Boston, North End.

«La enfermedad no es el destino final»

Costanza Raimondi

La Casa Monte Cassino abrió sus puertas por primera vez el 2 de junio de 1987 para responder al creciente número de bebés invidentes italianos que llegaba para someterse a una operación con el ilustre cirujano oftalmólogo Tatsuo Hirose. Este doctor acababa entonces de poner en marcha una nueva técnica quirúrgica capaz de devolver la vista a bebés invidentes afectados por rinopatías propias del prematuro. Esta casa ofrecía una acogida gratuita a las familias italianas durante todo el tiempo que debían pasar en Boston con su bebé. Fue fundada por dos hermanos italianos, Fred y Guido Vittiglio, que emigraron a América después de la Segunda Guerra Mundial. Durante los primeros tres años, ambos alojaron personalmente a cientos de familias italianas en las dos plantas de la antigua Katherine Moore House en el barrio North End de Boston. Hoy, la casa de acogida ocupa toda la Katherine Moore House, un edificio de cuatro plantas reformado por los hermanos Vittiglio y puesto a disposición de la Archidiócesis católica de Boston. Se trata de una organización non-profit que funciona aún como casa de acogida para muchas familias que llegan a Boston desde todo el mundo para tratamientos contra el cáncer, la ceguera, quemaduras y diversas patologías. Su misión es ofrecer hospitalidad y servicios esenciales a todos sus huéspedes durante su permanencia en la ciudad, como signo de amistad y solidaridad.

Alpha Cattaneo, directora de esta casa, es una doctora especializada en psiquiatría que llegó a Estados Unidos en el año 2004 desde Filipinas, con su hijo David, que hoy estudia en la Universidad de Boston. Aquí conoció a Maurizio y a sus hijos, Francoise y Christian. Alpha y Maurizio se casaron y, junto a sus tres hijos, se encargan de gestionar esta iniciativa sin ánimo de lucro, movidos por el deseo de ayudar a los pacientes a entender que «la enfermedad no es su destino final». Durante la MedConference, la revista Traces (edición en inglés de Huellas, ndt) habló con ellos.

Doctora Cattaneo, ¿qué es lo que encontró usted al llegar a la Casa Monte Cassino?
Un amigo me presentó a los responsables de la Casa. Era un buen amigo mío, médico él también, y empecé a colaborar como voluntaria. En aquella época, la casa luchaba por sobrevivir, y desarrollaba fundamentalmente una función de alojamiento, debido a numerosas trabas burocráticas; así que su principal preocupación era la de conseguir administrar la casa y no tanto la de compartir una necesidad humana. Las cosas empezaron a cambiar cuando nos dimos cuenta de que nosotros estábamos allí para acompañar a los enfermos, y no sólo para ofrecerles un techo bajo el que dormir. Cada familia llegaba después de recorrer miles de kilómetros, dejando su propia casa e incluso a parte de su familia. Además, solían dejar atrás una situación de bienestar para entrar en un estado de enfermedad. Nuestra casa se propuso entonces ser un lugar donde estas personas pudieran reposar y darse cuenta de que esa enfermedad no era su destino final.

¿Cómo se financian?
Cuando se fundó la casa, hace 35 años, se financiaba principalmente por donaciones de restaurantes italianos de la zona. Hoy este apoyo financiero se ha reducido, y hemos tenido que buscar otros patrocinadores. Si bien el futuro sigue siendo incierto, decidimos implicarnos en esta casa porque vemos que es un lugar necesario, en primer lugar para nuestra propia familia.

Es realmente excepcional encontrar a una familia entera de voluntarios…
No queremos renunciar a lo que se siente al ofrecer una casa, y ese es el motivo por el cual este lugar está gestionado por una familia entera con la forma de un voluntariado. Las cuestiones burocráticas con importantes, y hay que afrontarlas, pero no deben transformar este lugar simplemente en un techo sobre la cabeza de las personas.

Francoise, ¿qué significa para ti, con quince años de edad, convivir con personas enfermas?
Yo no intervengo directamente en su enfermedad, acojo su sufrimiento. Estoy con ellos, juego con ellos, les llevo a pasear por Boston para mostrarles mi cultura y al mismo tiempo aprender algo de la suya. Vivir la vida como un don es nuestro “destino final”.

¿De qué modo te afectan estas experiencias?
Pongo dos ejemplos. Durante este verano, pasé bastante tiempo con Natasha, que venía de Haití. Cuando tenía cinco años le cayó sobre el pecho aceite ardiendo y sufrió quemaduras muy graves. La piel del pecho y del abdomen se le había unido, así que caminaba como si tuviera una joroba. Vino a Boston para tratarse acompañada de su tío, porque sus padres no podían permitirse el viaje, y se quedó con nosotros durante tres meses. Me impresionaba su alegría, ¡siempre estaba contenta! Tenía el don de apreciar el valor de cada cosa a pesar de ser tan pequeña, sólo tenía seis años. No daba nada por descontado. Cada cosa era un don para ella, un don de verdad. Otra persona que me impresionó mucho fue Charmaine, una mujer de 32 años. Se había pasado la vida organizando proyectos de asistencia en zonas pobres de Filipinas, para alimentar a los niños y educar a las madres. En enero le diagnosticaron un cáncer en la glándula lacrimal y vino a Boston. Me contó que le daba miedo morir porque le preocupaba mucho su trabajo, no sabía quién lo sacaría adelante. Su situación era muy grave y los médicos le dijeron que para poder curarse debía amputarle parte del rostro. En el periodo que vivió con nosotros, perdió gran parte de su cabello por la radioterapia. Cuando se fue con su madre a comprar una peluca, la vi verdaderamente feliz. Las condiciones de su salud le hacían la vida muy pesada, pero fue capaz de salir adelante determinada por su deseo de entregarse a otros.

O sea, que ser voluntario no sólo significa dar sino también recibir.
La gente que viene nos muestra casi siempre que la alegría puede estar presente en su experiencia de dolor gracias al deseo de compartir su vida con otros. Puedo decir que Natasha me enseñó a aprecias y agradecer todo lo que tenemos, mientras que Charmaine me enseñó que la fe puede dar la fuerza necesaria para afrontar todas las condiciones de la vida. Cada encuentro que tengo me hace entender cada vez mejor que esto es justo lo que quiero hacer: dar mi vida y ofrecer una casa para acompañar a los enfermos en el momento de la prueba.

David, ¿qué supuso para ti venir a vivir a esta casa?
Cuando mi madre y yo vivimos aquí, Francoise y Christian todavía no estaban. Era nuestra octava mudanza desde que llegamos a Estados Unidos, en 2004. Por aquel entonces yo tenía diez años. Para mí la mudanza era como si mi peor pesadilla se hiciera realidad. No entendía en absoluto la excepcionalidad de esta casa, el hecho de irnos a vivir a un lugar donde se acogía a niños sometidos a tratamientos médicos: para mí era sólo el enésimo nuevo trabajo de mi madre. Nada más llegar a Estados Unidos ella había trabajado como secretaria en una clínica psiquiátrica, como cuidadora de una persona anciana terminal, luego trabajó en una residencia sanitaria. Todavía sigue cuidando a una mujer enferma de demencia senil.

¿Entendías sus motivaciones?
Siempre me ha sorprendido su deseo de ayudar a personas enfermas o más necesitadas que nosotros, pero nunca entendí por qué. Me parecía que éramos nosotros los que necesitaban ayuda, pues teníamos muchos problemas. Pero ella siempre miraba más allá y se entregaba a otros. Yo pensaba que les ayudábamos a cambio de cierta remuneración: mi madre cuida a un enfermo terminal porque eso nos permite vivir en su casa.

¿Cuándo empezaste a entenderlo?
En cierto momento, la casa me cambió la vida porque me abrió los ojos, me mostró las razones por las que mi madre se dedicaba a la gente que sufre. No era simplemente ver que hay personas más necesitadas que nosotros, sino sobre todo descubrir que yo también tengo necesidad y sólo a partir de ahí puedo mirar a otros e intentar ayudarles. Todo cambió al entender que esta necesidad no era un impedimento para comprender la generosidad de mi madre sino, de hecho, su clave de lectura. He aprendido de personas que ahora son amigos míos, como Natasha, que se puede vivir con alegría incluso en circunstancias negativas, que se puede estar siempre agradecido por lo que nos es dado. Natasha y otros viven con un agradecimiento constante por lo que nosotros les damos. Y en cierto momento me di cuenta de todo lo que ellos me estaban dando a mí, como ha dicho mi hermana Francoise. Por eso yo también estoy aprendiendo a vivir con gratitud. Mi madre me ha mostrado durante todos estos años que es posible dar la vida a otros sólo si se vive como un don.

¿Y eso que tú aprender, lo ven también los demás?
Sí, de manera sorprendente. Un médico me contó que él siempre parte de este punto de ser incompletos. A veces, un doctor llega a pensar que él solo cura físicamente a su paciente. Este, sin embargo, me confesó que comprende más profundamente la dramaticidad de su trabajo cuando, al darse cuenta de toda la necesidad de su paciente, se descubre él mismo igualmente necesitado. Sólo así es posible acoger verdaderamente al otro: en una casa como la nuestra, en relación a la profesión médica, o haciendo lo que tengamos que hacer. Hace falta, en primer lugar, afrontar la propia necesidad humana.