Frank llevando la cruz durante el Via Crucis.

«Es Él quien me lleva a mí»

Chris Bacich

«En toda compañía vocacional siempre hay personas, o momentos de personas, a los que mirar. Y la amistad se define por su finalidad: la ayuda para caminar hacia el destino». Esta cita de don Giussani tomada del cartel de Pascua de 1992 me viene siempre a la memoria cuando pienso en Frank Simmonds, amigo mío desde hace diez años. Es un afro-americano de poco más de cincuenta años, y actualmente está en tratamiento por un cáncer en fase avanzada en el sistema neuro-endocrino. Su historia, y el ámbito en el que vive esta circunstancia, son para mí un gran testimonio. Siempre repite: «Si alguien aprende qué es la vida al saber de mí y conocer mi historia, entonces ha valido la pena».

Frank tenía quince años cuando le diagnosticaron un tumor a su madre. Después de su muerte, sufrió una violenta rebelión contra Dios, porque no le había salvado. Hoy explica: «Cuando pierdes la conciencia de la relación con Dios, pierdes la esperanza. Es como caminar en un túnel oscuro, sin luz. Ya no me interesaba nada». Así empezó su descenso al infierno del delito y la dependencia de las drogas. El abuso de estupefacientes, los robos, los trapicheos con drogas y varios periodos en la cárcel formaban su día a día. La chica con la que vivía le dejó y se llevó consigo a su hijo. Años después, se lo encontró por la calle: «Papá, te echo de menos, vuelve a casa». Humillado, con la ropa rota y maloliente, Frank se excusó y trató de alejar al chico de sí. Pero él insistía: «Papá, tú eres importante. He visto una foto tuya en una tienda donde ponía “se busca”». Frank había robado unas semanas antes en aquella tienda.

Después de varios años de extravío, fue detenido por vender droga a un policía de paisano. Todavía recuerda las palabras que el agente le dijo mientras le esposaba: «Frank, no te estamos deteniendo, te estamos salvando».
Una noche, en la celda, escribió estas líneas: «Rezo por un futuro bueno. Dios mío, por favor, no mires mi pasado, / perdona mis pecados para que yo pueda encontrar finalmente la felicidad. / Soy una persona perdida. Por favor, recondúceme al rebaño. / Ayúdame a cambiar mi vida, Señor: bendíceme con tu Palabra. / Estoy pagando por mis errores. Por favor, alivia mi dolor. / Libérame del ansia de mi espíritu encadenado. / Te amo tanto, Señor. Tu hijo sufrió dolor y angustia. / Doy gracias porque Jesús ha dado su vida por nuestros pecados. / Eres tan comprensivo, tan disponible a perdonar. / Por favor, purifica mi mente y mi cuerpo para que pueda vivir. / La realidad se ha hecho presente; sé que me he equivocado. / Mi corazón está lleno de dolor; es tu perdón lo que yo ansío. / Siento que soy indigno para pedirte esta bendición. / Sabes que me ha llevado mucho tiempo aprender la lección. / Pero no cederé a Satanás la vida que Tú me has dado. / Te lo pido, envía al Espíritu Santo para que me guíe, hasta que yo llegue a Ti».

El sacerdote que dirigía el grupo de estudios bíblicos que frecuentaba el joven preso leyó estas líneas a todos los detenidos. En la cárcel le conocen como “el poeta”. Frank comenta: «De este modo Dios empezó a demostrarme que no me abandonaría». Se acercaba el día de la sentencia y él sabía que podían caerle hasta quince años de prisión. El juez había perdido a un hijo que murió de sobredosis y trataba con considerable severidad los casos de tráfico de drogas. Pero durante la audiencia sacó aquel folio y leyó ante el tribunal los versos que había escrito Frank. Y le preguntó: «Señor Simmonds, ¿ha escrito usted esta poesía?». «Sí, señoría», respondió. «Entonces pasará seis meses en la cárcel y luego ingresará en un centro de rehabilitación durante al menos dos años», sentenció el juez.

Tras cumplir su condena, Frank buscó a su padre para reconciliarse con él, algo que ambos deseaban desde siempre. Poco después su padre enfermó y murió. Frank volvió a las calles. «Cuando piensas que no puedes llegar más bajo, se abre una trampilla y caes aún más», dice hoy al recordar aquel momento.
Pasaron tres años terribles, entrando y saliendo de centros de rehabilitación. Pero un día, cuando estaba sentado en la puerta de un edificio abandonado, esperando a que pasara el primer viandante para robarle, se encuentra con un sacerdote. «Maldición, no puedo robarle a un hombre de Dios», pensó. Luego el sacerdote se giró y, mirándole a los ojos, le dijo: «Dios no vendrá para estar en el fango contigo, porque es santo. Pero si se lo pides, puede sacarte de ahí».
Este breve encuentro le trastoca de tal modo que vuelve a emerger su viejo diálogo con Dios: «No existes. No eres de verdad. Eres una estatua. Y si existieras, ¿por qué me has dado esta vida terrible? No la quiero. Te la doy». Llega a la estación de metro más cercana con la idea de acabar con todo. Pero justamente allí, en el andén, le vino un pensamiento: «Si me sujetas ante esto que voy a hacer, te serviré el resto de mi vida».

Entonces le inundó una sensación inexplicable, algo nuevo. Frank lo recuerda así: «Cuando murió mi madre, murió el amor. Pero en aquel instante, después de pronunciar esas palabras, sentí como si algo me abrumara. Llamé al centro de emergencia para drogodependientes y en menos de un cuarto de hora enviaron un taxi para llevarme al hospital».
Aquel día Frank empieza a vivir en una casa-refugio. Rita, una voluntaria, al conocer la historia le envió una carta que contenía también una pequeña medalla de María. «Esa carta me llegó justo después del episodio del metro», cuenta Frank: «Me sorprendió mucho que, mientras yo todavía estaba buscando la forma de reordenar todas las piezas de mi vida y no tenía nada que ofrecer, a alguien le importase yo. Desde entonces situé a Rita por encima de todas las demás mujeres, al lado de mi madre. Sabía que no me lo merecía y me sentía orgulloso de conocerla. Antes no podía fiarme de nadie. Más de una vez mis “amigos” de la calle me habían tirado a algún basurero, dándome por muerto. Para ellos yo era basura, y también lo era para mí».

Rita vio en Frank su misma necesidad y le presentó a sus amigos de Comunión y Liberación. «Al principio me resistí. No dejaba de preguntar: “¿Pero quién es ese Giussani?”». Pronto empezó a darse cuenta de que aquellas personas y sus libros «describían cosas que eran verdaderas, que yo había visto y vivido. Y la Verdad habla por sí sola, no hace falta promocionarla. Te toca a ti responder. Luego me di cuenta de que lentamente estaba empezando a mirarme de un modo distinto, y eso me llevó de pronto en otra dirección».
Rita se apresura para explicar que ella no es ninguna heroína ni salvadora: «Yo misma estaba atravesando en aquel momento una crisis personal. Sabía que Frank era una persona excepcional, y ya que él nunca juzgaba a los demás, pude ponerme en juego en la amistad con él, igual que hizo él conmigo y con mis amigos».
Su relación fue creciendo y cinco años después se casaron. «Mis nuevos amigos me han ayudado a ver qué es nuestra humanidad. He dejado que el trabajo de la Escuela de comunidad calase en toda mi vida». Frank, con ocasión del tradicional Via Crucis de Viernes Santo por el puente de Brooklyn, pidió poder llevar la Cruz: «No soy yo quien lleva la Cruz. Es él quien lleva en ella a mí y a mi vida».

Ya han pasado seis meses desde que Frank recibió el diagnóstico de su enfermedad. «Toda mi vida he sentido terror por el cáncer. Al recibir la noticia pensé inmediatamente en don Giussani que, estando enfermo, decía: “¡El Señor es mi fuerza y mi canto!”. El Señor es mi canto. Cuando tomas conciencia de quién eres, de que perteneces a Dios, que eres Suyo, todo cambia. Dios es el Señor de mi vida, no lo es el cáncer. Yo le pertenezco a Él, no a la enfermedad». Y añade: «Ahora comprendo que mi vida es un don y un camino. Hubo un tiempo en que odiaba mi vida, sólo quería huir. Ahora entiendo que me es dada para recorrerla, porque lleva al infinito. La única posibilidad para mí es permanecer en este camino. En el fondo estoy agradecido a todo el sufrimiento, porque tiene una razón».
Se me ocurre comparar a Frank con aquel cartel de Pascua de 1992, no sólo por la cita de don Giussani, sino también por la imagen de Marcelino y sus ojos de niño. Cuando Frank habla, cuando te mira, lo hace con esos mismos ojos de niño. Y delante de ellos yo también miro asombrado que ese niño verdaderamente existe, que Dios se ha hecho hombre y me ha llamado a ser testigo.