. Sólo una concepción del hombre como realidad irreducible, «relación con el Infinito» (don Giussani), puede unir a personas de diferente etnia, extracción social, cultura, religión e ideología política, con vistas a una integración real que abata cualquier gueto y se convierta en portadora de desarrollo.

A partir de estas preocupaciones, es necesario abrir un amplio diálogo sobre cómo deberá evolucionar la UE en los próximos años, implicando a todos los ciudadanos, y sobre todo a las futuras generaciones, que en gran número dejan ya sus países de origen y se sienten como en su casa vayan donde vayan a estudiar o trabajar.
Esto tiene un reflejo importante también a nivel institucional. En el discurso que no pudo pronunciar en La Sapienza de Roma en 2008, Benedicto XVI declaró que compartía el juicio del filósofo Jürgen Habermas «cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Con respecto a esta “forma razonable”, afirma que no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un “proceso de argumentación sensible a la verdad”», es decir, como una tensión continua por descubrir cualquier chispa de verdad que salta en el encuentro con el otro. La verdad, de hecho, no es nunca una posesión individual que blandir como una maza contra los demás, sino que emerge en la dinámica del encuentro humano: «¡La verdad es una relación! De hecho, todos nosotros captamos la verdad y la expresamos a partir de nosotros mismos: desde nuestra historia y cultura, desde la situación en que vivimos, etc. Eso no quiere decir que la verdad sea variable y subjetiva, todo lo contrario. Más bien indica que se nos da siempre y sólo como camino y vida» (Papa Francisco, Carta a Eugenio Scalfari, la Repubblica, 11 septiembre 2013). Esto derrota el relativismo, salvando justamente lo que el relativismo querría valorar: la diversidad, la alteridad.

En la medida en que se nos reclama a una experiencia no reducida del hombre, se puede fundar la política europea no ya sobre el conflicto de intereses contrapuestos y sobre un relativismo que desemboca en el nihilismo, en la indiferencia ante todos y ante todo, sino sobre un uso de la razón «sensible a la verdad» y sobre un realismo que reconoce al otro como un bien para sí y no como una amenaza. Como escribe el papa Francisco, «nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro “considerándolo como uno consigo”. Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien» (Evangelii Gaudium, 199).
En este sentido, los organismos europeos deberían ser los primeros en organizarse en la dirección de una subsidiariedad real. Esto favorecería la responsabilidad de cada uno (personas, grupos sociales, Estados), evitando la ilusión de que las respuestas tengan que venir siempre y en cualquier caso de lo alto.
Una Europa que comprendiera esto no tendería a cerrarse a la inmigración, no practicaría sólo austeridad en economía sino también solidaridad, no se replegaría sobre nacionalismos faltos de realismo y anti históricos, no abogaría por una legislación dirigida a romper todos los vínculos, cultivando la obsesión por los nuevos derechos de los individuos, no avalaría la hostilidad hacia los credos religiosos, y en particular hacia la religión cristiana (traicionando precisamente lo que ha construido y hecho grande a Europa en la historia).

«A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano Guardini: “El único patrón para valorar con acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza una auténtica razón de ser la plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y las posibilidades de dicha época”. […] Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado» (Evangelii Gaudium, 224.257).

Aquí se sitúa la contribución fundamental que puede aportar a la vida pública la fe, «ampliando la razón», como nos recordaba Benedicto XVI. La aportación del cristianismo es ante todo una educación que permita mirar la realidad en todos sus factores, y por tanto recuperar ese ímpetu ideal originario que se ha oscurecido con el tiempo. Esta es la verdadera emergencia actual.
Si no es sorda a tal reclamo, Europa podrá renacer y de este modo volver a ser el «nuevo mundo», ejemplo y modelo para todos. La contribución que una cultura europea renacida puede ofrecer a todo el mundo es volver a poner en el centro la pregunta sobre qué permite que un ser humano sea y se sienta como tal.