Nelson Mandela.

El hombre que introdujo el perdón como categoría política

Il Sussidiario
Renato Farina

La grandeza de Nelson Mandela no radica en los 27 años que pasó en prisión sino en el hecho de haber perdonado. Un día, el padre Piero Gheddo, gran conocedor del continente africano, pronunció un juicio muy duro sobre este hombre mientras estaba encarcelado, condenado a cadena perpetua por la lucha que había establecido con su palabra pero también con las armas contra el régimen segregacionista del apartheid, una lucha que seguía dirigiendo desde la celda.
Gheddo, un hombre de profunda honestidad y sabiduría, y por tanto muy realista, sostenía que no esperaba de él nada bueno. De hecho, Mandela concebía el cambio como resultado de una violencia, justificada y teorizada, algo que en opinión de Gheddo no llevaría a la liberación sino a la devastación.
¿Pero qué sucedió en cambio? Que Mandela supo perdonar. Así, en un continente que se regía por la ley de la sangre que llama a más sangre en nombre de las injusticias cometidas, él introdujo el perdón como categoría política. En esto consistió su grandeza. En derribar el odio, pensando en términos de reconocimiento recíproco y de posibilidad de compartir, y rechazando la lógica de la violencia como motor de la historia, una lógica que había abrazado siendo marxista.
Todo esto ha caído en el olvido. Ha sido y será venerado como libertador, símbolo de la victoria contra el racismo, ferviente opositor al horror del apartheid, según el cual el ocho por ciento de los habitantes blancos dominaban al resto de la población negra y ostentaba el 80 por ciento de la riqueza sudafricana. Al salir de la cárcel, en vez de encarnar el resentimiento y afirmar la ideología armada y clasista de su ANC y del partido comunista, apostó por la reconciliación. Hizo prevalecer el realismo del bien. Y eso le costó el desprecio y la hostilidad de la vieja guardia, que no comprendió su decisión.
Era 1993 y tenía 75 años. ¿Cómo es posible cambiar a los 75 años? Escuchando algo que está en el corazón de todo hombre y que era incluso más fuerte que el sistema de pensamiento que había abrazado durante tantos años. Fue más fuerte el amor que la poesía, quizás en parte gracias al testimonio del obispo anglicano Desmond Tutu.
Después de duras negociaciones con el opresor, gracias a su astucia y diplomacia, vimos su apretón de manos con De Klerk, quien se fió de este líder, al que los afrikaners, los sudafricanos blancos que residían desde hacía siglos en aquella tierra, consideraban un criminal peligroso, demasiado poderoso, pues gozaba de una popularidad universal. También Nelson Mandela desagradó a los suyos cuando eligió como brazo derecho a un líder sindical negro, Cyril Ramaphosa, que no tenía nada que ver con los que habían participado en la lucha armada clandestina. Sus compañeros empezaron a hablar mal de él, le llamaron cobarde.
Mandela tuvo el coraje de proteger a los desempleados y funcionarios blancos que los suyos querían eliminar e incluso castigar, sin embargo él incluso mantuvo a los que se dedicarían a su escolta personal, y tomó esta decisión en contra de su propio partido. Llegando a tomar una decisión indecente para un marxista que había sido galardonado como tal por el régimen soviético en 1962 como representante de la paz “roja”: no nacionalizó los inmensos recursos mineros de oro y diamantes. Evitando así la guerra civil.
Por otro lado, no resulta difícil identificar errores y contradicciones en su conducta presidencial. Su Sudáfrica vendía armas a los países vecinos, que naturalmente las usaron; a su alrededor, protegidos por el manto del parentesco, se sospecha que sus familiares cometieron varios delitos. Ciertamente, si no hubiera sido por Madiba, como le llamaban en su etnia Xhosa, muchos de los que le han criticado no podrían haberlo hecho por la simple razón de que no habrían sobrevivido.
¿Qué será ahora de Sudáfrica sin él? Muchos anuncian que sucederá algo parecido a la Yugoslavia posterior a Tito. El dictador comunista, incluso durante su larga y artificial agonía, mantuvo unido a un Estado que después estalló en una carnicería que provocó doscientas mil muertes. Pero Mandela no quiso convertirse en dictador ni seguir siendo comunista. Y eso significa que su apuesta por la reconciliación ha quedado para la historia como un hecho, como patrimonio legado a la libertad de las personas y de las masas.
Sin duda, las grandes potencias, ya sin el temor al peso de la opinión de Mandela y su influencia en los líderes mundiales, jugarán ahora sus cartas para aprovechar la inmensa riqueza del país sudafricano. China y Norteamérica alimentarán las guerras y los conflictos sociales, que ya afectan a la hermosa (en el centro) y tremenda (en la periferia) ciudad de Johanesburgo. Pero es imposible que el icono de este gran hombre no permanezca vivo, si Dios quiere, en su amado pueblo, que lo custodiará. Aunque dicen que es de locos esperar algo así.