Domenico Quirico.

«Hay que ir allí y compartir»

Alessandra Stoppa

El enviado especial de La Stampa lleva varias semanas desaparecido. Hace dos meses, Huellas le hizo una entrevista. Publicamos aquel diálogo en el que hablaba de sí mismo y de su trabajo. Un texto que proponemos para unirnos a la oración de quienes le esperan en casa.

Tenían poco más de veinte años. No le habían visto nunca antes, y él no llevaba dinero para darles. Dos chavales entre las filas de los milicianos de Gadafi sin intención de desertar: no tenían ningún interés en arriesgarse tanto por él, ni por los otros periodistas extranjeros a los que acababan de tomar como rehenes. Pero consiguieron convencer a los miembros del comando para que retrasaran la ejecución. Los escondieron y les defendieron cuando los hombres del rais los descubrieron y los sacaron a la calle para ajusticiarlos.
«Aquel día vi la caridad. La única forma que asume lo divino en el mundo». Era el mes de agosto de hace dos años. Domenico Quirico, de 61 años, casado y con dos hijos, es el enviado especial del periódico La Stampa. En la época de su secuestro en Libia, después de seis años como corresponsal en París, llevaba un tiempo visitando las diversas revoluciones de la Primavera árabe: Túnez, Egipto, Libia. Luego llegarían Somalia, Siria, Mali. «He tenido suerte», dice. «He visto cosas muy dolorosas y complicadas, pero he tenido suerte. Porque ya no soy la misma persona de antes». Publicamos la entrevista que le hizo la revista Huellas a su vuelta de Mali.

¿Qué ha visto allí?
Lo que era inevitable que sucediera, tras el desinterés total de Occidente.

¿La islamización de África?
Recuerdo que la primera vez que propuse hacer un reportaje entre los rebeldes tuareg, en 2007, me miraban como si fuera un marciano. Había ido al norte, a la tierra de Al Qaeda, la misma zona que hasta hacía unas semanas había estado bajo el control yihadista... Simplemente me di cuenta de que allí se estaba construyendo algo peligroso. Y ahora lo tenemos delante de nuestros ojos.

¿Qué quiere decir?
Estamos hablando de una decisión precisa. Al Qaeda no se ha africanizado por placer o porque no tenía otro sitio. Ante todo, nunca ha tenido un territorio, siempre ha sido un componente de la estrategia de otros aliados, mientras que allí, por primera vez ha administrado un territorio, verdaderamente. Lo cual significa disponer de una población y de grandes ciudades. Y no sólo eso, se trata de un territorio bien preciso.

¿Una cuestión estratégica?
Es mucho más importante que Afganistán, porque es el punto central de una zona muy rica en materias primas fundamentales, como el petróleo o el uranio; y está cerca de los países que han hecho la revolución árabe y que están pasando a ser controlados por partidos islámicos. Es muy difícil manejar la situación porque es el desierto, si no sabes vivir allí no resistes. Y está a una hora de avión de Europa, tierra de paso para las drogas y los inmigrantes clandestinos. Es decir, la bomba perfecta para atacar a nuestras sociedades. Además, Al Qaeda hoy consiste en una fusión extraordinaria de fanáticos religiosos y delincuentes comunes. Sus jefes son los mismos que al principio: vienen de experiencias de contrabando y tienen – si se me permite el término – una “sensibilidad” distinta. Tienen una cierta política, han entrado en el juego de la economía y en la historia del desierto. De modo que han transformado los tuareg, de musulmanes muy moderados a salafitas, y en un tiempo rapidísimo, tres o cuatro años.

¿Qué ha hecho posible que esto sucediera?
La mayor responsabilidad es no interesarse por la desesperación de esa gente, por su marginación. Porque es sobre esto sobre lo que Al Qaeda construye. Pongamos el ejemplo de los tuareg: explotados por gobiernos negros implantados por el “colonialismo”, acostumbrados a ganarse la vida con el tráfico que circula por el desierto, incluidos cargamentos de droga o convoys con inmigrantes. Los han convertido en islamistas. Ahora creemos que la partida ha terminado: Tombuctù es liberada, se hacen las fotos de los soldados franceses repartiendo caramelos entre los niños de Mali, una operación victoriosa… El máximo de los máximos. El momento del orgasmo patriótico: bandera al viento, la Marsellesa y todos a casa. Y Mali sale de los periódicos. Pero es en ese momento cuando Al Qaeda retoma su trabajo. A partir de la desesperación de la gente y de la debilidad de los gobiernos, el nigeriano y el maliense, que siguen siendo corruptos.

¿No cambia nada?
No hay un nivel políticos de posguerra, no hay nada. El problema es que nos interesa mucho la apariencia de las cosas. No nos fijamos en que estas bacterias están creciendo, preferimos pensar que la solución era la intervención militar. En vez de trabajar para cambiar las condiciones que han permitido el crecimiento de Al Qaeda. Pero en esto nos jugamos todo. Ahora se dice: celebremos elecciones en julio. ¿Pero dónde? ¿Cómo? ¿En un país controlado por la junta militar que dio el golpe del año pasado? ¿Dónde el que manda no es ni siquiera el ejército entero, sino una parte, la de aquellos que quieren acabar con los tuareg, y no en un sentido político, sino en el sentido de limpieza étnica? Aun así, en este momento para mí era inútil permanecer allí.

¿Por qué?
La llegada de los franceses supuso instalar una jaula alrededor de lo que sucedía: todos los contactos, desaparecidos. No había posibilidad alguna de contar nada. Por ejemplo: tomaron Diabaly un viernes, los periodistas no pudieron entrar hasta el lunes. Querían limpiar antes la escena. Esa es una zona wahabita, donde Al Qaeda se instaló porque sabía que había una población favorable, pero tú preguntabas a la gente y parecía que no había pasado nada. Tenían miedo. Esto no hace más que agravar la incapacidad de nuestro oficio. En Siria ha sido un fracaso.

¿Se refiere a la desinformación, a la responsabilidad de Occidente?
Lo de Siria es una de las tragedias más terribles de los últimos años. Yo la viví de un modo directo: desde 2011 he ido cuatro veces, la última recientemente. Y he visto la impotencia de nuestro trabajo para transformar los hechos en conciencia, también colectiva. Siria no ha llegado a ser un problema de la sociedad civil occidental. Creo que se debe a que no nos permiten generar la compasión. Este es el problema de los periódicos, no los números rojos ni la publicidad… Sino la incapacidad para contar el dolor. Se va a los lugares donde el hombre sufre, pero no se comunica nada, uno se pierde detrás de otras cosas.

¿Qué significa para usted comunicarlo?
Compartirlo. Ir allí y compartir. Y poder transmitir lo terriblemente vivas que son las cosas que vemos. El reportaje, que es la parte esencial y constitutiva de la historia del periodismo, hoy vive una necesidad nueva. Necesita estar dentro del hecho, arriesgando, sin tener forma de escapar de lo que sucede. Luego está el intento totalmente desesperado de la escritura para restituir en una mínima parte a los hombres que uno ve, para darte a ti, que no estás allí, al menos una parte infinitesimal del sentido que tiene estar allí, y ver.

¿Basta transmitir compasión para hacer comprender, para hacer tomar conciencia?
El entender viene después de esto, no antes. La emoción misma es un elemento para entender. Esto no quita que yo sea perfectamente consciente de que cuento una parte, una pequeñísima parte. Pero es inevitable: tienes que elegir dónde estás. No puedes convertirte en un ente superior, tienes que mancharte las manos.

¿Por qué dice que desde que empezó a trabajar como enviado especial ya no es la misma persona que antes?
Este modo de hacer periodismo me ha hecho ponerme delante del eterno problema del mal. No, en realidad el mal no es un problema… Es un misterio. Y este trabajo es una inmersión en el misterio del mal.

¿Qué entiende por misterio?
El mal es un misterio porque si lo frecuentas, si estás dentro de él – y en la guerra se ve por todas partes, se manifiesta, lo ves, te toca –, descubres lo difícil que es definirlo. Mire, yo sé el nombre y el apellido del hombre que quería matarme en Libia. Lo recuerdo perfectamente, podría reconocerlo entre diez mil personas. Es un comandante de las milicias de Gadafi. Además, yo no era un combatiente, no era un traidor, sólo estaba allí para contar, pero él quería hacerme pedazos. Quería hacerme mal. ¿Pero yo puedo decir esto y basta? No, no puedo.

¿Por qué?
Porque luego descubro que ese hombre ha tenido cuatro hermanos que han muerto asesinados por los rebeldes, y en mí ha identificado, somáticamente, la causa de aquella desgracia, de su desesperación. Ahora bien, no tengo el síndrome de Estocolmo, pero puedo comprender a aquel hombre.

El mal es un misterio porque es un misterio el hombre.
Sí, podríamos decirlo así. Creo que, en el fondo, de lo que hablo es del eterno problema del pecado y de la gracia. Pero dejémoslo estar… Yo soy periodista, no sacerdote.

No son cosas “de sacerdotes”. Si su trabajo le pone frente al problema del pecado y de la gracia, me gustaría entender por qué.
Porque los acontecimientos por los que he pasado me han obligado a hacerme preguntas, a hacer ciertos razonamientos. Me han cambiado. Al volverme a encontrar ante la pregunta que el hombre se hace desde siempre: ¿Dios existe o no? La presencia de la gracia y del pecado es para mí la respuesta a esta pregunta. Así, en el acto totalmente gratuito de aquellos dos chavales que me salvaron la vida, a mí y a otras tres personas, sin beneficiarse por ello de nada, yo vi la manifestación de la gracia. La prueba de la existencia de Dios. Allí, así, en un día cualquiera en un país africano, en una guerra tremenda, en medio de una matanza, sencillamente, se manifestó la gracia.

¿Qué tiene eso que ver con su cambio?
Creo que en el destino de cada uno de nosotros hay un punto de no retorno. Hay algo que desarticula lo que éramos y nos lleva hacia algo nuevo. Si me permite decirlo, en aquella ocasión, y no sólo en aquella, vi mi personal punto de no retorno. Algo cambió. Mi relación con la vida, con los hombres, con la cotidianidad, es completamente distinta.

¿En qué sentido?
Es difícil explicarlo. Pero yo me vuelvo a encontrar, o mejor dicho intento hacerlo, allí donde esté, el signo de esa existencia. La busco en los hombres.

¿Y ahora que ha vuelto a casa, a la vida cotidiana?
No puedo negar que hay un cierto malestar. Una falta… Pero no de adrenalina. Es sobre todo el no sentirme en mi lugar. Cada uno tiene su tarea: hay quien cuenta otras cosas, como las noticias de la sociedad italiana. Yo, por el conocimiento que tengo – modestamente – de esos lugares, me siento llamado allí. Donde, entre otras cosas, me resulta más fácil reconocer la gracia. Nunca he percibido tan concretamente presente a Dios como en un lugar que parece ser fruto de la violencia y la furia.

¿Dónde?
En la catedral destruida de Mogadiscio. Es un depósito de inmundicia, polvo y estiércol. Allí ya no hay cristianos, o han sido asesinados o han huido. Los pobres somalíes viven en lo que queda de la iglesia, entre los escombros. Pero en lo alto, en la nave sin techo, hay un Cristo decapitado. Con los brazos abiertos de par en par. Acogiendo todo ese dolor. Y yo me digo: «Él todavía está aquí». Pensaba que en aquel lugar no había ya nada, pero está todo.