El padre Federico con los niños en el Carmelo.

La versión africana de “Marcelino, pan y vino”

Nuestro campo de refugiados ya ha superado ampliamente los tres meses de vida. Verdaderamente, nadie habría podido imaginar que estas puertas, cuando se abrieron la mañana del 5 de diciembre, se iban a quedar abiertas tanto tiempo y que nuestros huéspedes se iban a instalar con tanto afecto en el Carmelo. Pero si nuestros huéspedes siguen aquí, aunque en menor número que al principio, es por una razón. En Bangui no pasa un día, ni sobre todo una noche, sin que haya muertos, saqueos y ajustes de cuentas. Pero lo más dramático es que, desde hace varias semanas, casi todo el país se ha convertido en escenario de conflictos y actos violentos sin precedentes. Si en la capital hay una cierta presencia militar, sobre todo francesa, que asegura una relativa tranquilidad y la posibilidad de quedarse allí sin poner en riesgo permanente la propia vida, en la provincia la situación es mucho más complicada. Toda la zona nor-occidental del país es constantemente objeto de represalias por parte de los Séléka o de los anti-Balaka: robos, asesinatos, incendios de casas – muchísimas casas – y mercados.

El país se encuentra en una vorágine de violencia ciega que parece no detenerse nunca, que ha envenenado el país y que está causando muchas víctimas inocentes. Si los Séléka, y los que los han apoyado, se encuentran indudablemente en el origen de la situación en que nos encontramos, los anti-Balaka han mostrado una violencia similar, cuando no superior. Los obispos han denunciado esta violenta reacción popular, que los medios rápidamente han calificado como cristiana. Puesto que no son musulmanes, la confusión era inevitable. Nos consuela la conciencia de que, si bien todo esto es vergonzoso, hay cientos, quizá miles, de musulmanes que han encontrado refugio en las parroquias y en los conventos de todo el país, salvado así literalmente su vida. Pero el éxodo de esta minoría ya ha comenzado. Muchos musulmanes – entre ellos algunos queridos amigos nuestros – se han visto obligados a irse, aun habiendo nacido aquí. A lo que hay que añadir un efecto colateral, que hará aún más difícil la frágil situación de nuestra economía. La escasa actividad comercial del país – sobre todo, aunque no sólo, la venta mayorista y minorista de alimentos de primera necesidad – estaba, de hecho, en manos de musulmanes.
En este escenario desolador, el 20 de enero se produjo un signo de distensión: la elección de la nueva presidenta, Cathérine Samba Panza, ex alcaldesa de Bangui. Quien ha nombrado a un nuevo primer ministro cuyo apellido es todo un programa: Nzapayeke, que significa “Dios existe”. Un óptimo tándem con el arzobispo de Bangui, cuyo apellido, Nzapalainga, significa "Dios sabe". Por tanto: Dios existe y Dios sabe. Estas dos certezas, que parecen no haber decaído nunca del corazón de todos los centroafricanos, tanto cristianos como musulmanes, son más que suficiente para no desanimarse, sentirse seguros y seguir adelante.

Entre tanto, hemos puesto en marcha una escuela de emergencia gracias a la iniciativa de los profesores católicos presentes entre nuestros refugiados. Nació en el jardín de las hermanas, a pocos metros de nuestra puerta. El día de la inauguración, sentando en el sillón principal, recibí los honores dignos de un director de una pobladísima escuela con aulas pero desgraciadamente sin pupitres ni sillas para sus doscientos alumnos. Me dieron la palabra presentándome como Bwa Federico, baba ti adéplacés kwe ti Carmel (padre Federico, el papá de todos los refugiados del Carmelo). Estos días, la mayor alegría es ver cada mañana a montones de niños que salen en fila de nuestro campo de refugiados, con sus carteras al hombro, para hacer algo tan normal, tan bonito y adecuado como ir a la escuela. Yo, a su edad, no me daba cuenta de lo afortunado que era porque los días de clase superaban a los de las vacaciones. Aquí, desde hace varios años, desgraciadamente es al contrario. Si tenéis hijos, decídselo antes de que sea demasiado tarde.

Hablando de niños, en el Carmelo no faltan, aunque en las últimas semanas no ha habido nacimientos. En compensación ha llegado Geoffroy, 12 años, procedente de Bossangoa, una ciudad a 400 kilómetros al norte de Bangui. Geoffroy no tiene hermanos, sus padres murieron a causa de una granada y su casa fue incendiada. Llegó a Bangui con los militares. Después de pasar varios días en el campo de refugiados del aeropuerto – que acoge a unos cien mil refugiados – un taximoto le dejó delante de la puerta de nuestro convento sin demasiadas explicaciones. Le lavamos, le vestimos, le dimos de comer, mientras intentábamos averiguar algo de su pasado y encontrar una solución para su futuro. Él, sin mucha dificultad, se ha adaptado a los usos y costumbres del convento, a veces un poco perdido por la gran acogida que ha tenido por parte de 12 jóvenes frailes, pero feliz por poder dormir en un lugar seguro. A nosotros, esta bonita e increíble historia se nos antoja la versión africana de Marcelino, pan y vino.

También hemos recibido la visita de las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta. Sin demasiado ruido y con ninguna burocracia, estos ángeles vestidos de sari hicieron algo que ninguna ONG había conseguido hasta entonces. Repartieron por dos veces un plato caliente para todos – literalmente todos – los niños: sopa de arroz dulce. Y antes de marcharse, se llevaron consigo a Pierre, un anciano congolés enfermo que había quedado abandonado en medio de la huida de la guerra.
En el Carmelo tenemos un Corpus Domini cotidiano. Cada mañana, al término de la celebración eucarística en nuestra catedral hecha de palmas y cielo, guardamos lo que sobra de la Eucaristía en el tabernáculo situado dentro del convento. Como si fueran los doce cestos que había antes de la multiplicación de los panes. El Santísimo atraviesa así nuestro campo de refugiados en medio de un caleidoscopio de colores, olores, humos y aromas, fango y polvo. Yo, mientras recorro esta surrealista procesión, doy gracias desde lo más hondo de mi corazón por esta gente, que quizás no sabe que me está obligando, a mí y a mis hermanos, a vivir un poco más el Evangelio.
Padre Federico, hermanos del Carmelo y huéspedes