El Papa Francisco en su visita al Quirinal.

Aquellos dos hombres que se hablaban con recíproca admiración

Roberto Fontolan

El presidente de la República italiana trabajó mucho sobre el discurso que pronunciaría con ocasión de la visita del papa Francisco al Palacio del Quirinal. Evocó la Constituyente, recordó párrafos del Concordato, exaltó la historia de un palacio de incomparable belleza, «al que dedicamos toda nuestra atención», dijo Napolitano, «como apasionado y respetuosos guardián» de una herencia secular extraordinaria. En los salones del Quirinal se encierra una parte de la historia cristiana y civil que testimonia la excepcionalidad italiana. Un patrimonio que cada uno debería cuidar con temor y temblor (para no arruinarlo) y que sin embargo se ve continuamente expuesto a la tempestad y a la burla.
Al menos por unas horas volvió a ofrecer el tono y el significado de lo que es una institución: la solemnidad de algo que es serio, el protocolo signo de respeto, y una forma que sirve para mostrar adecuadamente su esencia. Una nación se refleja en sus instituciones, en ellas se la reconoce mejor, y así se la puede amar más. Ese día resultaba imposible no amar a Italia. En la siempre expectante plaza del Quirinal, inundada por el sol, con los frescos de sus bóvedas, con las formas geométricas de sus jardines, con sus ventanales renacentistas, con aquellos dos hombres que se hablaban con recíproca admiración.

El presidente había pensado mucho en esa jornada, dividida en varios momentos, había escrito y reescrito el texto hasta conseguir una versión de extraña limpidez. En el punto central de todo el discurso, el impresionante impacto del testimonio de Francisco: «Usted ha transmitido a cada uno de nosotros de la forma más directa posible motivos de reflexión y grandes sugerencias para nuestra forma de actual tanto a nivel individual como colectivo. Y lo ha hecho todos estos meses hablando de usted mismo, hablándonos mucho de su propia formación, evolución y visión de las cosas». En este último comentario se percibe el nivel de estima del presidente por el Papa. Luego llegó al núcleo profundo: de los desafíos que «en el mundo de hoy son también de naturaleza antropológica, usted nos ha hablado poniéndonos en guardia ante un pensamiento dominante que pierde de vista lo humano».
¿Cómo afrontar esta crisis antropológica, estos «fenómenos de regresión», estos males que afligen al mundo, males extremos como la desesperante situación de los jóvenes, privados de trabajo, o la soledad de los ancianos? Francisco mira «con gran consideración» a la persona: «Incluso esa voluntad suya de mirar a las personas particulares, una a una, cuando habla a grandes masas reunidas para escucharle es también una característica distintiva de su misión pastoral». Sobre el sentido de la persona y la conciencia de la profundidad del mal, derivan «como nunca antes», responsabilidades que son universales y comunes a la Iglesia (que «libre de cualquier orden temporal» despliega toda su capacidad de iniciativa en el terreno educativo y solidario) y a las instituciones políticas. Y aquí las palabras del presidente se hicieron oír con fuerza. Cada uno de nosotros ve el estado miserable en que se encuentra la vida política nacional y quizás, como el periodista del New York Times, se aflige por una «Italia que rompe el corazón»; pero no hay que detenerse en recriminaciones porque hay un camino, se puede extraer una novedad justamente del mensaje y de las palabras de Francisco, «verdadero ejemplo»: cultura del encuentro, diálogo, amplitud de miras, mirada hacia lo alto, son la respuesta al clima envenenado, al individualismo, a la corrupción.

El presidente había preparado mucho este encuentro, que era una ocasión para recuperar las fuerzas de un hombre «inmerso en una fatigosa rutina dominada por una presión tumultuosa y afectada por exasperaciones partidistas», como afirmó con una sinceridad pasmosa. Y quiso también que fuera un poco distinto, una ceremonia más auténtica, una institución más expresiva de la nación. Eso explica la inédita invitación a una treintena de «nuevas presencias», como él las llamó, «representativas de la sociedad civil, de la cultura, de la solidaridad», invitadas a los salones del Quirinal casi como para hacer suya «la propuesta que repite» el Papa de no encerrarse en una relación institucional. Estaba allí, entre otros, Riccardo Muti, Nicola Boscoletto (en representación de los presos de Padua), la comunidad de San Egidio, Comunión y Liberación, el Meeting de Rimini, los Focolares… Expresiones todas de una Italia diversa, vital y en camino, una “contaminación” con las instituciones y las autoridades del Estado que durante estos años siempre ha buscado el Quirinal.

¿Es posible resistirse a la provocación y el abrazo de un presidente así? Es imposible incluso para un Papa. Entró en el palacio para «llamar a la puerta de cada uno de los habitantes de este país, y ofrecer a todos la palabra sanadora y siempre nueva del Evangelio». Francisco («en estos meses he podido experimentar por su parte muchos gestos de atención») destacó el afecto evidente que todo el pueblo italiano siente por Giorgio Napolitano, en el que se reconoció él mismo: «yo también», dijo, pronunciando así las únicas palabras improvisadas de su discurso.