Libres para existir

Ubaldo Casotto

Entre los años 2000 y 2007 hasta en 123 países (de los 193 representados por la ONU) se ha verificado alguna forma de persecución religiosa. Cuando lo denunció en su discurso de San Ambrosio, el cardenal de Milán, Angelo Scola, definía estos datos como «la preocupante expresión de un grave malestar de nuestra civilización». Los atentados contra la libertad religiosa no se limitan a las matanzas en las iglesias nigerianas. Existe un modo más refinado que la violencia para imponerle limitaciones, se puede hacer con leyes, campañas de prensa, incursiones indebidas de la Magistratura en ámbitos que no son de su competencia.
No faltan ejemplos. Basta mirar ciertos acentos del debate sobre los matrimonios homosexuales en Francia, donde se han intentado silenciar ciertas (y razonables) argumentaciones procedentes de ámbitos católicos bajo la acusación de «ingerencia religiosa». O la reforma sanitaria de Barack Obama en Estados Unidos, que trata de imponer a hospitales y escuelas religiosas la obligación de ofrecer a sus empleados pólizas de seguros sanitarios que incluyan métodos anticonceptivos, abortivos y de esterilización. Sólo la dura reacción del episcopado norteamericano, que ha hablado de «una herida infligida a la libertad religiosa», logró llevar a la administración a revisar esta norma.
En Europa hemos asistido durante meses a una campaña de prensa contra el “privilegio” de la exención del impuesto de bienes inmuebles para la Iglesia en países como España e Italia. Sin embargo, una vez aprobada la reforma fiscal italiana, los Circulos de la izquierda se han sumado a las protestas de la calle debido al perjuicio que supone para las entidades no lucrativas. También en Italia, un magistrado, en el curso de sus investigaciones, ha considerado al motivar una orden de detención que es indicio de delito la «común adhesión/pertenencia ideológica al grupo de CL» de algunos que están siendo investigados.
CL ha emitido una nota en la que reivindicaba «la incidencia política de una comunidad cristiana viva» en virtud de «su misma existencia», que implica «un espacio y unas posibilidades de expresión».
Por tanto, se trata de tomar conciencia del nivel decisivo de lo que está en juego. No los privilegios de tratar con el poder sino la posibilidad de que la comunidad cristiana exista como realidad viva, según todas las dimensiones que la caracterizan.
No en vano es un punto irrenunciable sobre el que insiste el magisterio de los últimos pontífices. Ya en Mater et magistra (1961), refiriéndose a los trabajadores, Juan XXIII escribe que «tienen el derecho natural de formar sus asociaciones». Intentar limitar la libertad asociativa es por tanto un ataque a los derechos fundamentales del hombre. Formalmente, no hay legislación que lo niegue, pero este derecho encuentra serios obstáculos a nivel social cuando el motivo de dicha asociación es explícitamente religioso.
El jurista Joseph Weiler ha hablado a este respecto de «cristianofobia», no tanto por la negación de la libertad religiosa como libertad de conciencia individual, sino por su discriminación en el ámbito público. Hace tiempo, en una intervención suya en la Universidad Católica de Milán, ponía un ejemplo significativo: «Imaginemos que hay un nuevo gobierno. Alguien del movimiento feminista podría lamentarse porque hay pocas mujeres. Se puede estar de acuerdo o no, pero es normal que lo diga. Alguien de los Verdes podría protestar: hay pocos ecologistas. Esto también es normal. Si un sacerdote dijera que hay pocos católicos, levantaría ampollas, dirían que la Iglesia no puede intervenir en la política…».
El problema se plantea a este nivel. La mayoría de las personas, y entre llas muchos católicos, dan por descontado este hecho, sin darse cuenta del ataque a la libertad religiosa que conlleva. Don Luigi Giussani escribe en El sentido religioso: «La verdadera persecución no son las fieras, ni tan siquiera los campos de concentración. La persecución más encarnizada es el veto que el Estado moderno intenta poner a la expresión de la dimensión comunitaria del fenómeno religioso». Y el fenomeno religioso, por su misma naturaleza, es un fenómeno sociológicamente identificable, visible y encontrable, público. «Los del pórtico de Salomón», así llamaban a los primeros cristianos.
De libertad religiosa «como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria» también habló Benedicto XVI en la ONU el 18 de abril de 2008, reivindicando el derecho a estar en el «debate público». Y manifestó su desconcierto: «Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos – su fe – para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos». Pero «el rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa» tiene, para Benedicto XVI, una consecuencia trágica: la «fragmentación del la unidad de la persona».
Antes que él, Pablo VI y el Concilio Vaticano II afirmaron que la negación de este derecho – «en virtud del cual los hombres, impulsados por su propio sentimiento religioso, pueden reunirse libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas y sociales» – es una «injuria a la persona humana» (Dignitatis Humanae, 1965). Y todo el pontificado de Juan Pablo II es testimonio de la inevitable dimensión social y pública de la libertad religiosa. Basta una cita: «La auténtica libertad religiosa exige que se garanticen también los derechos que derivan de la dimensión social y pública de la profesión de fe y de la pertenencia a una comunidad religiosa organizada» (Jornada Mundial de la Paz, 1988).
Que en nombre de una presunta “neutralidad del Estado” – concepto tomado de la concepción de “laicidad” de la revolución francesa, como explicó el cardenal Scola – se intente expulsar a la religión del debate público, es algo sobre lo que los cristianos deberían estar avisados. Lo que se nos quiere presentar como neutralidad es una opción cultural precisa que niega la ciudadanía pública al fenómeno religioso, concebido, en el mejor de los casos, como un problema más para la política. Benedicto XVI en su discurso en Westminster, en 2010, dio la vuelva a este planteamiento: «La religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional». Cuando los católicos no son plenamente conscientes de esto, aceptan pasivamente el tópico de la neutralidad del Estado, y caen en el dualismo entre fe y vida.
Benedicto XVI recuerda que la experiencia religiosa en cuanto tal tiene por sí misma una dimensión política (es un «factor» del «debate nacional») y no teme incurrir en el riesgo del fundamentalismo, de hecho lo vence de raíz: «Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho» (discurso al Bundestag).
Explica Weiler: «La normativa cristiana, que se aplica universalmente, se basa en la razón y no en la revelación. Es el test de la razón, por tanto, lo que permite juzgar todas las cosas, porque es un criterio universal». La dinámica de la relación entre la fe y la razón, y por tanto la política y el derecho, es descrita por un verbo que Benedicto XVI usa a menudo: la fe «ilumina» la razón. Una razón que el cristiano quiere usar al máximo, en esto es plenamente laico, laico porque es cristiano. Al contrario, es la llamada “opción religiosa” la que, teorizando la existencia de dos esferas completamente autónomas entre sí, termina por quitarle la laicidad a la política para inferirle un valor salvífico con el que se identifica el compromiso público. Pensemos, por ejemplo, en la sacralización de la Constitución y en la contradicción en que caen sus defensores cuando olvidan defender el artículo 29: «La República reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada sobre el matrimonio». «Natural», claro. No revelada. Por tanto, reconocible en su verdad por la razón. Será mejor recordarlo – y recordárselo – cuando vuelva la batalla en estos frentes.