Un sacerdote ortodoxo en Crimea.

También en Moscú se puede volver a empezar

Il Sussidiario
Giovanna Parravicini

Hace años, en Italia, al día siguiente del referéndum sobre el aborto, ante la afirmación de algunos cristianos de la necesidad de “volver a empezar partiendo del 30%” (es decir, de aquellos que habían rechazado el aborto), don Luigi Giussani respondió: «Se vuelve a empezar partiendo de Uno».
Hoy, después de los acontecimientos de los últimos días, también en Moscú nos enfrentamos al mismo desafío: ceder al chantaje de la división (en función de bandos políticos, identidades nacionales, convicciones religiosas, etc), o a la tentación de refugiarse en la privacidad, evitando medirse con cuestiones tan escabrosas, o bien volver a proponer a todos con coraje la esperanza que nace de la Pascua hacia la que nos encaminamos.
El pasado martes, antes de firmar el acuerdo de anexión de Crimea y Sebastopol, el presidente Putin pronunció un discurso oficial ante las dos Cámaras reunidas y ante las máximas autoridades rusas. En las primeras filas se veía a los representantes del islam y del judaísmo, y sólo en las filas del medio (nunca aparecieron en primer plano) se vislumbraba el velo blanco de un representante del Patriarcado de Moscú, el anciano metropolita Juvenal. Una nota insólita en el escenario de una ceremonia orquestada con tanta solemnidad en el salón de San Jorge – la sala de los triunfos rusos – como fue la reincorporación de Crimea a su patria de origen. De hecho, durante años en las ceremonias de alto nivel el Patriarca habitualmente ha aparecido en primera fila o incluso al lado del jefe del Estado.

La ausencia del Patriarca ha suscitado los comentarios e interpretaciones más dispares, pero en cualquier caso me parece que ha salvaguardado el último espacio de libertad que le quedaba a la Iglesia, el del silencio, para tratar de salvar una unidad con la Iglesia ortodoxa de Ucrania, que hoy, desde el punto de vista de las lógicas partidistas aparece irremediablemente comprometida.
En numerosos llamamientos, cartas abiertas, comentarios cruzados en medio del fuego de estas semanas entre gente que vive en Rusia y Ucrania, resonaba la necesidad desesperada, vital, de mantener viva una unidad real, que sólo se puede fundamentar sobre una esperanza común, sin dejarse atrapar en el círculo vicioso de la división, cuya tentación – revitalizada por la poderosa maquinaria propagandística unidireccional de los medios – se respira por todas partes, en el lugar de trabajo, en el seno de las familias, en las propias comunidades eclesiales: porque las razones de la pertenencia étnica, de la memoria de los males padecidos en el pasado, por los familiares que viven a uno u otro lado de la frontera, asumen un peso cada vez más relevante, llegando a prevalecer incluso sobre las razones del Evangelio y de la fe.

«No nos dejemos robar la esperanza». El llamamiento que el Papa Francisco ha lanzado al mundo en tantas ocasiones se está convirtiendo cada vez más en un hilo conductor en esta “otra Europa” que (si podemos hablar del lado providencial de la historia) está emergiendo como un nuevo continente desconocido en las historias de Ucrania y Rusia.
“Otra” no porque está al este, sino porque se deja determinar por las razones del corazón humano y de su responsabilidad. Aunque los medios estatales no hablan de ella, esta “otra Europa” ha encontrado un nuevo samizdat en las páginas de Facebook, en los blog que la gente escribe para comunicar lo que lleva en el corazón.
Hay muchos ejemplos, como el actor Vladimir Fedorov, que el 10 de marzo, desde el escenario de un teatro de Moscú, al terminar la representación de Hamlet, lanzó al público un llamamiento a favor de la paz, y luego escribió en su perfil de Facebook: «No sé, puede ser que este sea mi último espectáculo, pero no lamento nada… Yo, que he perdido a dos hijos, no quiero, por ejemplo, que mis colegas actores más jóvenes pierdan la vida en el fuego de una guerra fratricida o mundial… Si no lo hago yo, ¿quién lo hará entonces? Hace que todos nos demos las manos para PENSAR, PENSAR y PENSAR».

Esta esperanza ha sido también uno de los hilos conductores de la “marcha de la paz” de cincuenta mil personas que el pasado sábado se manifestaron en el centro de Moscú. «Yo voy para constatar con mis propios ojos que en el fondo no somos tan pocos como podría parecer desde fuera. Naturalmente, no soy tan ingenuo como para esperar que nuestra voz vaya a ser escuchada por el poder. Esto sería, por decirlo así, el programa de máximos. Pero hay también un programa de mínimos: mostrar a todos lo que son capaces de ver, incluidos nuestros innumerables amigos ucranianos, que nosotros estamos aquí y que nuestra sociedad no está contaminada del todo, como podría parecer, por esta vergonzosa unanimidad. Y nos lo debemos mostrar también entre nosotros. Estos días en que es tan fácil caer en la desesperación y el cansancio, es imperioso que cada uno de nosotros pueda ver con sus propios ojos que no está solo con sus valores fundamentales, con su imagen del mundo, con su idea de lo que es normal y lo que es patológico, con su vergüenza impotente y total. Será bonito si somos muchos, pero aunque seamos pocos, estaremos allí igualmente», escribió Lev Rubinstein.
«No alimento especiales ilusiones respecto a este gesto – escribe otra chica, llamada Sasha –. No sé hasta qué punto una manifestación como esta puede cambiar la situación política. No es por esto por lo que quiero ir. Releo estas palabras de la revista Huellas: “Lo que vemos ahora no es sino la documentación del fracaso del intento de afirmar los valores sin Cristo (…). Sólo una Presencia puede ordenar la instintividad a su fin, puede responder al desorden humano”. El “desorden” que nos rodea es demasiado, por eso no quiero eludir estas preguntas: ¿mi yo se despierta en esta situación que se ha generado?, ¿acaso puedo yo oponer algo a la omnipotencia y a la impunidad del poder? Pienso en mis amigos de Ucrania, para los que de forma evidente la esperanza es Aquel que cambia no el poder de las personas sino el corazón de los hombres. Estoy segura, como ellos, de que esta esperanza no es utópica y sin razón. Más aún, esta es la única esperanza razonable. Podemos mirar de formas distintas la situación en Ucrania y discutir sin fin sobre quién tiene razón y quién está equivocado. Pero creo que hay dos cosas en las que todos estamos de acuerdo. Primero, el deseo de la paz, el deseo de poner fin al odio recíproco y a la amenaza de la guerra. Segundo, y más importante, espero que todos nosotros deseemos la gloria de Cristo, Su presencia, Su justicia, Su mirada. Para nosotros mismos, y para todos los hombres. Por eso me parece importante en este momento nada sencillo estar junto a los que se manifiestan por la paz, con esta conciencia. Estoy segura de que aunque sean pocas las personas que tengan en cuenta el corazón de todas las cosas, pueden hacer mucho en una multitud de cincuenta mil personas».