Padre Federico Trinchero, con un refugiado <br>recién nacido.

Los diez mil “invitados” de nuestro convento

Alessandra Stoppa

Las ciudades y pueblos se han vaciado. La gente ha salido corriendo, abandonando sus casas, con sus hijos de la mano, las bolsas en la cabeza, algo de comida y poco más. Llegan a oleadas, en un mar de disparos y gritos. El padre Federico Trinchero, 35 años, misionero italiano en el Carmelo de Bangui, la capital, abrió las puertas del convento y empezó a contarlos, discretamente. «No quería que alguien pensara que no había sitio para él». Eran seiscientos a primeros de diciembre. En Navidad, eran diez mil.

Monasterios, iglesias y parroquias se han convertido en campos de refugiados del pueblo centroafricano en estos meses de guerra, dando protección a cientos de miles de personas. Cristianos, musulmanes… sin distinción. Todos han buscando allí refugio, y lo han encontrado. «Estamos atravesando una crisis sin precedentes», han escrito en una carta a los fieles los obispos centroafricanos, narrando la serie ininterrumpida de episodios violentos que dio comienzo el pasado mes de marzo, cuando el presidente François Bozizé se vio obligado a huir tras el golpe de Michel Djotodia y la coalición armada Séléka: bandas de mercenarios sin control procedentes del Chad y de Sudán del Sur, jóvenes sin trabajo, desesperados y armados. «Han destruido el sistema administrativo y económico», afirman los obispos: «En una palabra, han destruido la vida en todo el país. Han puesto en crisis la cohesión social». A la furia de Séléka se ha sumado la de los escuadrones de autodefensa denominados anti-Balaka. Estos también jóvenes, gente de campo exasperada por el mal cometido, que ha empuñado sus machetes y fusiles y han salido a la caza del enemigo.

Las víctimas de estos meses son incontables. El 10 de enero dimitió el presidente golpista, y a los pocos días se eligió a una mujer como presidenta de transición, Catherine Samba-Panza. Mientras tanto, el Consejo de Seguridad de la ONU ha autorizado el envío de una misión de la UE de diez mil cascos azules en apoyo de las fuerzas africanas y francesas que ya están en el país. «Diez mil es un número significativo: aclara al menos las dimensiones del problema», explica el padre Trinchero: «Pero el retraso de la comunidad internacional ha agravado la situación». Antes no se habría tratado de un enemigo al que aniquilar, sino al que dar caza. Hoy todo es mucho más complejo. Los medios han hablado de un conflicto «entre rebeldes musulmanes y mayoría cristiana», pero en su carta los obispos son muy duros a la hora de corregir la desinformación que generaliza y presenta a los anti-Balaka como una milicia cristiana: «Una ecuación equivocada que lleva a la confusión», porque se considera confesional una crisis que es en cambio militar y política. «El retraso de las ayudas internacionales se debe a esto: no se ha entendido lo que estaba sucediendo. El mundo ha pensado que era la “habitual” crisis africana, un problema interno. Mientras que se trata de una guerra comenzada desde fuera», continúa el padre Trinchero, que en estos meses ha visto cómo su gente trataba de volver a entrar en sus casas, todos los días, pero poco después regresaban corriendo al convento con el terror en su cara. Mientras, él y sus hermanos, siempre con los brazos abiertos.

«Nos ha tocado vivir esto. Es un don que no queremos despreciar». Habla así de este tiempo de guerra y de acogida, de jornadas repletas del bien y del mal. De Youssouf, un amigo musulmán que les dona todos los huevos de su gallinero en vez de venderlos en la ciudad. De los trescientos niños que se refugian en la iglesia: «Sus chillidos y sus llantos han sustituido por completo nuestra salmodia». Sus hermanos trabajan día y noche: «Fray Jeannot, fray Martial y Salvador no se cansan de registrar nombres, edades, barrios. Fray Rodrigue, fray Christo y fray Michael se encargan del agua, la electricidad y la comida. Benjamin, con los postulantes, se dedica a la recogida de basura. Léonce, ruandés, el más joven de la comunidad, no deja de trabajar ni un instante». A las cinco de la mañana se lo encuentra barriendo el pasillo. Le pide que descanse un poco y él le responde que nació en un campo de refugiados en Goma, el Congo: su familia huía del genocidio de Ruanda. Si fuese por él, estos días no pararía ni para comer: le riñen y entonces acude a la mesa, pero sin quitarse siquiera las botas. «Luego está fray Cristo, que pregunta cuántas letrinas debe construir. En la cocina está el padre Matteo, mientras el padre Mesmin, con discreción y paciencia, atiende a los recién llegados, les escucha, toma nota, les dice una palabra amable».

Por la mañana, el padre Federico hace la ronda para despertar a sus “invitados”, como les llama él. Un día se encontró a dos familias en el capítulo con los niños durmiendo en el altar: «Es el sensus fidei de los pequeños: no hay lugar más protegido que ese. Otros duermen en los bancos del coro. Esa es su oración». A las nueve de la mañana, “equipos” de niños salen a limpiar el “hospital de campaña”, luego se ponen en fila india para lavarse las manos y, como premio, una golosina.
«En poco tiempo, el patio, las casas y la iglesia resultaron insuficientes». Así que abrieron otra ala del convento, donde está el garaje y el taller. Un oratorio exterior se ha convertido en ambulatorio, otro en almacén, la sala del capítulo se ha destinado a los enfermos en observación, el refectorio es ahora un dormitorio de emergencia. Al terminar la jornada, los hermanos se piden perdón unos a otros: «Con una tensión tan fuerte, puede haber palabras duras entre nosotros e incomprensiones. Pero si queremos la paz en el país, debemos pedirla sobre todo entre nosotros». Durante las noches más complicadas, organizan turnos de guardia. Son los ratos en los que el padre Federico aprovecha para hacer un poco de oración. Reza una oración hecha con los fragmentos de la jornada: «Rostros, números de teléfono, llantos, sacos de maíz, barro, paracetamol, bombas de agua, merci mon père...». Y al final concluye: «Haz, oh Señor, que esta noche pase veloz, que los rebeldes vuelvan a sus casas y que podamos descansar bien para poder servirte mejor. Protégenos Tú, junto a tu Madre. Amén».