Ucrania, la realidad y la caricia

Il Sussidiario
Elena Mazzola

Las noticias y videos sobre la situación en Ucrania cruzan las fronteras nacionales sin demasiados problemas: en internet el ruso y el ucraniano forman un territorio único, y aunque los comentarios vayan escritos en ucraniano los rusos los entienden. En realidad, muchos mensajes llegan directamente en ruso. La barrera lingüística es casi imperceptible.
Una evidencia: los hechos de Kiev de los últimos días no dejan tranquilos a nadie, ni en un lado ni en otro. La situación política ucraniana actual es fuertemente inestable, los escenarios sobre las causas que han desencadenado la masacre de la “centuria celeste” – como llaman a las víctimas de los enfrentamientos del 18 de febrero buena parte de los ucranianos – son confusos, y también son confusos e inciertos los que se abren de cara al futuro del país. Rusia – de hecho – está demasiado implicada histórica, geográfica y políticamente como para retirarse a un lado. Además, si bien Europa puede comportarse como un “pariente lejano” – a veces uno hasta se olvida de la existencia de parientes lejanos, o los recuerda sólo en ciertas ocasiones especialmente alegres o trágicas – Rusia no, los rusos son “parientes directos”, y no en sentido metafórico, pues corre sangre ucraniana por las venas de los rusos, y viceversa.
Segunda evidencia: el territorio mediático ruso-ucraniano se ha convertido en un auténtico campo de batalla, estamos en guerra. Incluso se podría decir que en el fondo siempre ha sido un poco así, que internet se presta al desencadenarse de ciertos tipos de reacciones instintivas (de esas de las que uno normalmente se avergonzaría). Pero este es nuestro mundo y es el mundo en el que tendrán que vivir las generaciones futuras. Es una forma de comunicarse que caracteriza nuestro tiempo y con el que debemos hacer las cuentas irremediablemente, y sobre todo es un hecho que hace emerger algo muy valioso: nos dice algo de nosotros, de lo que somos, de cómo nos movemos.
En internet se está produciendo una auténtica masacre: entre ucranianos y ucranianos, entre rusos y rusos, pero sobre todo entre ucranianos y rusos. Es como si muchos se hubieran “enrolado” voluntariamente y todos, como soldados eficientes – dotados de fusil, ametralladora o cañón, según las capacidades lingüísticas y el tiempo disponible para escribir –, dispararan desde su puesto, que les permite una cierta (aparente) tranquilidad. Nos sentimos ligeramente blindados… aunque no del todo seguros, pues estamos en guerra y hay que disparar, atacar al enemigo y defenderse. Pero parece, y en este caso es muy evidente por la contradicción entre las noticias que circular, que nadie sabe a ciencia cierta dónde está (y quién es) el enemigo de verdad. Pero que existe un enemigo lo entienden todos, y que es un enemigo capaz de matar a sangre fría a jóvenes y ancianos indefensos – imposible no reaccionar, ¿pero contra quién?
Las preguntas más sencillas las hacen muy pocos. Precisamente las más elementales. La primera – «¿qué está sucediendo realmente?» – está eliminada, o al menos ahogada, aplastada bajo el peso de dos grandes rocas: el hecho de que, en un bando y otro, todos creen saber ya perfectamente cómo están realmente las cosas (y claramente todos afirman con certeza granítica su versión de los hechos, presentes y pasados); las falsedades que continuamente transmiten los medios de comunicación rusos. Por ejemplo, hace unos días en Rusia circuló la noticia de que el Parlamento había sido ocupado por los activistas, noticia que fue recibida y difundida inmediatamente con gran clamor de todos aquellos que “ya sabían” que el Maidan es un movimiento formado fundamentalmente por radicales y nacionalistas (me limito aquí a recoger las definiciones más soft).
Una pena que la noticia fuera absolutamente falsa…
Pero hay otras preguntas, sencillísimas, pues aquí la mitad de la población (quizás más) tiene familia y amigos en Ucrania, pero nadie las hace. Preguntas del tipo: «¿Cómo estás? ¿Cómo están tus hijos? He visto las fotos, te he visto en la plaza, he visto lo que ha sucedido, ¿cómo va todo?». Es como si estas preguntas no encontraran el aliento necesario para hacerse oír, como si no fueran importantes. He discutido con mucha gente sobre lo que está pasando en Kiev, gente con la que comparto amigos comunes ucranianos, pero a estos amigos nadie les ha dirigido esta sencilla mirada humana, esta… caricia. Como si, al tratarse de política, con una revolución por medio, pudiéramos garantizar a nuestros amigos, como mucho, nuestro pensamiento u oración, pero mirarles a la cara, eso no. ¿Por qué? Es un fenómeno que he observado y que sigo observando con incredulidad.
Las palabras se usan para otra cosa, para escapar de un enemigo no muy bien identificado, que al final es siempre e inevitablemente otro, alguien que piensa de un modo distinto a mí. Las palabras “matan”, ha señalado el padre Georgij Kovalenko en uno de sus mensajes. Navegando entre las preguntas y respuestas de estos días es inevitable percibir que la violencia que han alcanzado es verdaderamente terrible. El dato más objetivo es que el enemigo, el de verdad, está desencadenando el pánico y desatando un odio homicida, fratricida. Un pánico que, como ha afirmado un joven protagonista del Maidan… «a veces es mayor en Facebook que en la plaza».
¿De dónde viene todo este odio? ¿Quién odia tanto al hombre como para cegarlo? Ya advertía Dostoievski: «Aquí lucha el diablo contra Dios y el campo de batalla es el corazón del hombre».