El ministro francés de Educación, Vincent Peillon.

Una hora de moral laica, la asignatura que nace de un vacío

Emanuele Braga

La idea del ministro de Educación francés confina a una “asignatura” la exigencia de razonar. Fruto de un Estado que quiere «construir al ciudadano». Costantino Esposito explica por qué «el universalismo abstracto de los valores» es la otra cara del nihilismo

Una hora de «moral laica». Llegará a las aulas, como materia obligatoria, en 2013, porque hay que «construir al ciudadano», y para hacerlo son necesarios valores como «el conocimiento, la abnegación, la solidaridad» y si no es «la República quien indica cuáles son los vicios y las virtudes, lo justo y lo injusto, otros lo harán en su lugar». En Francia, donde esta semana vuelven a clase 850.000 estudiantes, se discute sobre la propuesta que Vincent Peillon, ministro de Educación, ha lanzado en una entrevista publicada en el Journal du Dimanche. «La República tiene una exigencia de razón y de justicia», ha declarado: «Y la capacidad de razonar, criticar, dudar, se aprende en la escuela», no en otro sitio. De ahí la idea. ¿Buena o mala? «Más que nada, abstracta», responde Costantino Esposito, profesor de Filosofía en la Universidad de Bari: «Me parece que se plantea un programa ideal para “reconstruir la escuela”, pero sobre todo para reconstruir a los alumnos que la frecuentan, como si el punto de partida fuera un vacío que hay que llenar. El Estado, mediante la escuela, está llamado a forjar una nueva naturaleza. Esa referencia explícita a la “construcción del ciudadano” me ha hecho pensar que el gran vencedor en Francia sigue siendo Rousseau».

¿En qué sentido?
Todavía somos parte de su Emilio, según el cual las “buenas instituciones sociales” – y la escuela republicana es una de ellas según el ministro – son las que mejor pueden “desnaturalizar” al hombre, privarlo de su existencia absoluta (ser por tanto un bien por sí mismo, por el hecho de existir) para conferirle una existencia relativa (el ser es lo que coincide con la “voluntad general”). La exigencia del Estado es insertar el yo en la unidad común. Y algo de verdad hay en eso, claramente. Pero es como si esta unidad fuese una universalidad abstracta, sin historia. Resulta curioso leer que esta nueva “construcción del ciudadano” debe realizarse en la escuela, antes de que lo hagan “los mercados y los integristas”. Frente a la ideología del beneficio económico o del fanatismo religioso, el Estado debe buscar la forma de rehacer al hombre. Como si fuese un vacío que hay que llenar. Sin historia.

Pero este vacío, de algún modo, existe. Mal entendido, pero existe. El tejido social está deslavazado, ciertos valores comunes ya se han perdido. Y no sólo en Francia...
Sí, pero la cuestión es precisamente esta: lo que Peillon reconoce, con un cierto “horror republicano”, es que no ha sucedido lo que se esperaba. Y aunque podría, no se pregunta por qué ciertos valores sobre los cuales la sociedad francesa esperaba construirse a sí misma no bastan. La verdadera pregunta, por tanto, sería esta: ¿cómo es posible que una sociedad apoyada sobre ciertos valores no llega a dejar una impronta de bien, de construcción social en sus ciudadanos? Este vacío es signo de un fracaso, de una inadecuación en el uso de esos valores a la hora de interpretar la realidad. Ciertamente, la sociedad francesa es muy distinta de la nuestra. Hay una gran multiculturalidad, pero esta universalidad no ha llegado a generar una paz social, una convivencia capaz de evitar este vacío.

¿Y por qué se vuelve a proponer?
Es una decisión, una opción a la hora de interpretar la situación. Frente a las dificultades en la convivencia, no se parte de la expectativa más irreductible, del deseo más verdadero de cada uno; se reformula un criterio general, pero aún abstracto, al que hay que adecuarse. No se pregunta “¿cómo ha surgido este vacío?”, y al mismo tiempo se pasa un velo sobre esta irreductibilidad de las jóvenes generaciones que no se trata de comprender, con la que no se identifican, diciendo que es algo privado. Se dice que el Estado debe educar en el respeto, en la posibilidad de elegir. Como algo que no estuviera y que hay que construir. Mientras que lo que está, insisto, es el vacío. Es una confirmación del nihilismo. Universalismo abstracto de los valores y nihilismo en la consideración de la naturaleza humana tal cual es, son las dos caras de la misma moneda.

El ministro francés insiste también en la laicidad como «libertad de conciencia…»
Este es otro aspecto interesante. El punto de partida de la laicidad, para él, es el respeto absoluto a la libertad de conciencia, o de elección. Pero para poder vivir esta libertad de elección hace falta, dice literalmente, “separar al alumno” de todo lo que él llama “determinismos – familiares, étnicos, sociales, intelectuales”, y que nosotros podríamos llamar “pertenencias”. Sólo separando al hombre de una pertenencia, admitida como mucho en la esfera privada, habrá posibilidad de desarrollar una verdadera libertad de elección. Pero así la laicidad queda relegada al ámbito del deber ser. Es una vieja idea kantiana que siempre vuelve. Lo que cada uno de nosotros es, es particular, irremediablemente parcial. De modo que se consigue la libertad, no pidiendo a cada uno que dé las razones de su propia experiencia, sino separándose de ella. También a nosotros, muchas veces, cuando pensamos en la libertad nos viene a la mente simplemente la posibilidad de elegir. Pero es una libertad abstracta, reducida. La verdadera libertad, sin embargo, es una experiencia positiva de la que partir, la única que permite juzgar y realizar una decisión apropiada. Es el descubrimiento de aquello por lo que vale la pena vivir y morir. Siempre estamos ahí. Según Rousseau, hay que elegir: no se puede ser al mismo tiempo hombre y ciudadano. Monsieur Pellion elige.

A propósito de esa «exigencia de razonar» y de adquirir una capacidad crítica, ¿no es tarea de toda la escuela enseñarla, en todas las materias? ¿Por qué confinarla a una hora de clase?
Es una cuestión de método. ¿Qué es la laicidad? El ministro francés dice: es un cierto modo crítico de juzgar con la propia cabeza. No se repiten las enseñanzas, pero allí se aprende. Y es verdad. Sin embargo, aquí no se entiende cuáles son los criterios para juzgar. ¿Un esfuerzo por razonar? ¿Cómo se puede entender que el razonamiento bien guiado no es una simple opinión? ¿Cómo distinguir derecho y deber? ¿Quién juzga esto? ¿En base a qué criterios se puede aprender una capacidad crítica? Aquí se muestra toda la inadecuación de las razones de toda posición abstracta sobre lo humano: se reafirman los valores justos y las necesidades reales, sin dar criterios para poderlos descubrir en la experiencia. Por eso Peillon está obligado a hacer de esta moral laica una enseñanza aparte. Mientras que el juicio se ejercita en el descubrimiento de la realidad. La educación sirve para eso.