Claire Ly.

«Un silencio lleno de ternura; una ternura comparable con la de una madre que vela por su hijo mientras duerme»

Carla Vilallonga

Camboya, años 70. Comienza el genocidio por parte de los Jemeres Rojos. Claire Ly está en el punto de mira por ser considerada una intelectual. Su padre es fusilado. Después, su marido. Sus hermanos también.
Claire sobrevive junto a su hijo de tres años y al que está en su vientre desde hace ya meses. Es llevada a un campo de concentración. «¿Por qué yo?», es la pregunta que se hace mientras está en aquel terrorífico lugar. «¿Qué he hecho mal?». Pues en el budismo, religión en que fue educada, se cree en la ley del Karma, por la cual uno tiene lo que se merece. Incapaz de creer que fuera posible que hubiese hecho algo tan malo como para merecer que mataran a tantos familiares suyos, Ly rechazó esta ley. Sin embargo, siguió presentándose como una persona budista. Lo único que conocía del cristianismo era que su Dios, el de los occidentales, era malvado, pues permitía que los países pobres sufrieran por causa de los ricos.

Un día de 1977 se sintió especialmente orgullosa de haber sobrevivido al genocidio camboyano. Entonces se dirigió a ese Dios occidental: «Deberías aplaudirme porque he sobrevivido». Era la primera vez que no lo insultaba. Pero no hubo aplausos. Ni siquiera hubo ruido: un silencio extraño, dijo Ly, invadió la estancia donde se encontraba. El silencio de una presencia, pues tuvo la percepción de que había alguien en la habitación.
Ella habla de éste como su primer encuentro: «Algo cambió en mí. Mi infierno no se volvió un paraíso, pero de repente pude entender el sufrimiento de los demás: de los dos millones de muertos en mi país. Ya no me quedaba mirándome a mí, sino que miraba el dolor de los otros también. En el mal, Dios se hizo presencia». Se refirió a esta presencia como «un silencio lleno de ternura; una ternura comparable con la de una madre que vela por su hijo, que duerme».

En 1980, esta valiente mujer camboyana llega a Francia como refugiada política. El ser constante objeto de caridad de otros le hizo sentir un fuerte complejo de inferioridad en el país galo. Entonces conoció a unos protestantes católicos. Aquí entra la pequeña historia del padre Andrée.

Los periódicos y revistas que no se vendían
En aquella comunidad había un guía: el padre Andrée, que, cuando Ly le pidió algo para leer, éste sólo le pudo ofrecer los periódicos y revistas que no se habían vendido cada día. El padre Andrée solía recortar de las publicaciones los textos que hacían referencia al cristianismo, por respeto a Ly. «Nunca hicieron proselitismo». Hasta que un día el padre Andrée no tuvo tiempo de recortar esos trozos y le pidió hacerlo a ella. Ly entonces quiso descubrir, conocer la fe de aquellos que la habían acogido. «Me llevé una gran sorpresa intelectual», afirmó; pues dio con la encíclica de Juan Pablo II acerca de la misericordia.
Ly enseguida pidió un Evangelio. Aquella novedad le siguió conquistando: «Jesús de Nazaret me sedujo con su humanidad: me dio, además, audacia para no temer a los franceses. Porque Jesús era un hombre libre, y su libertad no se la podía quitar nadie: ni su familia, ni el poder… Esto me dio el coraje de ser yo misma frente a los franceses».

«Vi que el lugar más humano era el lugar de Dios»
Tras este segundo encuentro que describió Ly, vino la narración del tercero. Sucedió que Ly se fue de excursión son sus amigos cristianos y que pidió ir a misa con ellos. «En un momento dado miré la Sagrada Forma. Fue como si Él me dijera: “Camino junto a ti desde hace tiempo, pero no has querido reconocerme”». Se lo dijo con una ternura tal, dijo la periodista camboyana, que ella sintió que Dios le daba la libertad para decir sí o no. «Decidí decir sí. Vi que el lugar más humano era el lugar de Dios».

Ly declaró, asimismo, que ve cómo el Señor ha querido mezclar en ella dos culturas: la de su Camboya natal, budista, y la cristiana que encontró en Francia: «El espíritu de Cristo ha permitido que dos espiritualidades se encuentren en mi debilidad de mujer, para construir juntos una nueva humanidad». Concluyó diciendo que «lo que hiere al hombre, hiere también al Dios de Jesucristo», y que la marca, cicatriz que ha dejado en ella la experiencia del genocidio de Camboya la identifica con las marcas, también para siempre, de Cristo por la cruz.