Católicos americanos: «Así vivimos nuestra “crisis de identidad”»

Timothy Herrmann

La democracia liberal no parece ser capaz de mantener la fe en su plurisecular promesa de tutelar la libertad de todos. Para el católico medio, tratar de comprender la situación política actual no es fácil. El John Paul II Institute for Marriage and the Family (Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia), un lugar de esperanza y diálogo, afronta abiertamente este desafío analizando con atención la Dignitatis Humanae para identificar el origen del problema.

«Somos católicos. Somos americanos. Y estamos orgullosos de serlo, agradecidos por el don de la fe que nos caracteriza como discípulos de Cristo, y agradecidos por el don de la libertad que nos caracteriza como ciudadanos americanos. Ser católicos americanos debería significar no estar obligados a elegir entre una identidad y otra». Así empieza la declaración de la Conferencia Episcopal Católica Estadounidense sobre libertad religiosa, que ha vuelto a estar el centro de mira este verano con ocasión de la “Fortnight for Freedom”, la campaña anual de oración y formación dedicada a los desafíos de la libertad religiosa en Estados Unidos y en el exterior. El John Paul II Institute for Marriage and the Family aportó recientemente una valiosa contribución para profundizar en la evolución de la tradición democrática liberal de este país y encender una luz en medio de la confusión provocada por la tradición liberal de la libertad religiosa y la neutralidad del Estado, que se sitúa en la base de la actual crisis de la libertad religiosa.

En los últimos dos años los católicos americanos han luchado en vano para impedir a la administración de Obama que impusiera a los empresarios y empleados fieles a las enseñanzas de la Iglesia seguros sociales y sanitarios que incluyeran cobertura médica anticonceptiva (Health and Human Service mandate). Nuestros reiterados fracasos han hecho emerger potentemente una pregunta apremiante: ¿ha llegado la hora de que los católicos consideremos una vez más la posibilidad de que nuestra concepción de libertad religiosa pueda estar significativamente en contraste con la de nuestra tradición política americana? ¿La libertad religiosa es verdaderamente posible para los católicos en la América actual?

¿Un derecho garantizado? Un país fundado por hombre y mujeres que huían de las persecuciones religiosas, donde la libertad religiosa es uno de los derechos fundamentales de la Constitución. Sin embargo, ante la persecución perpetrada actualmente en perjuicio de los católicos americanos, cada vez es más difícil eludir esta pregunta.
No es la primera vez que se plantean preguntas sobre el concepto de libertad religiosa en los Estados Unidos. Durante la redacción de la Dignitatis Humanae, el documento del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, el teólogo jesuita americano John Courtney Murray afirmó notoriamente que, como democracia liberal aconfesional, América es por naturaleza un pilar de la libertad individual y del pluralismo religioso. En Estados Unidos, dijo, el católico no sólo puede practicar su religión sin coerciones, sino que su práctica religiosa es un derecho garantizado por ley.
Por eso, como católicos americanos, nos sentimos confusos. Si Murray tiene razón y si debemos dar crédito a nuestra historia, ¿cómo es posible que toda argumentación en la que apelamos a la libertad religiosa cae en el vacío? ¿Es sólo consecuencia de la evidente tiranía de la administración actual? ¿O ante todo la verdadera causa de la crisis hay que buscarla en otro lado, en un estrato más profundo de nuestra cultura?

La expresión más plena de nuestra naturaleza. El congreso titulado “Dignitatis Humanae and the Rediscovery of Religious Freedom” (Dignitatis Humanae y el redescubrimiento de la libertad religiosa) partió del reciente reclamo del papa emérito Benedicto XVI donde nos invitaba a volver a examinar los documentos del Concilio Vaticano II a la luz de las luchas que la Iglesia afronta en la cultura contemporánea. El núcleo de la Dignitatis Humanae, traducido como “la dignidad de la persona humana”, consiste en la observación crucial de que «el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana» (DH 2). En otras palabras, la búsqueda definitiva de sentido por parte del hombre está inscrita en su propia naturaleza. La libertad religiosa no es un derecho conferido o uno entre tantos, sino un derecho esencial de persona humana.

Durante el congreso, el padre Antonio López, rector del Instituto, desarrolló esta observación y definió la cultura como «religión encarnada». López explicó que «el horizonte de sentido que da forma a la vida social está arraigado en la búsqueda del significado definitivo y unificador de la existencia, cuya expresión plena definimos como religión». Haciendo referencia a don Luigi Giussani, López subrayó que la religión, es decir, la «religiosidad» innata del hombre, no es simplemente «una actividad entre otras sino una dimensión permanente» por medio de la cual «el hombre expresa completamente su propia naturaleza».
Para el cristiano, la experiencia constitutiva de la religiosidad es incluso más radical, porque «el evento de Cristo encarna la verdad definitiva constantemente buscada por la religiosidad del hombre», continuó López, y exige una relación libre con Cristo, que constituye la respuesta a su significado definitivo. El cristiano pertenece a Cristo y se comprende a sí mismo sólo en relación con Él. Sin Cristo, el cristiano se pierde. Para el cristiano, ser libre significa estar en relación con Cristo. Por eso, «sólo en la relación consciente y libre con el misterio último, el hombre resulta ser verdaderamente libre. Sólo la religiosidad como tal se puede oponer a cualquier poder». Por eso actualmente «no es de extrañar que cualquier poder constituido haga todo lo posible por acallar la religiosidad humana y su expresión pública y comunitaria».

(Re)definir la democracia liberal. El cardenal Angelo Scola, que participó en este acto desde Milán mediante un videomensaje previamente grabado, subrayó que esta es precisamente la dimensión humana que el Estado liberal democrático está decidido a suprimir actualmente, también en Estados Unidos. Citando un estudio reciente, el cardenal Scola identificó la libertad religiosa como «la mejor tarjeta de presentación de una sociedad pluralista». Donde hay libertad religiosa sabemos que hay un auténtico pluralismo. Más concretamente, «la aconfesionalidad del Estado democrático liberal no puede confundirse con la neutralidad o la laicidad», porque eso corre el riesgo de llevar a un Estado a imponer la laicidad a su propia sociedad, impidiendo a las personas «contribuir al bien común».
Según muchos de los presentes en este acto, la crisis que atraviesa hoy Estados Unidos se debe en parte precisamente a la confusión entre aconfesionalidad y neutralidad. La presunta neutralidad del Estado en relación a la esencia del bien común ha hecho que el bien común se haya transformado no sólo en un hecho privado, sino en un elemento casi imposible de definir de manera objetiva en la esfera pública. Hace emerger de un bien común “neutral”, que en la práctica no lo es en absoluto, sino que frustra cualquier pretensión de verdad que no proceda de quienes detentan el poder.

La democracia americana hunde sus raíces en la tradición política del liberalismo y, como otras democracias liberales, se basa sobre la libertad individual para decidir. En una democracia liberal el Estado no identifica el bien político con un contenido específico cualquiera. Al contrario, protege el derecho del individuo de perseguir el bien según sus propias decisiones. Mientras que un derecho individual no entre en conflicto con los derechos de otros, el Estado no tiene por qué intervenir. Por eso, como señaló el profesor David C. Schindler de la Villanova University, el bien común «entendido en sentido liberal rechaza explícitamente toda referencia a un bien humano efectivo y articulado, y tal rechazo constituye precisamente lo que le distingue como una concepción liberal de la política». En una democracia liberal como Estados Unidos, la libertad religiosa «en efecto no puede significar otra cosa que “libertad”, como un espacio vacío que a continuación se puede llenar con cualquier contenido, o incluso con nada».
Ahí está el error de John Courtney Murray, según el profesor Patrick Deneen de Notre Dame, experto en Historia del Liberalismo en Estados Unidos. Murray partía del presupuesto de que «el liberalismo – aunque en sí mismo sea indiferente al concepto de Bien – proporcionaría una esfera de libre ejercicio dentro de la cual se podría desarrollar el propio credo religioso». Murray estaba sinceramente convencido de que la Iglesia podría aceptar las «estructuras políticas liberales» y las instituciones, en cuanto que ellas pondrían a su disposición un espacio para su libre expresión y afirmación del bien, mientras que al mismo tiempo sería posible rechazar la ideología liberal de indiferencia respecto al bien común.

Aspiraciones silenciadas. Pero por desgracia, según el doctor Schindler, Murray no entendió que el Estado, al declararse incompetente para establecer el contenido del bien común y asumiendo al mismo tiempo el papel de defensor del derecho individual a perseguir ese bien, está ya limitando ese derecho. La competencia del Estado se transforma en incompetencia ante cualquier aspiración a la verdad. En vez de identificar el bien común y apoyarlo como objetivo, a fin de cuentas lo arrincona al negarse a reconocerlo, para luego definirlo como más agrade a quien detente el poder.
En este panorama confuso, alimentado por la distorsión de la definición de “neutralidad” y libertad individual, el católico suele quedar silenciado porque su fe aspira a lo que es el bien, y para el católico el bien no es simplemente el orden público, sino el modo en que se alcanza ese orden público. Para el liberalismo, el bien común es un Estado neutral donde todos son libres para ejercitar su propia fe sin entrometerse en las prácticas de los demás. En teoría esto tiene sentido, pero en realidad significa que el Estado asume el papel de limitar ciertas religiones y prácticas que no sean neutrales y que sean portadoras de aspiraciones no alineadas con el poder vigente. Prescindiendo del nivel de autonomía radical del sujeto dentro de la sociedad liberal, esto nunca consigue afirmar abiertamente un bien objetivo que no resulte en definitiva neutral o que no haya sido ya predeterminado por quien tiene el poder.

Sin embargo, la esperanza que palpitaba en los días que duró este congreso era tangible por la unidad entre sus participantes, que desafiaba abiertamente tal pretensión de autonomía. Lo que saltaba a la vista durante este trabajo no eran sólo las conclusiones finales sino la atmósfera cordial y verdaderamente amigable en que se desarrollaron. Los que estábamos allí éramos compañeros de verdad, es decir, amigos y amantes de la verdad. Durante toda la duración del encuentro, se advertía claramente que la motivación no era en primer lugar académica sino que nacía del compromiso con la verdad. Para todos los presentes se trataba ante todo de vivir, de adherirse a un cierto modo de vida, y no de tomar parte en un simple debate teológico. Precisamente esto, más que ninguna otra cosa, me llevó, como católico americano, a considerar que tal vez el liberalismo americano no ofrece verdaderamente esa libertad fundamental que yo había llegado a dar por descontado.