Domenico Quirico durante la ''Cena'' en Padua.

Una Cena de Santa Lucía con Quirico

Eugenio Andreatta

Hemos tenido varias ocasiones para repasar con Domenico Quirico las etapas de sus cinco meses de secuestro a manos de los rebeldes sirios. Pero la del pasado 9 de diciembre en la cárcel de Padua tenía algo de único y difícilmente repetible. Delante de 150 personas, casi todos presos en ese centro penitenciario, las palabras se hacían más esenciales, más radicales. La crónica era conocida, los presos habían leído los relatos escritos por el enviado de guerra de La Stampa después de su liberación, así que el diálogo se dirigió directamente al corazón. Eran demasiadas las convergencias, las superposiciones, las heridas abiertas compartidas con ese auditorio, era imposible quedarse en la superficie del relato.

La sala que normalmente alberga el ensamblaje de bicicletas fue el escenario de este encuentro, cuyo punto central se refería a un tema que en la cárcel representa un penoso leitmotiv: el paso del tiempo. «Durante 152 días tuve que llenar, ocupar cada hora, cada minuto, cada segundo», con la única presencia verdaderamente humana, mi compañero de prisión, el belga Pierre Piccinin. «Si no él no hubiera estado, me habría vuelto loco», dice Quirico. «Nos contamos nuestra vida, nuestras esperanzas y proyectos, nuestras lecturas». Una relación. Para quien vive en la cárcel, no es un tema obvio. Nicola Boscoletto, presidente del consorcio Giotto, destaca este punto. «La relación es un modo de descubrir la realidad». Tal vez está pensando en lo difícil que ha sido crear un comedor para los presos, porque eran pocos los que querían compartir su mesa.

El periodista empieza a hablar del perdón. «Me di cuenta de que ni mis secuestradores eran de hecho libres. ¿Cómo iba a odiarles?». Todavía se sorprende, citando Vida y destino de Grossman, por el singular y casi insensato gesto de bondad de un miliciano que le permitió hacer la única llamada a su familia durante el secuestro. Llegamos así al contacto con la familia. Otro tema candente entre estas paredes. Y Quirico no se echa atrás. «No tenía derecho a hacerles sufrir tanto, ahora lo comprendo. Tengo una culpa respecto a ellos que debo expiar». Son palabras duras, casi dostoievskianas. Culpa, remordimiento, expiación, perdón. Y luego vanidad. Parece el Eclesiastés, observa una empleada. «Por mi vanidad de escribir 120 líneas en un periódico he hecho sufrir a muchas personas».

¿Cómo es posible no sentir como un hermano a un hombre que vive tan intensamente su propia humanidad? «Tu prisión ha sido mucho peor que la nuestra», le interrumpe uno de los presos, casi justificándole. «Tú no eras responsable de ningún delito, nosotros en cambio sí. Además tu vida estaba en juego en cada momento». No es una pregunta, es un grito que nace de su corazón. Y la respuesta nace de un deseo de cercanía, de fraternidad. «Nunca escribiría sobre vosotros sin compartir hasta el fondo vuestra vida, es decir, sin estar propiamente en una celda». Así fue en 2011, cuando se embarcó en una barcaza de tunecinos hacia Lampedusa. Porque «el sufrimiento humano es terrible, pero sobre todo es algo extremadamente delicado». Llega aquí la última palabra, otra que también llega muy adentro. Compartir. «El sufrimiento hay que compartirlo hasta el fondo. Ese debería ser el sentido de mi oficio. Por eso yo vuelvo distinto de cada viaje». Probablemente también volverá distinto de Due Palazzi. Por los términos que ha elegido, por el tono que ha empleado, se intuye que él también ha sentido el “impacto” de esta extraña comunidad de presos y empleados que le han escuchado tan intensamente. De hecho, son muchas las manos que se alzan al término del encuentro, pero es la hora de marcharse. Esa noche se celebraba la Cena de Santa Lucía, la tradicional cita navideña de la ciudad, a la que Quirico se ha comprometido a asistir como invitado de honor.

También allí sus palabras escuecen. «¿Qué son para nosotros los 130.000 muertos en la guerra de Siria? ¿Números o personas? ¿Pensamos en ellos como milicianos en combate o como lo que realmente son, niños, ancianos, mujeres que estaban esperando en la cola del mercado para comprar el pan? No hemos sabido crear una emoción colectiva por esta que es la mayor tragedia de nuestro tiempo. No hemos transformado la experiencia en conciencia».

Los 1.100 participantes escuchan en silencio. Un silencio parecido al que hace unos minutos ha acompañado al video dedicado al Papa Francisco. Diez minutos de imágenes que preocupaban a los organizadores de la cena, pero sin embargo durante la proyección en la sala no se movía ni un tenedor. Todos estaban impresionados por sus palabras, y antes aún por la fuerza de sus gestos. La corona de flores lanzada al mar de Lampedusa. Los pies de los presos lavados y besados el Jueves Santo. La felicidad en el rostro de un niño con discapacidad abrazado por Francisco. Un sinfín de manos, caricias, abrazos.

El abrazo es la línea fronteriza que separa la caridad de la beneficencia. Graziano Debellini recuerda a los pobres que hacían fila en la puerta de don Giussani, a sus chicos que una vez al mes iban a hacer la caritativa en la Bassa, al papa Montini que recomendó a Marcello Candia construir con los brasileños, no sólo para los brasileños. Ese es el sentido de las iniciativas de AVSI que apoyaba esta cena: en Siria, Perú, Kenya y Ucrania. Porque, como explica Giorgio Vittadini, «sólo cuando se tiene una razón para vivir, se construye algo duradero, de otro modo incluso haciendo beneficencia se tira el dinero. Así, en cambio, se implica a las personas, la esperanza renace».