Moscú, catedral de Cristo Salvador.

El corazón de un padre

Il Sussidiario
Elena Mazzola

Hay una generación de padres cristianos rusos que tienen hijos adolescentes y jóvenes. Son hombres nacidos, criados y educados en plena ideología, que han tenido que guardar cola para poder comprar la leche, cuando no han probado personalmente los lager, que llevan en su sangre las huellas de la violencia extrema, a veces incluso sin saberlo, porque todavía en 2013 puede suceder que en Moscú uno descubra que su padre estuvo en el lager durante cinco años sin que nadie de su familia lo sospeche siquiera. Son hombres que han conocido el cristianismo siendo adultos y han decidido bautizarse. Ahora están en plena lucha con la educación de sus hijos y se encuentran desorientados ante las decisiones que éstos toman, en un mundo que ha cambiado radicalmente, con el deseo de poder transmitirles lo que más les importa – la fe – pero con ciertas dificultades.

Porque a pesar de que – como nos dicen tantas veces – las iglesias ortodoxas por toda Rusia no dejan de llenarse mientras las europeas se vacían, también hay que tener en cuenta que esta repoblación masiva es proporcional al desierto casi total del post¬comunismo. Los veinteañeros de hoy, fascinados por un mundo que entra en sus vidas por las infinitas ventanas que se abren de par en par, tecnológicamente hablando, ante su inteligencia, no están precisamente situados en la línea de salida para correr hacia la iglesia. Además, todavía persiste una ignorancia abismal que se hace notar cuando te encuentras en Moscú – en las universidades laicas de la capital, quiero decir, no en los pueblos de la estepa siberiana – delante de estudiantes normalísimos que sin embargo no saben nada del Evangelio. No tienen ni idea de quién es la Virgen. Y no exagero.

Pero el problema de estos padres cristianos es más radical. «Nuestros hijos no se fían de nosotros, no se confían a nosotros», reconoce un sacerdote ortodoxo durante una cena entre amigos charlando sobre la necesidad que algunos jóvenes cristianos rusos están manifestando de manera exuberante: una sed de significado, de certezas, de confirmaciones, de una compañía adulta que les ayude a afrontar la vida. «Nosotros hemos crecido en un clima en el que era vital no hablar», continúa. «Hemos aprendido y creído que no fiarse de nadie era cuestión de vida o muerte, y eso ha marcado a nuestros hijos: para ellos lo normal es no pedir ayuda». Un patrimonio gravoso que en la mentalidad post-soviética se ha arraigado hasta adoptar la forma de un juicio: la fe es un hecho personal, eminentemente privado, exclusivamente íntimo. No se habla de eso libremente, ni siquiera entre amigos.

¿Pero acaso es este un juicio verdadero, impugnable, definitivo? Totalmente, en todas partes nos dirán que sí. Es casi un dogma, hasta el punto de señalarlo como una de las principales diferencias entre ortodoxia y catolicismo. «Vuestros jóvenes se juntan para hablar de Cristo, para nosotros eso es impensable. Se trata de preguntas tan personales que no se hacen en público, sólo en diálogo con el padre espiritual». Conclusión: somos distintos, nuestros chicos tienen necesidades distintas. Y sobre este punto no hay posibilidad de diálogo.

Sin embargo, de hecho, estos nuevos padres cristianos, que humanamente se echan a temblar ante el destino de sus hijos, testimonian otra cosa. «La fe que los mártires del siglo XX defendieron con su sangre, la fe de nuestro pueblo que hemos recuperado, la fe “verdadera” que es la salvación del hombre… ¿será posible que no podamos hacer entender a nuestros hijos que es lo más importante de la vida? ¡Que lo es todo! ¡Que ellos son afortunados, porque pueden vivirla… pueden ir a la iglesia!». Cuando estás entre amigos, puedes oír preguntas de este tipo, valientes, un regalo para quien las escucha. «Nuestros hijos parecen no entender, parece que no les interesa aquello por lo que hemos dado y damos la vida». Palabras que son casi un susurro al principio, tímidas, vergonzosas, esporádicas, pero que retornan continuamente hasta convertirse en un tema constante que lo invade todo, como la “gota” de Chopin: el trasfondo perpetuo de un dolor lacerante, de un grito que nace del corazón de un amigo y se traslada al tuyo, abriendo un surco cada vez más hondo, como el cauce de un río que va directo al misterio del hombre.

Son padres que intentan educar a sus hijos, lo intentan todo, se inventan caminos, ponen límites y reglas intentando desesperadamente alejarles de un mundo que vuelve a proponerles el espectro de un pasado de rostro amenazador. Lo intentan pero no lo consiguen. Y lloran. A veces, literalmente, lloran ante los ojos atónicos de sus nuevos amigos cristianos de Occidente. Y llegan a pedirte – más o menos explícitamente – que eduques tú a sus hijos: «Mi hijo necesita vuestra compañía, por favor, implícale», «venid a la fiesta del 18 cumpleaños de mi hija», «mi hijo ha conocido a vuestros amigos en la universidad, por fin ya no está solo», «¿podrías “adoptar” a mi hijo y llevarlo contigo a Italia unos meses para que vea cómo vives?». Porque el corazón está antes que todo lo demás, una experiencia original, común e invencible, que está antes que cualquier dogma. Y el corazón de un padre que quiere pero no logra comunicar a su hijo lo esencial – que hay un Padre bueno y que su vida está salvada – cuando encuentra a un testigo de verdad, no lo puede evitar. Sencillamente, se pega a él y le pide ayuda.

Tal vez sea esta la razón por la cual en la antigua Unión Soviética se está difundiendo de boca en boca un libro que fundamentalmente es un testimonio, el testimonio de un padre, un educador, un hombre cristiano que se pone delante de los jóvenes sin miedo a su libertad, y ellos lo notan. Les dice que vale la pena vivir, que la vida es algo grande, que tiene un sentido. Y al mismo tiempo dialoga con los adultos, les desafía, les anima a estar presentes. De padres a hijos, de Franco Nembrini – cuya traducción al ruso ha perseguido con ahínco el filósofo ucraniano Aleksander Filonenko (un padre también, y no sólo de hijos biológicos) y publicado por una editorial dirigida por Kostantin Sigov (otro de estos padres) –, ha volado de Ucrania a Kazajistán, de Bielorrusia a Siberia, llegando hasta San Petersburgo y entrando en la capital rusa, lentamente, capilarmente, de persona a persona. «Tenemos dos copias que van circulando entre los alumnos», confiesan unos estudiantes de la San Tijon que invitaron a Nembrini a discutir con ellos sobre el libro en un encuentro en la universidad el pasado mes de noviembre, antes incluso de su presentación pública en la Feria Internacional del Libro de No-ficción. «Uno va por el ala femenina y el otro por la masculina. Hay una lista de espera con gente que se apunta porque quiere leerlo». Es un fenómeno extraño que parece abrir una grieta en el muro de la ignorancia, del prejuicio, de la sospecha entre los cristianos de Oriente y Occidente. Una amistad cristiana que se extiende como el agua que se infiltra silenciosamente horadando la piedra. Agua que nace de la única Fuente que habla al corazón del hombre, permitiéndole descubrir su verdadera humanidad, una humanidad más humana.