Campo de refugiados en la frontera siria.

El otro Líbano: las vidas bloqueadas de los prófugos sirios

Oasis
Maria Laura Conte

Para los ciento cincuenta niños entre los dos y los diez años que corretean libres por el campo, ese es un lugar alegre, ciertamente esencial, pero divertido. A ellos no les importa demasiado si no pueden cambiarse de ropa, se concentran en jugar, pintarse la cara y encontrarse con sus compañeros de aventura. Sus ojos están llenos de ganas de vivir, tanto como están vacíos los de sus madres, perdidos en un mar de desolación. La vida en el campo de refugiados sirio que se encuentra en la periferia de Zahle, pocos kilómetros al este de la frontera entre Líbano y Siria en la región de Becá, un lugar de miseria absoluta: doscientas familias se han refugiado aquí, la mayor parte llega de la periferia de Homs.
El drama de huir de las bombas y los secuestros llega hasta aquí, a la tierra batida, entre las chabolas de trapos y cartones improvisadas de quien ha ido llegando poco a poco. Si en verano el problema principal es defenderse del sol, ya en los primeros días de septiembre el frío de la noche comienza a notarse y hace presagiar lo que será pasar aquí el próximo invierno.
El rostro de Rasha, 26 años, es firme, de porcelana, enmarcado por el negro de un velo estrecho que se confunde con el vestido que lleva puesto. No revela ninguna emoción, sólo por su voz se capta que su juventud está bloqueada frente a un futuro incierto: a su marido le mataron en los bombardeos de Homs, ella se escapó llevándose a sus dos hijos junto con la familia del cuñado. Su casa ya no existe, quedó reducida a escombros. Ahora está allí, en el campo de los prófugos, esperando. Espera que se haga de noche, que termine la guerra. Esta es la cuestión: la guerra podría durar meses o años, no existe un término, y ella mientras tanto puede sólo esperar las ayudas de Cáritas que llegan puntualmente a través de los voluntarios y los operadores.
Comparten el viaje de Rasha en este mundo suspendido centenares de otras personas. Sus chabolas cuentan solamente con algunos colchones tirados por el suelo, algún que otro plato y alguna olla para cocinar, un trozo de espejo pegado a la pared, algún muñeco para los niños... entre una tienda y otra hay unos pocos bidones de agua para el servicio común y quizá en breve llegarán paneles solares para dotar el campo de electricidad.
Sin embargo, la realidad de los prófugos de Siria no acaba aquí. Sería demasiado simplista reducir toda la complejidad de la cuestión a un monolito. Cada historia, cada persona que ha cruzado la frontera, lleva consigo un peso único que no se puede asimilar a los demás.
El país los acoge de hecho, aunque no existan campos oficiales para los sirios. UNHCR los registra, pero muchos prefieren permanecer en la sombra por miedo a retorsiones. La Cáritas Líbano y Migrantes trata de acompañarlos, caso por caso, como puede.
En el edificio de una escuela primaria de la aldea de Dayr Zanoun, siempre en la zona de Becá, se instalaron veinte familias de Alepo. Estas por lo menos encontraron un techo y cuatro paredes de piedra, agua corriente y luz durante dos horas al día. Pero la agitación entre ellos es total, casi asaltan al asistente social de Cáritas que les explica que dentro de pocos días debe comenzar la escuela y es preciso liberar los espacios. Mientras distribuyen las cajas de géneros alimenticios, los refugiados bombardean de protestas a los voluntarios: no aceptan que les echen de esa escuela como si fuesen paquetes, piden que se respeten sus derechos, pretenden atención, auxilio, que se les encuentre un lugar digno... El director de la escuela ronda preocupado por los locales, parece que cuente los daños ocasionados por estos molestos huéspedes: las aulas se han convertido en habitaciones y cocinas a la vez, en las pizarras encontramos cepillos para el pelo y jabón, los pupitres están todos amontonados en un trastero, mientras que los pequeños comen arroz sentados en el suelo y se utiliza el jardín como servicio higiénico. Un joven padre de tres hijos, con su camisa larga, carpintero de oficio, explica que dejó Siria porque corría el riesgo de desaparecer, como su hermano. Del hermano no tiene noticias, lo busca, pero no es fácil comprender lo que está sucediendo en su patria. Pero al menos ha salvado la vida de su mujer y de sus tres hijos. En cuanto la situación se calme, regresarán a casa. Cuándo no se sabe: el mero hecho de lograr tener noticias sobre la situación ya es toda una empresa. La vida está bloqueada entre los días de violencia que se dejan atrás, un mañana totalmente nebuloso y un presente miserable, sin trabajo, sin compromiso, arrimados a otras personas, que no se han elegido, en una intimidad forzada.
A lo largo de las aldeas fronterizas y en las grandes ciudades también hay prófugos más afortunados, que han logrado encontrar una casa y pueden pagar el alquiler de 200 o 250 dólares al mes. Pueden permitírselo porque al menos un miembro de la familia ha encontrado trabajo, sobre todo en la zona del campo de Becá. Con frecuencia varios núcleos familiares comparten el mismo apartamento y el dolor común. Las casas están vacías, no hay muebles, tienen lo mínimo, se vive casi por el suelo.
Entre los prófugos uno encuentra también historias paradójicas, entretejidas de un reconocimiento y una solidaridad que duran en el tiempo: una familia siria, cuya madre no tiene noticias de su marido y padre de sus cuatro hijos, ha sido acogida precisamente por la misma familia libanesa a la que a su vez habían acogido hace años en Siria, cuando dejaron por un tiempo el Líbano, arrasado por una fase de violencia.
En la trama de estas vicisitudes de las víctimas de la violencia, a las cuales el Santo Padre no cesa de dirigir su pensamiento y su atención, como ha hecho de nuevo durante su viaje al Líbano, es difícil identificar un culpable, de qué parte están los malos y de qué parte los buenos. Los secuestros, los rastreos de las aldeas, los asesinatos, las destrucciones de las casas suceden a manos de ambas partes del conflicto. Pero los rostros de quien ha escapado de la guerra y está al borde de la desesperación extrema expresan claramente la petición urgente de ayuda, en la cual está injertada la pregunta más radical sobre el sentido de todo esto. El Papa “peregrino” en esta tierra, con su presencia y testimonio, no cesa de indicar en el Crucifijo Resucitado el camino de la respuesta.