Atentado en la estación de tren de Volgorado.

Un atentado contra un futuro distinto para Rusia

Il Sussidiario
Giovanna Parravicini

La noticia de los atentados suicidas en Volgogrado ha dejado aturdida a la población rusa, inmersa hasta entonces en el clima típico que precede a las grandes fiestas, con un tráfico caótico y la gente dedicada a las compras de Fin de Año, deseosa tan sólo de disfrutar de un poco de tranquilidad.
Las muchas noticias sobre atentados en todo el mundo nos dejan por desgracia un poco cínicos: escuchas el recuento de víctimas y alzas los hombros pensando que, en el fondo, aquello queda lejos, y sigues adelante. A todo ello contribuye también el perfil “tranquilizador” que los medios dan a estas noticias: la pista del separatismo islámico de Daguestán parece estar clara, las autoridades están estudiando las medidas de seguridad que van a tomar. Como si el problema estuviera controlado y la vida pudiera seguir normalmente.
Todos los observadores internacionales coinciden en valorar que esta escalada de violencia tiene que ver con la inminente celebración de los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi, en los que Rusia ha invertido una cantidad ingente de energías y dinero. Además del plan urbanístico diseñado para esta región, el gobierno ruso ha buscado de varias formas durante los últimos meses el máximo consenso posible y la participación de todo el mundo, para lo que entre otras cosas ha amnistiado a varios presos políticos y concedido la gracia al histórico adversario de Putin, el ex oligarca Michail Khodorkovsky. Por otro lado, tampoco es casual que un líder de los separatistas islámicos, un «señor de la guerra» checheno, Doku Umarov, en un video difundido el pasado mes de julio exhortara a sus militantes a utilizar «la mayor fuerza posible» para que el presidente no pudiera disfrutar de la atención internacional propia de las Olimpiadas invernales.
En realidad, esta masacre es la punta de un iceberg que se percibe cada vez más amenazante en el horizonte y que no se libra simplemente con una guerra armada contra el separatismo islámico. Hace tan sólo una semana las autoridades rusas admitieron un notable incremento de los casos de xenofobia e intolerancia, y el Centro Sova para los derechos humanos habla en los datos de 2013 de 19 homicidios, 168 casos de violencia y nueve intimidaciones con motivo racista, en 32 regiones rusas, aunque la mayoría de estos episodios se concentran sobre todo en Moscú y San Petersburgo, donde reside la mayor parte de la emigración procedente del Cáucaso y de las repúblicas asiáticas ex soviéticas. En octubre, en la zona moscovita de Birjulevo verdaderos pogromos contra la población no rusa, durante los cuales se detuvo a más de 400 personas.
Las alarmas del extremismo están aumentando rápidamente incluso en regiones que hasta hace poco tiempo eran consideradas como un feliz experimento del “islam moderado”, como el Tatarstán: en 2013 se han registrado aquí siete casos de incendios dolosos de iglesias cristianas, mientras que en 2012 no se había registrado ningún episodio similar. El propio presidente Rustam Minnichanov ha expresado su preocupación y ha prometido seguir personalmente las investigaciones al respecto.
Es evidente que para Rusia se vuelve a plantear como problema neurálgico de cara al futuro el desafío de la posibilidad de una convivencia pacífica entre etnias, culturas y religiones distintas. Es una batalla cultural y civil, donde las religiones están llamadas a desarrollar un papel de primera importancia, generando vías de reconciliación y de encuentro, y rechazando cualquier posible tentación de fundamentalismo.