La enfermedad: en la experiencia del límite, la apertura al infinito

Javier Gutiérrez

Publicamos un fragmento del testimonio del Dr. Javier Gutiérrez, presidente de la asociación Medicina y Persona en España.

Me llamo Javier. Estoy casado con Elena desde hace 22 años. Tengo dos hijas biológicas, una de 21 años y otra de 18, y dos hijos acogidos de seis y cuatro años cada uno. De tradición familiar católica desde la infancia, soy médico desde el 85 y cirujano ortopédico desde el 92.
Destacaría dos vocaciones primordiales en mi vida. Por un lado mi vocación familiar, que junto con mi mujer Elena está muy influida por la acogida, desde que en el año 1986 en este mismo lugar, en el Meeting de Rímini, conocimos la Asociación Familias para la Acogida.
Desde que éramos novios, Elena y yo nos hemos sentimos llamados a la acogida, que como toda vocación ha ido madurando con el paso del tiempo. Esta apertura nos llevó a tomar la decisión de dar nuestra disponibilidad para adoptar un niño en China. Sin embargo ese mismo año, tras un aviso de Familias para la Acogida, vino a vivir a nuestra casa una chica de Guinea de 18 años con su hijo de 10 meses. Después de cuatro meses viviendo en nuestra casa, la madre decidió irse pero quiso que su hijo se quedara con nosotros. Es Willy, que ahora tiene casi siete años. A pesar de esto, continuamos a la espera de nuestra adopción en China. Esta vez gestionándolo a través de la administración. Habíamos dado nuestra disponibilidad para acoger a un niño con minusvalía física y en unos meses nos llamaron para ver si estábamos dispuestos a acoger un niño de siete meses de madre “casualmente” china y con problemas cardiacos, de oído y asimetría craneal. Nos dijeron que nos lo pensáramos. Nosotros les dijimos que no había nada que pensar, que una vez dada la disponibilidad va “contra natura” elegir niño. Así vino Carlos a sus siete meses. En su última revisión médica ya solamente tiene una pequeña comunicación interventricular en el corazón.
Mi segunda vocación es la profesión como médico, como cirujano ortopédico. También ha madurado en el tiempo. Un cambio importante a la hora de concebir mi trabajo se produjo tras conocer a Felice y mi posterior implicación en la asociación Medicina y Persona. Hasta entonces mi trabajo había ido decayendo en intensidad y en ilusión hasta el punto sentir un peso enorme cada día que tenía que ir al hospital. Se había convertido en una rutina exasperante. Tras mi encuentro con Felice y con la asociación Medicina y Persona fue cambiando paulatinamente mi forma de entender la medicina. Comencé a implicarme en cada acto terapéutico, teniendo en cuenta que tengo delante un enfermo, una persona, y no una enfermedad. Es un cambio lento, pero que cada vez tengo más presente a la hora de estar con mis pacientes. Cambio que se ha dado en mí como mentalidad y que deseo que, poco a poco, llegue a ser la forma de actuar en cada momento de cada día.
Estas dos vocaciones son la base, con la que afronto mi vida, y me gustaría relatar tres de las historias más significativas que sirven para ilustrar lo que acabo de decir.
Carmen Seoane tiene 32 años. Diagnosticada de artritis reumatoide juvenil con 2 ó 3 años se le deformaron las articulaciones, hasta tal punto que la dejaron en una silla de ruedas con quince años. Conseguimos, tras colocarle una prótesis en cada cadera y una prótesis en cada rodilla, que pudiera caminar ayudada de una muleta. Sin embargo a los 22 años fue diagnosticada una nueva enfermedad, esclerosis múltiple, que la ha dejado en silla de ruedas nuevamente. Siempre me sorprendió en ella su sonrisa, que nunca se la he visto perder, a pesar de todo su sufrimiento. He tenido desde el principio una relación de cercanía especial con ella y con sus padres. De hecho vino a visitarme con su padre, a pesar de venir en silla de ruedas, cuando estaba recuperándome del ictus en mi casa. Ahora nos ayuda en lo que le pedimos dentro de la asociación. Es conmovedor verla escribir en el ordenador con sus manos deformes por la artritis y el temblor que le produce la esclerosis. Se equivoca continuamente con las teclas, pero tiene una paciencia infinita, vuelve a empezar sin perder su sonrisa.
La segunda historia es la de Suerlem, una chica que conocí hace dos años en el hospital porque se había caído desde un tercer piso. Me impactó el hecho de ver a una chica de 24 años aislada, sola las 24 horas del día, porque nadie venía a verla. Era brasileña, había venido a España con su hijo de tres años y su pareja. Pedí ayuda a mis amigos de Medicina y a Persona para ver si conocían a alguien que pudiera acompañarla de vez en cuando. Comenzó así mi relación con ella. Cuando le dieron de alta quiso que yo fuera su cirujano ortopédico en las revisiones. La enviaron a una residencia de monjas y sólo podía ver a su hijo los sábados. Como no podía tenerlo en la residencia de monjas, me pidió si podía pasar las tardes de sábado con nosotros y con Willy. Estuvo viniendo todos los sábados a pasar el día a nuestra casa con su hijo hasta enero de 2009, cuando su hijo se fue a vivir a Brasil con su padre. Con el tiempo se echó novio y le hizo venir a casa para que me pidiera a mí si podía casarse con ella. La pedida de mano fue en nuestra casa, con toda mi familia y la familia del novio. Fui el padrino de su boda, ha tenido un segundo hijo y nosotros formamos parte de su vida cotidiana.
Lo que más me impresiona de esta historia es que mi relación con ella no empezó por su enfermedad, sino su necesidad. Necesidad de estar acompañada en la soledad de su habitación, necesidad de un lugar físico para que pudiera estar con su hijo. Necesidad de encontrar trabajo. Necesidad de tener una familia.
La tercera historia es la de Nicoleta, a la que conocí en el quirófano el 19 de febrero de 2009, cuando mis compañeros de traumatología oncológica estaban operando a una chica rumana de 22 años. Yo llegué allí porque empezaba mi guardia, la cirugía duró 10 horas, le amputaron la extremidad inferior izquierda, incluyendo pelvis y mitad de sacro. En el quirófano había comentarios de todo tipo, todos tenían compasión por ella, eso era común, casi todos coincidían en que era imposible ser feliz tras aquella cirugía, y aquellas palabras no se me quitaban de la cabeza, no podía dejar de pensar en ella y en su felicidad. Me preguntaba qué tenía que ver lo que siempre he escuchado, sobre el amor de Dios a cada uno de nosotros y sobre la caridad, con lo que yo estaba experimentando. Lancé una especie de desafío a Dios: “si es verdad, tiene que ser verdad siempre, también para Nicoleta”. Necesitaba tener la certeza de que Dios amaba a Nicoleta con un amor eterno y que quería su felicidad más que ella misma. Pero para adquirir esta certeza y verificarla, Dios me pidió de algún modo implicarme en una relación profunda con ella y con todo lo que necesitaba.
Después de estos tres ejemplos, quería hablar de otro hecho importante en mi vida, mi propia enfermedad. Un día al levantarme hablaba con dificultad. Mi mujer me llevó al hospital. Había tenido un ictus, estuve ingresado en la UCI un par de días. Tuve la experiencia de pertenecer a un pueblo (signo de la resurrección de Cristo). De vuelta a casa, no podía dormir pensaba en que podía no levantarme o levantarme en una silla de ruedas. No creía que pudiera ser capaz de afrontarlo. Por gracia, y seguro que por la oración de los demás, tras mi ictus adquirí la certeza de que Dios me quiere y quiere a los míos más que yo mismo, que no experimenta con nosotros, que todo hecho dramático, aun siendo un auténtico misterio que nunca podremos comprender hasta el fondo, puede abrirnos al infinito y, además de suscitarnos preguntas, puede ponernos en movimiento por amor al otro (es decir, conmovernos). Porque de todas las reacciones posibles, la única razonable es el amor. Es la única que no te destruye.